Por ser niñas
Sabido es que sus derechos son menores para ellas en todo el mundo.
Pero elegimos un país pobre, Etiopía, para observar su situación. ¿Conclusión? Urge erradicar los matrimonios forzosos o la ablación y garantizar su educación
LOLA HIERRO Getema (Etiopía) 2 ENE 2015 - 15:54 CET
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Por ser niña no irás a la escuela. Te quedarás en casa para ayudar con las tareas del hogar y cuidar a los hijos que nazcan después de ti. Por ser niña cargarás 25 litros de agua sobre tu espalda a diario durante horas desde que tengas siete años o menos. O tanta leña que quien te mire por detrás solo podrá distinguir tus delgadas piernas aguantando, milagrosamente, todo ese peso. Por ser niña harás todo esto descalza porque los chicos tendrán prioridad a la hora de obtener unos zapatos. Por ser niña, tu padre elegirá un marido para ti antes de que sepas el significado del matrimonio y, mucho menos, de la maternidad. Por ser niña te mutilarán los genitales y durante toda tu vida sufrirás dolores e infecciones. Por ser niña, parirás todos los hijos que tu marido decida y serás responsable de alimentarlos y salvar sus vidas si enferman. Por ser niña trabajarás en el campo de sol a sol, también cuando estés embarazada. Así será tu vida hasta el día de tu muerte, que posiblemente llegará antes de que cumplas los 58 o los 65 años, según el informe que se mire, porque esa es la esperanza media de vida en tu país.
Esta descripción pesimista corresponde al peor marco posible en Etiopía, un país de contrastes: es el décimo cuarto más pobre según el Índice de Desarrollo Humano, pero también el Estado africano no petrolero que más ha crecido en la última década, con ritmos superiores al 10% de su PIB. Etiopía ha avanzado un buen trecho en materia de igualdad de género, pero aún tiene otro tanto por andar. "Antes, ser mujer era ser una sirvienta. No piensas en que tu hija vaya a la escuela, solo sirve para ser vendida a su futuro marido y todo, siempre, es su responsabilidad: hogar, hijos, trabajo en el campo...", enumera Endale Geleta, trabajador social cuya familia proviene del ámbito rural.
El Gobierno etíope se empezó a preocupar por la situación de sus mujeres tras la revolución de 1974 que derrocó al emperador Haile Selassie e instauró en el poder un Gobierno comunista. Desde entonces, ha dado pasos significativos, como prohibir la ablación o los matrimonios con menores de 18 años. La Constitución reconoce sus derechos y la Política Nacional para las Mujeres de Etiopía de 1993 establece como prioridades alcanzar la equidad, facilitar el acceso a servicios básicos en el entorno rural y eliminar los prejuicios contra ellas. "Hasta hace unos años no podían ni hablar delante de la gente ni entrar en casa si había huéspedes; comían las últimas, siempre después de los hombres", relata María Solís, misionera comboniana que lleva 25 años en el país trabajando en pro de los derechos de las mujeres.
Un 93% de las niñas etíopes realizan la educación primaria
pero más de la mitad por encima
de los 15 años son analfabetas
Las cifras demuestran que nacer niña en Etiopía hoy no es un plato de buen gusto: un 16% fueron casadas antes de los 15 años, y un 41% antes de los 18. La mutilación genital, castigada con 10 años de prisión, es otra lacra que disminuye, pero persiste: el 74% de mujeres entre 15 y 49 años la han sufrido y otro 39% tiene al menos una hija a quien se le ha practicado, según el informe El Estado mundial de la infancia 2013de Unicef. "Las niñas van al colegio y las mujeres van entrando en el mercado laboral pero, cuando sales al campo, sigues viendo que todas estas prácticas no están erradicadas", asegura Geleta. "Lo bueno es que ya hay muchas jóvenes que salen de sus aldeas a estudiar a otros sitios y ven que es posible vivir de otra manera. Cuando regresan a casa hacen algo de sensibilización", completa la hermana Solís.
Para saber qué les espera a muchas niñas en este rincón del Cuerno de África no hace falta acudir a informes; basta con patear los polvorientos caminos que surcan el país para encontrar mujeres de todas las edades recorriendo enormes distancias, descalzas o con zapatos de plástico de pésima calidad, y cargadas con pesados bidones de agua, fardos de leña o productos para vender en los mercados. En el de Getema, una localidad de 15.000 habitantes al oeste del país, es fácil conocer niñas con vidas de adulto. Una es Diditu Bulki, cuyo cuerpo y mirada de 15 años chocan con unas manos encallecidas propias de un labriego de 40. Dejó la escuela a los 10 y se gana la vida fabricando unas toscas jarritas de barro para servir el café que luego vende por cinco birr –unos 20 céntimos de euro–. Le gustaría retomar los estudios, pero con bastante resignación reconoce que no confía en poder cambiar de nuevo la arcilla por los cuadernos.
El 93% de las niñas terminan la educación primaria pero, como Diditu, un 65% no completa la secundaria, según datos de 2012 del Ministerio de Educación etíope. Informes como el realizado por la organización Plan Internacional denuncian que todavíaun 53% de las jóvenes entre 15 y 24 años son analfabetas. La formación de las niñas no es un asunto baladí: un año extra de educación secundaria de una chica aumenta entre un 10 y un 15% los ingresos de esta cuando sea mujer, sostiene la organización. Otro estudio auspiciado por la organización británica Girl Hub Ethiopia concluyó que si todas las niñas que dejaron la escuela hubieran podido finalizarla, habrían aportado a la economía de su país unos 4.000 millones de dólares.
En el ámbito rural, las dos realidades se hacen patentes. El colegio salesiano de Zway, una localidad de 45.000 vecinos a dos horas al sur de Addis Abeba, está repleto de pequeñas que entran y salen, inconfundibles gracias a sus faldas azules del uniforme. Tan solo dos manzanas más lejos, Burtuget, Laila y Burtu, de nueve, 10 y ocho años, realizan labores muy diferentes. Acuden a diario con sus madres y hermanos menores a uno de los centros de la ciudad que desarrolla programas contra la malnutrición infantil, la causa de fallecimiento de un tercio de los niños menores de cinco años que mueren en este país.
Un 68% de las mujeres etíopes justifica los malos tratos físicos del esposo frente a un 44% de hombres
"Vienen para ayudar a sus madres", afirma Bettie Asnake, trabajadora social del programa. "Aquí les damos la opción de quedarnos a los niños para que ellas vayan a la escuela, pero no quieren y sus madres no las obligan". Las niñas en edad escolar reciben algo de formación pero es, a todas luces, insuficiente. Laila, que a sus 10 años no habla una palabra de inglés, apenas puede prestar atención a su cuadernillo de caligrafía. La pequeña fija sus profundos ojos en la tarea, aprieta el lápiz contra el papel y garabatea una letra que parece una efe. Pero cada vez que su hermanita de tres años llora, se hace pis en el suelo, corretea hacia la calle o quiere comer, debe dejar lo que está haciendo y atenderla. No puede contar con la ayuda de su madre porque está en la habitación contigua alimentando a otras dos criaturas de pocos meses de edad.
Los secuestros para lograr una boda por la fuerza cuando no hay dinero para pagar la dote es otro de los grandes riesgos que corre, aún hoy, una niña en Etiopía. La ONU estima que el 69% de los matrimonios empezaron así. Braane Negara fue raptada por un desconocido cuando salía del mercado de su pueblo. Tenía 16 años. Se casó contra su voluntad y dio seis hijos a su secuestrador. Ahora, con 28, dice con una leve sonrisa que ya se lleva bien con su marido, que ha aprendido a quererle. Braane no es la única que acaba por comprender e, incluso, apoyar prácticas contraproducentes para su persona; de hecho, existe un dato muy llamativo que da una idea sobre el arraigo de la creencia de que ellas no valen nada: un 68% de mujeres frente a un 44% de hombres justifica el maltrato físico hacia la esposa.
La semilla del cambio
Aunque la Etiopía rural es el escenario más complicado para una niña, en las aldeas más aisladas del país también es posible hallar la semilla del cambio. Badessa es un olvidado pueblecito a dos horas de distancia en todoterreno del núcleo urbano más próximo. Allí habitan los gumuz, una de las etnias más desconocidas del país. Considerados esclavos durante décadas, no han vivido tranquilos hasta que el presente Gobierno reconoció sus derechos. En Badessa acaba de arrancar el programa de igualdad de género que la hermana Solís desarrolla con la ayuda de Manos Unidas. Durante los últimos cuatro años se han beneficiado 3.500 vecinas del vicariado de Nekemte, un extenso territorio de 98.000 kilómetros cuadrados entre la capital, Addis Abeba, y la frontera con Sudán. En un par de meses, las mujeres que se han apuntado han aprendido a firmar, algo de lo que se sienten orgullosas porque hasta hace muy poco solo eran capaces de imprimir su huella dactilar en los documentos. Durante el siguiente año aprenderán también a leer, a escribir, a manejar la economía de su hogar, a cultivar la tierra, a llevar un negocio y, lo más importante: les explicarán que ellas y sus maridos tienen los mismos derechos.
Shumate y su esposo Adisuturu fueron de los primeros en apuntarse al programa, una decisión que tomaron de mutuo acuerdo. "Lo más complicado para ellas es conseguir el permiso del hombre", explica la misionera Solís. Shumate, de 24 años, acaba de dar a luz a su cuarto retoño, una niña llamada Maryam que duerme pacíficamente en los brazos de su abuela, dentro de la choza familiar. De una única estancia, no contiene nada más que una amplia cama, una mosquitera y dos taburetes. La única luz es la que se filtra entre las ramas y el adobe de las paredes. Al abrigo de esta humilde casita, Shumate explica que dejó el colegio a los ocho años para ayudar a su familia, pero que ahora Adisuturu y ella trabajan codo con codo para obtener más ingresos que servirán para construir un hogar más cómodo y dar una educación a su prole, pues está convencida de que sus hijas llevarán una vida distinta a la que ella tuvo. De hecho, su primogénita, de siete años, ha empezado a ir a la escuela de un pueblo vecino, y seguirá haciéndolo hasta que acabe la secundaria. "Luego decidirá ella si quiere casarse, ir a la universidad o ambas cosas", explica su madre.
La gran diferencia entre una chica occidental y yo es la educación que hemos recibidoBraane Negara, vecina de Jimate, Etiopía
Tanto Shumate como Braane van al curso de igualdad con sus maridos, algo que enorgullece a la hermana Solís. "En el programa, los hombres tienen que ayudar a sus esposas con el negocio, tienen que cuidar de la casa si ellas salen al mercado…", describe la misionera. "No es solo aprender inglés o matemáticas, sino que entiendan y se crean que las mujeres tienen unos derechos que deben respetar; esto es un proceso lento", enfatiza. "Al principio, los otros hombres les atacan con el tema de la masculinidad, pero cuando la moral está alta, cuando el esposo ve que es por el bien de sus hijos y cuando económicamente están mejor, les da igual lo que digan los otros".
Braane lo sabe bien porque fue su marido, el mismo que la secuestró, quien decidió acompañarla a los talleres de igualdad para aprender juntos, adquirir una mejor calidad de vida basada en el respeto mutuo y una formación. "La gran diferencia entre una chica occidental y yo es la educación que hemos recibido", afirma la joven. "Sin ella, no tienes nada. Somos granjeras, personas pobres, tenemos que cuidar de nosotras mismas. Si hubiera acabado los estudios podría tener un trabajo mejor y vestir como tú", dice a la periodista.
Si nosotros no nos ponemos de su lado, las mujeres nunca conseguirán avanzarEndale Geleta, trabajador social
Como trabajador social y como hombre concienciado con la causa, Endale ya hace muchos años que sirve el café y cocina pese a las críticas de sus padres porque estas son, tradicionalmente, tareas reservadas a las mujeres. Pero lejos de avergonzarse, él tiene fe en que cada vez más hombres arrimen el hombro. "Hay esperanza en el futuro, pero es muy importante que nosotros entendamos y contribuyamos al cambio porque, por mucho que las mujeres luchen, si los hombres no nos ponemos de su lado, no las dejaremos avanzar".
La mujer en la ciudad
En ciudades como Aksum, en el norte del país, o en Addis Abeba, la vida de las niñas es mucho más parecida a la que se acostumbra a ver en países europeos. Durante un paseo por las calles de la capital el peatón se cruza con mujeres policía, militares, empresarias, modelos, ingenieras, farmacéuticas, médicos, profesoras… El 78% de las mayores de 15 años se ha incorporado al mercado laboral y cada vez se cuentan más mujeres en el poder como la política Sinkinesh Ejigu, empresarias de éxito como Mulu Solomon, atletas olímpicas como Tirunesh Dibaba y defensoras de los derechos humanos como Meaza Ashenafi. Pero aunque la mitad de los 94 millones de habitantes de Etiopía son mujeres, solo 153 de los 547 asientos del parlamento (un 28%) están ocupados por ellas. En las ciudades las niñas por lo general no trabajan, visten con ropa en buen estado y van al colegio con regularidad. El mayor riesgo al que se enfrentan las jóvenes de menos recursos en estos núcleos urbanos es caer en las garras de la prostitución. "Huyen de sus aldeas porque suelen pertenecer a familias de hasta 12 miembros y son muy pobres", relata la misionera María Solís. "Allí encuentran gente que les ofrece trabajos como limpiar una casa o servir en un bar, y ellas no imaginan lo que hay detrás hasta que ya están dentro. Luego, muchas quedan embarazadas y ya no tienen demasiadas opciones porque con un niño no pueden regresar a la aldea, es una vergüenza tener un hijo sin estar casada", asevera.
El camino de Tigist
Las hay que han pasado así toda una vida, como Tigist, que aparenta 90 años a juzgar por su pelo cano, su piel arrugadísima y curtida por el sol, sus manos ásperas como la lija y unos pies que la elefantiasis ha dejado como la corteza de un árbol. Se ríe Tigist, que en realidad acaba de pasar el medio siglo, ante el estupor que causa cuando cuenta que ella sola ha caminado cinco horas desde su aldea con tres gruesos platos de arcilla del tamaño de una rueda cargados a la espalda con la única ayuda de unas cuerdecitas. En esas condiciones ha llegado al mercado de Getema, una localidad rural de unos 15.000 habitantes en el oeste del país, donde los venderá por unos cuatro euros como máximo.
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