Los últimos de Chernóbil
por Pedro Cáceres | Enviado especial a Chernóbil (Ucrania)
Ivan Semenyuk está dando de comer a las gallinas cuando la tropa periodística llega a su granja. Es una mañana de abril y, aunque no hace frío, todo parece invierno en este trozo de estepa ucraniana. El cielo es de color aluminio, los árboles están sin hojas y la maleza y el polvo invaden casas y caminos olvidados. Lo único que introduce orden en el caótico abandono es el huerto de patatas que hay junto a la casa del campesino, situada a unos pocos kilómetros de la central de Chernóbil, en la conocida como Zona de Exclusión, de donde fueron desalojadas 170.000 personas hace 25 años.
Semenyuk es uno de los pocos a los que se les permitió volver. Y aquí sigue, a sus 75 años, junto a su mujer, María, dos años más joven, viviendo de su pensión y cuidando un huerto, un cerdo y unas gallinas. Cámaras y reporteros de varios países han llegado desde Kiev para hablar con él y, al verlos llegar, el hombre se acerca con pausa a saludar. Se supone que el bicho raro es él, pero viendo la escena, uno empieza a creer que los raros somos nosotros.
Semenyuk mira con parsimonia y ojos pícaros a los periodistas que nos agitamos para tomarle la foto mientras intentamos que alguien traduzca lo que dice. Y, por fin, Semenyuk habla: «Sí, nací aquí y, después del accidente, en 1988 conseguí que me dejaran volver para acabar mis días. Aquí pienso morir, ¡pero de viejo, no por la radiactividad!».
Una respuesta así no parece propia del escenario del mayor accidente nuclear de la Historia. Pero es que en Chernóbil nada se parece a lo que pensamos desde la distancia. Por ejemplo, la famosa Zona de Exclusión, el territorio de 30 kilómetros alrededor de la central desalojado en 1986, está lleno de gente. Hay otras 180 personas que, como el matrimonio Semenyuk, viven en sus antiguas casas. Llegaron a ser más de 1.000 en los 90, pero eran ancianos y muchos han fallecido ya.
Además de ellos, hay 3.000 trabajadores que, cada día, entran y salen del área para vigilar y contener el reactor, que sigue siendo una bomba de relojería llena de combustible nuclear. Y, además, hay otras 3.000 personas —militares, vigilantes y personal de servicios— que se alojan en Chernóbil para atender a quienes trabajan en la central. No viven permanentemente, sino que entran y salen en turnos de días.
De modo que la zona muerta no lo está tanto. De hecho, cualquiera puede pasar pidiendo permiso. En 2010 hubo 10.000 visitantes civiles y se estima que en 2011, cuando se cumplen 25 años de la tragedia, subirán las cifras. Para entrar hay que tener permiso del Ministerio de Emergencias de Ucrania [ChernobylInterInform Agency]. Una visita de un día, bajo la supervisión de un vigilante del Gobierno con instrumentos de medición de radiación, cuesta entre 150 y 220 dólares.
Ivan Semenyuk explica, por ejemplo, que el día anterior le visitó su hija, que vive en Kiev. ¿Qué ocurre entonces? ¿Es que no hay peligro en Chernóbil? Sí lo hay, pero no está repartido por igual, pues depende del endiablado carácter de la contaminación radiactiva. Cuando el reactor 4 explotó el 26 de abril de 1986, se produjo una nube con varios tipos de isótopos que se depositaron en tierra en función de los vientos y las lluvias y del peso de los materiales.
Así, unas zonas quedaron mucho menos contaminadas que otras. En ciertos lugares cercanos al reactor, se depositó plutonio o americio, elementos pesados con miles de años de vida y muy letales. Hoy todavía es imposible entrar en ellas. Pero en otras zonas no cayó tanta radiación o se depositaron elementos con un periodo de desintegración más corto. De modo que, en la Zona de Exclusión, se debe saber siempre qué tipo de terreno se pisa.
Semenyuk vive en uno de ellos, pero ha decidido quedarse para siempre. «Mi casa está limpia. La radiación es de 3 microsieverts por hora, mucho menos que los 40 de Prípiat», dice el paisano, que maneja con soltura el vocabulario atómico y que sabe que, en 1988, los equipos de descontaminación retiraron la capa superficial más contaminada del suelo de su finca. Sabe que su terreno está envenenado, pero no lo bastante para matarle de golpe. Y cree que, antes de que la enfermedad se manifieste, le vencerá la edad. Sólo lamenta que la maleza se haya adueñado de su pueblo: «Ésta era una tierra muy buena para el ganado, rica en carne y leche y llena de vecinos». Hoy, está solo, y el veneno de sus alimentos no sale de allí.
Pero no es eso lo que ocurre en otros lugares. La nube radiactiva llegó a toda Europa y contaminó 200.000 kilómetros cuadrados de Ucrania, Rusia y Bielorrusia. En un seminario organizado por Greenpeace, la doctora Iryna Labunska, responsable de un estudio realizado por la organización, explicó que se habían recogido 117 muestras de comida en las regiones de Rivnenska Oblast y Zytomyrska Oblast y que halló cesio-137 en el 93% de las muestras de leche. En el caso de las setas, una muestra de Zhytomyrska Oblast arrojó 115 veces más de los valores permitidos.
Hay que tener en cuenta que, en esas zonas rurales, aisladas y pobres, la agricultura de subsistencia es clave para la economía familiar. Junto al problema de la falta de recursos, está el Gobierno ucraniano que no cumple y los campesinos no tienen más remedio que seguir usando sus tierras. Greenpeace critica que se hayan dejado de realizar controles a los alimentos y es que, como se puede comprobar, la Zona de Exclusión es sólo una línea en el mapa. La radiactividad está tanto dentro como fuera de ella, espolvoreada desigualmente, como una perversa lotería atómica.
Testimonio: Los últimos de Chernóbil | Chernóbil 25 años después | Especiales | ELMUNDO.es
el dispreciau dice: ¿cómo es estar excluido en una zona de exclusión?... ¿has visto el color de la radiación?... si no lo has hecho no tienes idea el poder que yace en su luz... tampoco tienes idea del precio que pagaría la humanidad por una crisis nuclear incontrolable. Sí, tengo un paso largo vinculado con ella, con la energía nuclear y sus radiaciones, justamente aquí y en el Japón... he visto morir a amigos entrañables, porque la radiación no se ve pero te traspasa de lado a lado sin que te des cuenta y suele hacer más daño en algunos y menos en otros. Pero siempre te marca con su huella. Insisto, puedes sentirla si guardas una pizca de sensibilidad, caso contrario serás inconsciente de su poder y de su capacidad para transformar la realidad del hombre condenándolo a su estado original de alma. Al ingresar al átomo el hombre abrió una puerta cuyos alcances desconoce... cree entender una cosa pero en verdad es otra bien distinta, diametralmente opuesta a lo que el hombre cree. No sé por qué. Lo comprendí de entrada cuando me perdía entre ecuaciones y visiones, diciéndome a mí mismo, esto no está bien, parece estarlo pero no está bien. Y Chernobyl me dio la razón sin saberlo. Lo barato sale demasiado caro, en especial cuando desconoces sus variables. Y así es el átomo, no el de Chernobyl o el de Fukushima, cualquiera, da igual... hay mucha soberbia académica en las ciencias que se escudan tras él (átomo) y nada ni nadie reconoce lo mucho que se desconoce, que no se sabe... y ese fue el precio que pagaron las gentes de la propia Chernobyl, nada distinto del que pagarán las buenas gentes de Fukushima. Sin embargo, todo indica que la Tierra se encamina directo a ser una gran Fukushima, por la impericia de las ciencias y por las negligencias políticas, eternas desvergüenzas del poder... Los medios te podrán contar lo que quieren los poderes, pero la realidad es bien otra. Distinta. Diferente a lo que te recitan sobre seguridad y sobre protección. No te protegen ni tampoco lo hacen con el medio ambiente. Todo es una simple cuestión de números donde lo que se ahorran de aquí se lo roban de allá... porque la corrupción es un estilo y un mecanismo perverso que se ha instalado en la mente humana de los pocos al sólo efecto de atropellar los destinos de los muchos... Una vez más, Chernobyl es un buen (pésimo) ejemplo. Que aún no termina y que está muy lejos de hacerlo. Abril 27, 2011.-
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