Los refugiados invisibles
En Afganistán, un millón de personas ha dejado su hogar por la violencia
Los desplazados internos no dejan de aumentar
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La lluvia que cae sin cesar desde hace días en Kabul ha ablandado tanto el suelo del asentamiento donde se agolpan las familias que huyeron de Kunduz que los pies se hunden en el lodo hasta los tobillos. Más de 800 personas, 150 familias, se agolpan en un terreno vallado por el que pagan cien dólares al mes, dinero que reúnen entre todos como pueden. Y no es fácil. Huidos de Kunduz con lo puesto, malviven sin saber si algún día podrán regresar a sus tierras. Son parte del millón de desplazados internos que tiene Afganistán por la violencia. Son los que no disponen ni para pagar a un contrabandista que los lleve a otro país. Se sienten los olvidados, los invisibles de un conflicto eterno que para ellos no tiene visos de concluir.
Bajo el techo de cartones y lonas, en una choza en la que se cuela la humedad, se congrega una docena de mujeres con niños pequeños. Los mayores están con los padres, recogiendo botellas de plástico y latas para revenderlas. El ingreso por familia es de entre 75 centavos y 1,5 dólares al día. Todas las mujeres forman parte de la última oleada de familias que llegó al asentamiento Chahr-Khalayay-Wazirabat, en el centro Kabul.
Bakhtawar huyó con su marido y sus cuatro hijos de la aldea de Qhareyay Nawbat, en la provincia de Kunduz, hace tres meses, cuando los combates en la zona se intensificaron tanto que los disparos y los cohetes amenazaban con alcanzarlos. Tuvieron que salir tan rápido, cuenta, que incluso dejaron las ollas con la comida sobre el fuego. Algunas mujeres ni siquiera alcanzaron a llevarse el velo para taparse la cabeza. Primero llegaron a la ciudad de Kunduz pero, cuando esta cayó en manos talibanes, a finales de septiembre, tuvieron que volver a emprender la fuga. Acabaron hace unas semanas en Kabul. Desde entonces, su vida es una continua espera de una ayuda que tarda en llegar y que, cuando lo hace, no es suficiente.
“Sentimos que nos han olvidado, nos sentimos invisibles, es como si no existiéramos”, se exaspera Bakhtawar. Antes de poder aspirar al paquete mínimo de ayuda que proporcionan las agencias humanitarias de Naciones Unidas —tres sacos de alimentos, seis mantas, una tienda o lonas, un pequeño equipo de cocina, jabón y ropa— familias como la de Bakhtawar tienen que ser registradas. Un proceso que puede demorar más de un mes. Salvo alguna ayuda ocasional para pasar el invierno, si es que algún país donante ofrece dinero, las familias no reciben nada más.
“Las necesidades de los desplazados internos crecen mientras que los fondos para asuntos humanitarios caen”, dice Mans Nyberg, portavoz de la Agencia para los Refugiados de Naciones Unidas (ACNUR) en Afganistán. “Hoy, los donantes tienen tantos conflictos y prioridades con la crisis de Siria y la de emigrantes en Europa, Irak y Sudán del Sur, que Afganistán ha quedado en cuarto lugar de sus prioridades”.
Escasas ayudas
Y eso que el problema de los desplazados internos en Afganistán no para de crecer. En 2015, ACNUR ha registrado 300.000 nuevos desplazados internos; un 70% más que el año anterior. Sumados a los que lleva acumulando el país desde hace más de una década, son ya un millón.
Tampoco parece que las cosas vayan a mejorar. “Esperamos que el año que viene se produzca de nuevo un incremento” de los desplazados internos, estima Nyberg. Los cálculos más conservadores apuntan a que al menos 60.000 personas se verán obligadas a dejar sus hogares en los primeros meses de 2016. Sobre todo ahora que a la amenaza talibán se suma la del Estado Islámico (ISIS, en sus siglas en inglés).
Bakhtawar desea regresar algún día a su aldea, aunque no guarda muchas esperanzas. Todos sus animales han muerto y le preocupa lo que puede haber sido de su casa y sus tierras. Bibi Chandhal ni siquiera sueña ya con volver a su hogar. Forma parte de los 700.000 desplazados internos en situación prolongada. Convive con familias refugiadas retornadas —tan solo este año regresaron 60.000, sobre todo de Pakistán— en el asentamiento de Chahrayee Gule-Surkh, también en la capital.
Bibi llegó con su extensa familia a Kabul hace 15 años, huyendo de una violencia en Lagman, en el centro-este del país, que tres lustros más tarde sigue sin arreciar. “Es imposible volver”, suspira. Tampoco tendrían a dónde regresar. “Nuestras tierras, nuestros animales, nuestras casas, todo se perdió”. Ninguno de sus nueve nietos conoció su hogar de origen. “Ni siquiera sé de dónde me debo sentir", reconoce Zarifa, con 15 años, la mayor de las nietas de Bibi. Las familias subsisten ayudando en el cercano mercado de verduras, y se arreglan como pueden en chozas de adobe de una sola habitación. Tras tanto tiempo en este asentamiento, en la choza de Bibi el único adorno es un reloj con forma de corazón. Sus aspiraciones son también modestas. “Solo queremos una casa, quizás una escuela cerca para que puedan ir los niños, y alguna ayuda”.
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