jueves, 5 de septiembre de 2013

UNIVERSIDADES SIN UNIVERSOS ► interruptor_De la Universidad o el mundo

LO RECIBÍ DESDE URUGUAY y lo comparto ►
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EL TIEMPO ES SABER

De la Universidad o el mundo

Amir Hamed


¿Alguien recuerda a la dactilógrafa, a la operadora telefónica, al que entregaba las botellas de leche en tu puerta, siquiera a las botellas de leche? ¿Y al pianista de la sala de cine, al ascensorista, al que paraba los bolos en el bowling, al encendedor de lámparas? ¿Y al semiólogo? Los oficios y profesiones se desvanecen, en muchos casos, según el dictado de la tecnología, y hoy por ejemplo, junto con la infinidad de empleos de clase media en extinción en Estados Unidos que diagnostica la revista Forbes, no faltan los que avisan de la desaparición inminente de docenas de profesiones. Dentro de poco, según previsiones, nadie necesitará químicos, ni jueces, ni diseñadores de moda, ni agentes de viaje, ni analistas de publicidad, ni siquiera economistas (ver aquí).

La tecnología y sus máquinas, según se puede colegir, vuelven obsoleta incluso la ciencia, por no hablar de los múltiples saberes que se fragmentan, dando lugar a microespecializaciones que, probablemente, dentro de poco serán innecesarias, cuando no retrógradas según el inclemente dictado de los tiempos. Ahora bien, ¿quién establece las profesiones, disciplinas y títulos? En la mayoría de los casos, la Universidad, institución que recibe, con crecido furor, sin importar cuál sea, si la de Lovaina, Harvard o la de la República Oriental del Uruguay, la acusación de vivir de espaldas a la sociedad y de no adaptar su
curricula al mercado de trabajo. Curiosamente, no otra cosa hace la Universidad, que prestidigita carreras instantáneas cuya perdurabilidad es más que cuestionable. ¿Son necesarios, por ejemplo, los gestores culturales, o pasado el hervor de hoy deberán reconvertirse ni bien se descubra su gestión es irrelevante?

Ahora bien, cuanto más se le exige a la Universidad que viva de acuerdo a la sociedad y sus barullos, más habría que recordar que, por alguna razón, desde su inicio en el Medioevo, esta institución se construyó como espacio autónomo, independiente de los poderes de turno, resguardándose dentro de lo posible en el campus, que en Estados Unidos son ciudades dentro de ciudades, o ciudades universitarias (ciudades de libros, por así decirlo). Este aislamiento de los orígenes, subrayado por su indesmentible inclinación a la citadela, le suele ganar calificativos como el de “torremarfilista” con el que muchos en el actual gobierno uruguayo, tratan de estigmatizarla, olvidando que en su momento la institución fue agente de agitación social, incluso de resistencia a la dictadura, y en otras partes, de “improductiva”. Como respuesta, allí donde puede, la Universidad abre sus alas al sponsor, sus pabellones a la financiación de corporaciones internacionales, y deviene investigadora al servicio de firmas médicas o de alta tecnología. Por supuesto, esto es una respuesta, además de insatisfactoria, como se verá a continuación, parcial, porque solo algunas áreas pueden reconvertirse al patrocinio de privados, en tanto otras, precisamente ésas que la convirtieron en Universidad, las Humanidades, están condenadas a la improductividad.

Y efectivamente, tienen razón quienes dicen que la Universidad se aleja de la sociedad, esos que igualan su campus al marfil enconado con que se construye una torre tan panorámica como obsesivamente esterilizada, y que sus saberes a menudo
distan de ser lucrativos, en la medida en no siempre desaguan en objetos ostensiblemente útiles (como una mejor licuadora, una pantalla más plana y radiante, un automóvil más silencioso, etc.). En lo que están equivocados es en reclamarle que se acerque y pragmatice, porque cuanto más servil al mercado esté la Universidad, más irrelevante se vuelve; no hace más que renunciar de sí, al menos si se tiene en cuenta cual fue su origen, un origen que es a la vez su teleología. Y adelántese desde ya que cuanto más se inserta en los reclamos de eso que llaman sociedad, que en rigor es el dictado del capital, la Universidad renuncia al mundo que la reclamó y, por tanto, se vuelve progresivamente baladí.

En el principio fue el mundo

Se suele recordar los orígenes de la Universidad cronológicamente, pero no los términos de su necesidad. Cualquiera puede repetir, como se repite, que allá por 1088, en Bolonia, una agrupación de extranjeros se conformó en gremio de estudiantes, contratando maestros para que le enseñara las leyes de la ciudad. Por entonces, cada ciudad proclamaba para sí su norma, ignorada por los foráneos, que pasaron a instruirse en ella
a fin de prevenir ser estafados, despojados, esquilmados. También se suele encontrar el preludio de las universidades en las escuelas catedralicias y monásticas que, por siglos, fueron la única fuente de saberes y de transmisión de libros en el Medioevo latino, aunque sin embargo se olvida que el reclamo por la Universidad, es decir, el reclamo gremial por el saber, comporta algo totalmente novedoso y ajeno al claustro monacal: un reclamo por el mundo.

Los monasterios, por ejemplo, remachaban la consigna de los primeros padres de la Iglesia, que se alejaban del mundo, aquello que llamaban siglo, y que no era sino el dominio (transitorio, con fecha de caducidad establecida) de Satanás. Basta recordar a ese pilar de la Iglesia, Orígenes de Alejandría, y cómo en el siglo III se castró para renunciar al Adversario, para recordar también que, para la cristiandad que fundó los monasterios, nada hubo más enemigo que la temporalidad, que el siglo, que la sucesión, que la reproducción (San Pablo, por ejemplo, la desalentaba), es decir, que las consecuencias contraproducentes de la carne. Cuanto más se reprodujera la especie, más se retardaba el fin. Así, por más que, dos siglos después de Orígenes, San Agustín proclamara advenido el reino de los cielos en la consolidación de la Iglesia, el verbo de Cristo nunca pudo renunciar a su principal consigna, que es la renuncia a Este Mundo, la ansiosa pero interminable espera de su aniquilación, y el advenimiento de Ese Otro Celestial. Si en los monasterios campea la eternidad, fuera de ellos de todo hace presa el siglo, con sus urgencias y apetitos, con su resignación al devenir, al reparto de bienes terrenales, a la finitud.


Pero ha llegado ese siglo XI en el que los primeros estudiantes habrán de agremiarse y por entonces el frenesí escatológico no encuentra cómo dar cuenta de sí. Todo un largo año (siglo) 1000
ha pasado sin novedades del cielo, y en 1095, finalmente, el papa Urbano II llama a los nobles de la latinidad a liberar Jerusalén, porque en Medio Oriente, y cumpliendo con lo anunciado en las Revelaciones de Juan, los cristianos están siendo nuevamente perseguidos, esta vez por los turcos. La Cruzada no deja de comportar la lucha de los ejércitos de Cristo contra los de Gog y Magog, y en este sentido se trata de liberar a la Jerusalén Terrestre para que, cumpliendo lo estipulado por las primeras exégesis cristianas, comparezca finalmente la Celeste. Los cruzados, que son ordenados como sacerdotes laicos, en esas cruces que se tejen se hacen emisarios de Cristo y, con ellas, están inficionando de eternidad el siglo, algo muy distinto a lo que, en Bolonia, apenas unos años antes, hicieran esos extranjeros, que quieren que el mundo, esta duración y finitud, les explique con claridad sus leyes. Las lanzas de los cruzados, por así decirlo, comportan la aniquilación del mundo, en tanto aquellos estudiantes que hace apenas unos años se acaban de agremiar interrogan el siglo, exigen que les haga saber su Ley.

Por supuesto, al interrogar el siglo terminarán interrogando a Dios, y la teología será la disciplina maestra de ahí en más. ¿Qué dice Dios? ¿Por qué no viene? ¿Qué hacemos con este mundo del que todo indica se ha olvidado? Esto y cosas parecidas preguntarán los teólogos de ahí en más, hasta que, para fines del siglo XIX, se desentiendan de Dios y del Espíritu Santo y se queden, a través de Hegel, con el Espíritu liso y llano, es decir, de ahí en más, sin ese Dios de la escatología y regresen al Ser de los paganos, se vuelquen a la instrucción del ciudadano y a la conformación del Estado-Nación.

De más está decir que, para mejor interrogar el mundo, en buena medida la Universidad se independizó de él. Esto queda establecido cuando Bolonia abraza, a mediados del siglo XII, la Constituo Habita, su carta de ciudadanía propia, de libertad académica, ese carácter supranacional que le instituyó el emperador Federico Barbarroja, enemistado con la Iglesia por sus reivindicaciones sobre el control del siglo, es decir, del mundo temporal (y acusado por la Iglesia, muy naturalmente, de Anticristo). El estudioso, según declaraba la Constituo, podía viajar en libertad, en persecución de su aprendizaje; su ciudadanía, por así decirlo, era su conocimiento. ¿Y qué era su conocimiento sino el mundo, esferas de significación, como dirá en el siglo XX Martin Heidegger?

Conviene tener a mano esta breve historia siempre que se escuchen reclamos a la Universidad y, en particular, a su rama más ostensiblemente improductiva, o apragmática, las Humanidades. Para dar cuenta del mundo, y de su Ley, la Universidad desde un principio debió darle la espalda al dictado de su sociedad, que para empezar dictaba la necesidad del Fin del Mundo, algo que parecen reiterar, hoy día, las tecnologías desentendidas de otra legitimidad que no sea su performativo, es decir su funcionamiento (como hace ya décadas avisara Jean-François Lyotard en La condición posmoderna), y un capital hipostasiado en sus finanzas, eso que hoy se llama financiarización, que no es sino el vaciamiento de los recursos del futuro. La Tierra, decía Heidegger, es el mundo en su estado de auto-reclusión, de no-revelamiento, y en esa reclusión se hace sostén del mundo que es esa instancia a través de la cual hacemos sentido. La Tierra, claro está, es la instancia de mundo que, a través de las tecnologías y el hambre desaforada del capital, está siendo succionada por la servidumbre del presente. Si la Universidad se somete a ese vampirismo, si no logra cuestionarlo (algo que solo pueden hacer las Humanidades), estará renunciando a sí, es decir, renunciando al mismo mundo que desde hace unos 1000 años viene sosteniendo

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