“Dios nos dio esta tierra, la ONU no nos la puede quitar”
Los colonos judíos de Cisjordania rechazan la resolución del Consejo de Seguridad contra los asentamientos y confían en que la presidencia de Trump la dejará sin efecto
Ofra
Una familia ortodoxa de Ofra se prepara para salir de vacaciones durante la fiesta judía de Januká, o fiesta de las luces. EDWARD KAPROV / EPV
El paisaje bíblico parece perder sentido en invierno, como si la vida de los profetas solo se pudiese escenificar bajo un sol de justicia. La sucesión de colinas, barrancos y bancales de viñedos y olivos confluye en un día gélido y nublado a los pies del monte Hazor. En la cima aún sin nieve se unen Judea y Samaria, el nombre con el que los judíos denominan al territorio ocupado palestino de Cisjordania. “Pues toda la tierra que ves te la daré a ti y a tu descendencia”, cita de memoria el versículo 15 del capítulo 13 del Génesis el portavoz de la colonia de Ofra, Aarón Liptkin, que se mudó hace 16 años a este asentamiento situado 40 kilómetros al norte de Jerusalén.
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Señala con el dedo las cumbres de Hazor desde unas edificaciones que fueron un cuartel del Ejército jordano hasta la guerra de 1967. “Allí arriba fue donde Dios le dijo a Abraham que esta tierra pertenecería para siempre al pueblo judío”, remacha su mensaje con el libro de los libros. “Y en la colina de al lado se observa la base del Ejército desde donde Israel defiende la primera línea de frente de la civilización occidental”, apostilla en dirección a los radares instalados en una de las cotas más elevadas de Tierra Santa.
Para Rafi B, como prefiere ser citado a los 76 años, la tierra prometida por Jehová está entre las raíces de sus viñedos, donde cosecha uvas de la variedad Merlot para pequeñas bodegas que pagan altos precios por su calidad. “Fui uno de los pioneros; sigo viviendo en Ofra desde hace casi cuatro décadas, pero mis hijos ya se han establecido con sus familias en otros asentamientos cercanos”, explica mientras poda con mimo los sarmientos. “Si Naciones Unidas me obliga a dejar mi casa y mis viñas no lo aceptaré; somos muchos los que opondremos la desobediencia civil y la resistencia pacífica”, advierte Rafi. La policía israelí le envió al hospital con una brecha en la cabeza en los enfrentamientos que se registraron hace una década en el cercano asentamiento no autorizado de Amona.
La calidad de vida y el sentimiento de pertenecer a una comunidad unida y homogénea también cuentan para los colonos de Ofra, en su mayoría judíos ortodoxos moderados y de clase media acomodada. Muchos acudieron estimulados por el precio de las viviendas. Por ejemplo, un millón de shequels (250.000 euros) por un chalé de 150 metros cuadrados edificados y otros tantos de jardín. Un sueño que en Jerusalén o Tel Aviv resultaría 10 veces más caro de hacer realidad.
Liptkin, de 41 años, se gana la vida organizando giras de visitantes internacionales en los asentamientos. El portavoz de Ofra cree que ha llegado también la hora de incorporar al Estado el territorio conquistado por las armas hace casi medio siglo. “Este es el verdadero Israel, más aún que Tel Aviv. Aquí nació nuestro pueblo”, proclama este colono que se declara militante del Likud, el partido del primer ministro Benjamín Netanyahu, aunque admite que en Ofra saca más votos el partido ultranacionalista Hogar Judío.
Los minaretes de Silwad, el pueblo palestino colindante, enmarcan el horizonte al sur. Sus vecinos han hecho caso omiso de lo prescrito en el Génesis y han esgrimido escrituras de propiedad otomanas, británicas o jordanas para reclamar ante el Tribunal Supremo israelí tierras que, según sostienen sus abogados, los colonos judíos han usurpado.
Mucho antes de que suscribiera los Acuerdos de Paz de Oslo (1993), Simón Peres también había sucumbido a la fiebre colonizadora de los territorios ocupados palestinos. Como ministro de Defensa en el primer Gobierno de Isaac Rabin, autorizó en 1975 la construcción de Ofra. Una placa así lo recuerda en el núcleo original del asentamiento: una urbanización desangelada que mezcla chalés adosados con módulos prefabricados. Con todo, los 3.400 habitantes de Ofra parecen orgullosos de residir en uno de los focos de la expansión judía en Cisjordania, donde viven ahora unos 400.000 colonos.
Desde 2009, cuando el presidente Barack Obama tomó posesión de la Casa Blanca, la población de las colonias se ha incrementado en cerca de 100.000 habitantes, documenta la ONG Peace Now. A este incremento hay que sumar el de Jerusalén Este, anexionado a Israel en 1980, que ha ganado en esos ocho años 25.000 nuevos residentes en barrios de colonización judía para sumar ahora más de 200.000.
Presión internacional
“La ONU no puede quitarnos lo que, según nuestras creencias, Dios nos ha dado”, resume con convicción Liptkin. “Esta es nuestra tierra. No reivindicamos, como los musulmanes, el sur de España. Israel está sintiendo una presión internacional intensa pero pronto cesará, cuando Donald Trump asuma la presidencia”.
En una de las calles principales de Ofra, Mohamed — “prefiero que no se publique el apellido”, alega—, de 33 años, y su cuadrilla de operarios palestinos llegados desde el sur de Cisjordania cavan una zanja. “Aquí ganamos 250 shequels (unos 63 euros) al día, tres veces más que en Hebrón”, explica bajo la atenta mirada de Alex Izka, el vigilante de seguridad contratado por la colonia y armado con un fusil de asalto M-16. “Es más bien una cuestión psicológica”, analiza este guarda judío, que inmigró desde Crimea hace 17 años. “La gente se pone muy nerviosa aquí cuando oye hablar árabe cerca de su casa”.
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