Viaje a dos Inglaterras separadas por el Brexit
La salida de Reino Unido de la UE ha sacudido a la sociedad británica. EL PAÍS busca en el corazón de Inglaterra, cuna del Brexit, las causas de uno de los principales debates del Viejo Continente
Liverpool
Rob Fletcher, ingeniero de Liverpool. RAFA DE MIGUEL
Hay divorcios que cambian el destino de toda una nación. “Inglaterra ha perdido su columna vertebral. Todos tienen miedo. ¿De qué? Si hemos decidido dar el salto, lo damos y ya está. ¿Qué es lo que nos puede pasar?”, se pregunta un trabajador de la construcción mientras coloca junto a sus dos compañeros una escalera. Reparan el tejado del edificio anexo a la catedral de Peterborough, 140 kilómetros al norte de Londres. Los restos de Catalina de Aragón descansan en su interior. La hija de los Reyes Católicos. Destinada a ser reina de Inglaterra. Enrique VIII, su marido, declaró inválido el matrimonio por no darle un heredero varón. La causa del primer cisma con el continente. La ruptura con la Iglesia Católica Romana y la creación de la Iglesia de Inglaterra.
Los 200.000 habitantes de Peterborough, que reverencian la rectitud y bondad de Catalina cada 29 de enero —día en que fue enterrada—, votaron mayoritariamente a favor del Brexit en 2016: 60% frente a un 40% que quiso permanecer en Europa. Su economía ha crecido estos años. Sus calles lucen limpias y hermosas. Su tasa de paro es idéntica a la del resto de Reino Unido, un 4,2%.
Sin embargo, hay en Peterborough una mezcla de resentimiento a lo nuevo, desconfianza hacia la capital, Londres, y nostalgia por no se sabe qué gloria pasada, que llevó a muchos de sus vecinos a decir adiós a Europa. “Durante muchos años nos fue muy bien estando solos. ¿Por qué no lo intentamos de nuevo? Si hemos votado por la salida, salgamos de una vez”, dice Aubrey Vale. Tiene 70 años. Trabaja de voluntario en el puesto de información de la catedral. Se llama a sí mismo “publicano”, porque durante años regentó una public house. Es decir, un pub inglés de los de toda la vida, donde pudo tratar con inmigrantes de todo tipo.
Rechaza que el Brexit tuviera que ver con un sentimiento xenófobo. La edad le ha hecho añorar una Inglaterra —porque el Brexit no es una crisis de identidad del Reino Unido de Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte; es sobre todo un acceso de rabia de Inglaterra y de los ingleses, desorientados en su soledad— que ya no reconoce cuando pasea por las calles de su ciudad.
Trabajadores del Este
Pero es una añoranza dulce. Nada que ver con los tres trabajadores de la construcción que siguen con su faena fuera de la catedral. Ellos sí expresan abiertamente su irritación, y desconfían del periodista, aunque venga de fuera. Hablan, pero se niegan a dar sus nombres. “Mi esposa es profesora de un colegio público. A diario tiene que tratar con 16 dialectos diferentes. La mayoría de ellos proceden del este de Europa. Esto ya es demasiado y no podemos resistir mucho más tiempo”, dice el jefe de la cuadrilla.
Uno de cada cinco habitantes de la euroescéptica Boston procede del Este
Construcciones John Lucas, se llama la empresa. Hubo despidos. Ahora les contratan a todos ellos como autónomos. Y tienen que competir con los polacos, rumanos, lituanos o checos que llegaron a partir de 2004. El ex primer ministro Tony Blair abrió las puertas a una inmigración pujante, esforzada, con ganas de prosperar, pero que cambió el paisaje de una Inglaterra que a duras penas había asimilado la llegada de los habitantes del antiguo imperio.
Peterborough es la primera pista de una Inglaterra que se distancia del Londres cosmopolita, rico y proeuropeo que lleva décadas acumulando el poder político y económico de la isla. En la costa este, una ciudad que fue puerto de enlace y foco de intercambio cultural y comercial con Europa, Boston, ha perdido hasta el derecho a reclamar su nombre. Nadie piensa en ella al oírlo, sino en la urbe estadounidense que fundaron sus habitantes.
Su principal sector económico es el agroalimentario. Plantas y más plantas industriales de procesamiento de alimentos inundan sus alrededores. Uno de cada cinco de sus habitantes (58.000 personas, según el censo) procede de Europa del Este. Sobre todo polacos, pero también rumanos, lituanos, letones o checos.
Solitario, en una calle del centro, Philip Dawson sostiene a duras penas una carnicería familiar con más de cien años de historia. Muestra orgulloso las fotos en blanco y negro del origen del negocio, H. Dawson & Sons. “No se me pasa por la cabeza sacar del país a toda esta gente”, dice. “La mayoría de ellos son buena gente. Tienen sus negocios, han criado aquí a sus hijos. Son buenos vecinos. Y muchos de ellos han sido muy valientes dejándolo todo y viniéndose hasta aquí. Pero… no sé, están hechos de otra pasta. Tienen un carácter diferente”, dice.
Boston registró el mayor apoyo a favor del Brexit en el referéndum de 2016. Un 75% de sus habitantes se pronunció a favor de la salida de la UE. El edificio medieval del teatro Blackfriars, una joya de la ciudad donde se siguen representando los clásicos de Shakespeare, las nuevas producciones teatrales llegadas de otras ciudades, las obras de los grupos de actores locales y donde hay una pequeña academia de arte dramático, es una especie de oasis en medio de la pequeña ciudad. Sus trabajadores, la mayoría voluntarios, votaron por seguir siendo ciudadanos europeos.
Resentimiento
“Nadie entendió de verdad lo que estaba votando. Lo único que motivó a muchos de mis vecinos fue la inmigración. Esa fue la única razón de su voto”, explica Rose Brown, que echa una mano durante varios días a la semana en la pequeña tienda del teatro. “Hay sábados en los que paseas por el mercado central de Boston y no oyes una sola palabra de inglés. Polacos, lituanos, letones, rumanos, rusos. Toda esa gente ha venido a trabajar a las plantas de procesamiento de alimentos. Han cogido los trabajos que los ingleses no quieren. Y han provocado mucho resentimiento”, se lamenta.
“Y muchos de ellos se están volviendo a sus países”, le responde en un diálogo desde la distancia Magdalena Jechimaok. Polaca, lleva 10 años en Boston y trabaja para una empresa de trabajo temporal, CDS Labour. Ni uno de sus carteles del escaparate, con ofertas de empleo, está escrito en inglés. “No sé si se puede decir que la gente esté más enfadada, pero claramente está más estresada, más nerviosa en su actitud hacia la población inmigrante”, dice.
Recorrer de este a oeste las Tierras Medias de Inglaterra, de Boston a Liverpool, es viajar de una a otra galaxia, con carreteras en fase de construcción, repletas de camiones, lentas y tediosas. Son las arterias atascadas de un país cuya economía bulle , pero también sufre años de austeridad y de la acaparación por parte de Londres de la mayor parte de la riqueza.
La excepción es Liverpool. Medio millón de habitantes del que más de un 10% son estudiantes universitarios. Gobierno laborista en una urbe que votó claramente a favor de la permanencia en Europa. Prolifera la construcción de nuevos edificios. Surgen empresas de tecnología cada día. Y sus calles son un río de gente joven. La mayoría, bien informados. La mayoría, con opiniones muy articuladas. La mayoría, cabreados por el salto al vacío que se dispone a dar el país.
“Vamos a perder todo lo logrado durante estos 40 años, y es muy frustrante. Porque lo que tenemos es mucho. No entiendo por qué no aspiramos más bien a controlar más las decisiones que se toman en la UE. A fin de cuentas, dentro de la Unión Europea tenemos bastante fortaleza, y muchas ventajas que otros países no tienen, como el hecho de tener nuestra propia moneda”, explica Rory Spencer. Ha salido a tomar el aire junto a Sam Evans y Catarina Silva. Los tres son investigadores en la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Liverpool, y su principal temor es que empiecen a escasear los fondos de ayuda a la investigación de la UE.
El deseo de seguir siendo europeos choca en algunos casos con el fervor democrático por respetar lo que expresó la ciudadanía en 2016. Y por eso Natalie Brown, Tasha Hales y Ria Patel, las tres estudiantes de Químicas, discuten acaloradamente si debería llevarse a cabo una nueva consulta. “En realidad creo que en este debate hay dos partes enfrentadas, Londres, donde todos son proeuropeos, y el resto del país. Los que sí me dan pena son los escoceses. En su referéndum por la independencia decidieron quedarse en Reino Unido por miedo a que si se iban, dejarían de ser miembros de la UE. Y ahora se encuentran con esto del Brexit”, concluye Natalie.
En el Triángulo Báltico, una zona recuperada de la ciudad repleta de locales de moda y espacios de coworking con nuevas empresas artísticas, creativas o tecnológicas, se afanan en sus diseños publicitarios Matt Bell, Joe Tracy y Luca Tuberoni. No llega ninguno a los 30 años. Hay camaradería con el dueño del proyecto. El lugar es un espacio pequeño y luminoso lleno de ordenadores Mac y carteles coloridos.
Fondos europeos
“Yo soy de Devon, una zona rural. La mayoría de los hospitales, colegios, carreteras, han sido financiados con fondos de la UE”, cuenta Matt, de cara aniñada, casi la reencarnación de Harry Potter. “La ciudad está llena de carteles indicando que se trata de fondos europeos. Y sin embargo, se votó mayoritariamente a favor del Brexit. Supongo que solo pensaron en las sanciones de la política agrícola comunitaria, sin fijarse en todo lo que había a su alrededor. Y arrojaron al bebé con el agua sucia del parto”, dice.
“Vamos a perder lo logrado en 40 años”, afirma un ingeniero de Liverpool
Es la misma frustración que ventila Rob Fletcher. Su empresa de diseño arquitectónico de edificios y aparcamientos factura más de un millón de euros al año. Desde su pequeña oficina en Brew Works, en una antigua fábrica de cervezas de ladrillo rojo eduardiano, hoy sede de muchas otras nuevas empresas, expresa su estupor por tener que cambiar lo que funcionaba correctamente. “No tengo ningún problema con Europa. No creo que el cambio que se votó fuera necesario. No veo las ventajas. La verdad es que nos iba bien como estábamos. Ahora estamos en una situación en la que Europa dice ‘muy bien, marchaos si es lo que queréis’. Pero la verdad es que nosotros seguimos mareando y no nos vamos”, concluye.
En la Marina de Liverpool caminan risueños sus cuatro vecinos más conocidos en el mundo. La estatua de The Beatles es un reclamo infalible para los turistas. No pasa un minuto sin que alguien no se haga una foto junto a ellos.
¿Qué hubieran pensado del Brexit? ¿Le habrían dedicado alguna canción? “Lo hubieran aborrecido, como todos nosotros. Eran de una mentalidad bastante internacional. En realidad todo esto es culpa de Margaret Thatcher y del ascenso del nacionalismo inglés que estamos viviendo”, dice Kathleen Kurgi. Ella es inglesa de pura cepa, de Newcastle. Su marido, Amir, es de Tanzania. Los dos son jubilados. Él desprende tristeza. No entiende lo que le ha pasado al país que le acogió. Todavía cree que hay posibilidad de echarse atrás. “Tú dices adiós y yo digo hola”, “You say goodbye and I say hello”. Los tres concluimos entre risas que esa es la canción del cuarteto de Liverpool que más define lo que pasa hoy en Reino Unido. Hay separaciones que marcan la historia de todo un país, como la de John, Paul, George y Ringo.
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