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Doce años en la cocina, la vida de un inmigrante en Nueva York
- Tras una breve charla con su amigo Hilarino, el mexicano Pedro le comunicó a su esposa Camila, embarazada de su segunda hija, que dejaba Oaxaca rumbo a Estados Unidos. En noviembre de 2005, para él la felicidad estaba del otro lado de la frontera. “Estaba tan emocionado, ‘híjole’, no se imagina”, recordó.
Hilarino regreso de Estados Unidos a México ese mes para llevarse a su amigo, y acordaron irse por la ruta del Golfo de California hacia Arizona.
“Tienes trabajo aquí”, le espetó su esposa. “Si quieres irte, vete, pero tienes trabajo aquí. Tienes familia aquí”, imploró. Pero Pedro ya no escuchaba.
Doce años después de cruzar la frontera como “mojado”, Pedro cocina en un restaurante del barrio Upper Manhattan, en Nueva York, y es uno de los 775.000 inmigrantes irregulares residentes en esta ciudad estadounidense, según datos de 2018.
Al igual que muchos inmigrantes, él llegó a este país lleno de sueños y dejando a su familia en México, pero sobre todo, albergaba la esperanza de ser feliz.
De lunes a sábado, Pedro pasa ocho horas en la cocina, frente a la plancha, prepara sandwiches, esparce queso en “bagels” y a veces cocina hamburguesas y bistec o agrega especias como chile, ajo o comino.
Los amigos de Pedro en el restaurante también son mexicanos, con historias parecidas a la de él. Samuel llegó en 1999, a los 15 años, y ahora ya está casado y tiene tres hijos.
Los conocí en 2017, cuando me mudé a Nueva York, relata.
Pedro tiene miedo del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, pues “no es bueno con los inmigrantes, solo es rico”. En cambio, le caía bien Hillary Rodham Clinton y simpatiza con el actual mandatario mexicano Andrés Manuel López Obrador, “tiene grandes ideas, va a marcar una diferencia”, opinó.
A los 23 años, Pedro había vivido toda su vida en Oaxaca. Con el sueldo de policía apenas podía mantener a su esposa y a su hija de tres años y no le alcanzaba para nada más. El joven estaba cansado y aburrido, además de que su trabajo, en el que hacía cuatro años que estaba, era peligroso.
“Si me hubiera quedado, dudo que estuviera vivo”, aseguró, pues nunca se sabía cuando los “narcos” sobornarían agentes o matarían por represalia. Así que en contra de la decisión de su esposa que le rogó que no se fuera, Pedro se marchó.
En la mañana del 3 de marzo de 2006, Hilarino y Pedro partieron rumbo a Estados Unidos, junto con otros 10 hombres y dos mujeres, en un autobús que los llevó de Oaxaca a la frontera de México con Arizona, todo arreglado por un “coyote”, como se conoce a los que ingresan inmigrantes indocumentados a este país de forma irregular.
Desde que Trump llegó al gobierno, los coyotes aumentaron el costo de la travesía, que actualmente cuesta entre 8.000 y 12.000 dólares. En cambio, en su momento, Pedro pagó 1.300 dólares.
Tras dos días de autobús, los amigos llegaron a la frontera, a más de 2.800 kilómetros de su casa. Habían comprado más de 15 litros de agua, coca-colas y bebidas energizantes Red Bull para soportar la travesía desértica.
En cuestión de horas, se convirtieron en mojados, como se conoce a los indocumentados y no deseados.
La caminata en el desierto llevó cuatro días, caminaban de noche y dormían de día para evitar el calor. El primer día caminaron de seis de la tarde a cinco de la mañana. “Fue una caminada recia”, recordó, pues una vez que se está en el desierto, puede pasar cualquier cosa.
El primer día fue una pesadilla, temieron por la “migra”, agentes estadounidenses de migraciones que andaban cerca de donde ellos estaban, pero el coyote los tranquilizó y solo terminaron apurando el paso.
El tercer día en el desierto, se quedaron sin agua, y uno de sus 14 compañeros se desmayó, y hubo que cargarlo hasta llegar a la ciudad de Phoenix, en Arizona. Habían caminado más de 380 kilómetros en más de 80 horas, comiendo tortillas de maíz y frijoles en lata.
En Phoenix, los esperaba un microbús que los llevó hasta la ciudad de Los Ángeles, en California, gracias a los arreglos del coyote.
“Era un hombre bueno. Hizo todo lo que prometió, nos llevó a los 14 hasta Los Ángeles”, relató Pedro.
Los narcos no son el único problema acechando a los inmigrantes latinoamericanos en 2018.
En el marco de la Ley Frontera Segura, promulgada por el presidente George W. Bush, en octubre de 2006, el gobierno construyó un muro de 1.120 kilómetros desde San Diego hasta Nuevo México, que dificultó el cruce a pie.
Y desde la llegada de Trump a la Casa Blanca, aumentó el número de detenciones por las autoridades migratorias, a los inmigrantes los procesan como delincuentes y se elevó el presupuesto para la guardia de fronteriza.
Pedro considera que tuvo suerte por haber llegado a Estados Unidos en 2006.
Una vez en California, Hilarino y Pedro consiguieron documentos falsos y trabajo como recolectores de fruta por 420 dólares por semana, parte de los cuales Pedro enviaba a su esposa Camila en México.
Durante los tres primeros años, apenas podía hablar por teléfono con ella. Ahora con Facebook, Facetime y Whatsapp, se comunican con más frecuencia.
“La primera vez que las vi, lloré mucho, fue increíble”, recuerda con una sonrisa. Pero luego acota: “Todavía es muy duro. Muy difícil, muy difícil”.
Pedro solo trabajó seis meses recogiendo fruta porque no le gustaba y decidió pagar 200 dólares para llegar a Montgomery, en el estado de Alabama, para trabajar en la construcción por 600 dólares por semana. Pero no pudo trabajar más de seis meses porque con la llegada del invierno, menguó la actividad.
Entonces decidió marcharse a Nueva York y consiguió quien lo llevara por 400 dólares. Tras 17 horas de ruta, llegó a la “Gran Manzana”, toda nevada en pleno invierno y, sin embargo, se sintió más en casa que en los otros lugares.
En Nueva York se alojó en casa de una pareja amiga en la calle 125, la que tenía un amigo, José, quien le consiguió el trabajo en el restaurante en el que está actualmente.
Entonces, Pedro sabía mucho inglés porque los compañeros de trabajo que había tenido hablaban español.
El primer mes y medio trabajó como repartidor y haciendo tareas de mantenimiento. Finalmente, se sintió feliz, aunque le costó acostumbrarse al acelerado ritmo neoyorquino. Pero siguió buscando trabajo porque no ganaba mucho. Pero cuatro meses después, se abrió una vacante de cocinero. Y como no sabía cocinar, le enseñaron a usar la plancha para que pudiera pasar a la cocina.
El nuevo trabajo le gustaba mucho más, podía aprender inglés y ganaba más. Como cada vez que se trasladaba de una ciudad a otra, llamó a su esposa para darle la buena noticia. Camila lo alentó a esforzarse, y así lo hizo para seguir enviándole dinero.
Dos años después, su amigo Samuel, quien lo ayudó a ascender, le avisó que le aumentaban el salario.
Actualmente, Pedro comparte una habitación con un ecuatoriano en Upper Manhattan, por la que paga 300 dólares al mes. Además, manda 2.000 dólares a su familia en México a través de Western Union.
“Hace un par de años, Camila me llamó y me dijo: ‘vamos a comprar unas tierras”, relató contento. “No habría sido posible si no me hubiera venido. Ahora tienen todo”, destacó.
Pero su esposa sigue queriendo que se vuelva a México y él desea regresar. Todavía extraña a su familia. Sus hijas ya tienen 13 y 15 años. De pequeña, la menor le cantaba en el teléfono.
“Hablo con ella y me canta. Solo canta”, contó con alegría. Después de hablar media hora con ellas cuando se levanta al mediodía, se prepara para su turno en el restaurante, que comienza a las cuatro de la tarde.
Los domingos escucha rancheras, pasea y se junta a tomar cerveza con amigos mexicanos. Cada tanto, lee El Diario de Nueva York para enterarse de las noticias sobre inmigrantes y también El Diario de México, donde leyó sobre la derrota de el Partido Revolucionario Institucional y del triunfo de López Obrador.
“La mayoría de mis amigos se quieren regresar. Uno se fue hace poco. Tenía una novia”, rió Pedro.
Cuando regrese a México, tiene pensado montar su propio negocio, quizá un restaurante. Pero sabe que el día que pise un avión para volverse a su país, nunca más regresará.
“Hace tres años que digo lo mismo. Algún día volveré, pero no ahora”, sonrió. Mira a su amigo Samuel y repite: “algún día”, antes de seguir cocinando.
Traducción: Verónica Firme
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