Los malos líderes
En todas las democracias, la Constitución no solo es un freno ante los malos políticos, sino una buena vara de medir las auténticas lealtades. Es un buen método para los tiempos que corren
EDUARDO ESTRADA
En una escena de la película Vice, un biopic sobre Dick Cheney, el que fuera vicepresidente con George W. Bush, el protagonista, todavía con pocas horas de vuelo en Washington, pregunta a un más fogueado Donald Rumsfeld, junto a quien trabajaba en la Administración de Nixon: "¿Donald, en qué creemos?". Rumsfeld suelta una carcajada condescendiente y se mete en su despacho dejando claro ante el espectador que no creen más que en aquello que les permita conservar el poder.
La película ofrece a continuación las consecuencias dramáticas que las decisiones de aquellos políticos que no creían en nada más que en su éxito personal llegaron a tener. A mayor o menor escala, las medidas de los líderes políticos siguen influyendo considerablemente en la vida de los ciudadanos, incluso en esta era en la que el poder se ha desprestigiado y se ha diluido, tanto que algunos se conforman con mantener el Gobierno, que si no se utiliza para mejorar la vida de las personas, es solo la carcasa del poder, mero exhibicionismo.
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La influencia de un líder excede, además, el valor de sus decisiones. Todavía hoy, cuando la tecnología ha democratizado y complicado la relación entre los gobernantes y los gobernados, la personalidad de los líderes, su carácter y su estilo siguen marcando de alguna forma el carácter de una nación. Obligados por la simplificación y la velocidad de los mensajes, es inevitable que identifiquemos el momento histórico de cualquier país por el rostro y los modos de quien ostenta el liderazgo. Y es igualmente inevitable que eso determine en algún grado nuestro propio estado de ánimo. Probablemente, se ha valorado poco este factor a la hora de analizar la crisis que hoy atraviesa el sistema democrático en casi todos los países occidentales, así como la desconfianza generada entre las clases medias hacia sus instituciones de Gobierno. Los líderes cuentan más de lo que a veces creemos. Para bien o para mal, un líder político puede convertirse en símbolo de una época. Sus atributos profesionales y personales acaban teniendo un impacto en la vida de todos, en la convivencia de una sociedad. Cualquiera lo puede certificar echando una mirada al pasado. Ha sido así en democracias incipientes como la española. Pero también en otras más avanzadas como la alemana o la francesa.
Existe una opinión muy extendida de que, por lo general, los políticos contemporáneos no alcanza la altura de sus antecesores de 30, 40 o 50 años atrás. Puede que esta impresión sea producto de una nostalgia basada en el principio de que cualquier tiempo en el que fuimos más jóvenes fue mejor. No existe un medidor de la bondad de un político, así es que cada cual tendrá que juzgar por su cuenta. Pero sí existe la historia, que nos enseña cómo determinados políticos reaccionaron ante determinadas circunstancias, quién sacrificó sus ambiciones personales por el bien de su país y quién no lo hizo, quién puso por delante los intereses de su partido (o su grupo de fieles) y quién puso los de su nación.
Existe una opinión muy extendida de que los políticos contemporáneos no alcanzan la altura de sus antecesores
Ninguna democracia puede sostenerse exclusivamente sobre el ejemplo personal y el valor de estadista de sus líderes. Pero es mucho más difícil que una democracia salga adelante con líderes corruptos, abyectos o incompetentes. Los fundadores de la democracia norteamericana escribieron la primera Constitución de la historia principalmente porque creyeron que era necesario proteger al sistema frente a los malos dirigentes. Pero hizo falta que George Washington sentara ejemplos como el de una sola reelección presidencial para que esa democracia sobreviviera y se perfeccionase. Es fácil imaginar lo que habría sido de ella si hubiera caído en manos en sus inicios de políticos como los citados al principio cuya única creencia era la de conservar el poder. Igualmente, da miedo pensar el daño que puede acabar causando a este sistema un presidente como Donald Trump.
La historia es algo que maneja gente menor como Trump, un nacionalista confeso que como casi todos lo suyos tiene pocas ideas sobre el futuro, pero una interpretación tan prolija como distorsionada del pasado. Ha demostrado que eso puede ser suficiente para alcanzar el poder, y podría también servirle para retenerlo. Pero, a la larga, el liderazgo de Trump está debilitando enormemente la democracia norteamericana porque está denigrando el ejercicio de la política hasta unos límites difícilmente recuperables.
El daño que un político puede causar a un país no tiene fundamentalmente que ver con su ideología, sino con su catadura moral, con su decencia personal, con su propia exigencia ética. El problema principal de Trump no es, desde luego, ideológico. El problema de Trump es su falta de escrúpulos, su bajeza moral, que acaba arrastrando —como en efecto ocurre— a muchos de sus compañeros y desmoralizando a toda la nación.
Incluso en una democracia con tantos contrapesos como la norteamericana, un líder sienta precedentes, marca un estándar de conducta para su partido y sus compatriotas. Si dirigentes como Cheney o Rumsfeld no creen en nada más que en conservar al poder, todos los patrones morales se rebajan, un país entero se hace cínico respecto a su destino y sus obligaciones.
El daño que un político puede causar a un país no tiene que ver con su ideología, sino con su catadura moral
La dimensión moral de un dirigente político es crucial para conseguir el afecto de sus gobernados y exigirles los sacrificios que, en el mundo real, son imprescindibles para progresar. Doris Kearns Goodwin, la célebre autora del best seller sobre Lincoln que trasladó al cine Steven Spielberg, ha escrito ahora un magnífico libro en el que compara las cualidades de liderazgo de cuatro presidentes norteamericanos a cuyo estudio ha dedicado toda su vida: el propio Lincoln, Theodore Roosevelt, Franklin D. Roosevelt y Lyndon Johnson, con quien trabajó en la Casa Blanca y a quien ayudó a escribir sus memorias. La autora de Leadership in Turbulent Timesllega a la conclusión de que ningún liderazgo es posible sin un objetivo mucho mayor que el de una ambición personal. Lo último vale únicamente para obtener un cargo, un título, pero liderazgos como los de los cuatro presidentes que compara solo son posibles cuando existe "un propósito moral", cuando se tiene un talento excepcional y la grandeza de sacrificarlo todo para mejorar la vida de las personas.
Sobre todas las teorías de si un líder político nace o se hace en el desempeño del poder, Kearns Goodwin, sin tomar claramente partido por ninguna de las dos opciones, recuerda que los cuatro líderes que ella ha estudiado —incluido el controvertido Johnson a quien le reserva un lugar en la historia por su liderazgo sobre los derechos civiles y por su elegante final— eran reconocidos como líderes antes de ser presidentes. Todos habían trabajado también duramente y se habían formado extensamente para llegar a donde llegaron. Los cuatro comparten otra característica: su capacidad de simpatizar con los rivales políticos —a veces más que con los propios— para conseguir una gestión mayoritaria e imparcial.
¿Existen líderes así para este nuevo tiempo turbulento? Tal vez los hay. O los habrá. ¿Cómo podemos distinguirlos? En el caso de EE UU, en tiempos de Trump, algunos están proponiendo un método sencillo para comprobar la talla de sus políticos: unos y otros, cuando llegue el momento, ¿serán leales a su partido o a la Constitución? En todas las democracias, la Constitución no solo es un freno ante los malos políticos, sino una buena vara de medir las auténticas lealtades. La mejor que existe.
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