Sin centro, entre erizos y en Beirut
La democracia está hoy más amenazada que nunca desde el periodo de entreguerras. Los populisas la están destruyendo al derribar ese espacio electoral que hace posible la tolerancia y el pluralismo
NICOLÁS AZNÁREZ
Habitamos la política sin que exista un espacio de centro. La pérdida de este percute gravemente sobre el clima partidista y la salud de la democracia en toda Europa. De hecho, cuando más presiona, crece y grita el populismo, más se repliega la centralidad hacia el silencio, la indiferencia y la atonía. Sin voces moderadas ni referentes liberales, la radicalidad amplía sus márgenes, adopta matices fascistas y desertiza la política erosionando la capacidad de consenso sobre la que se basan las sociedades abiertas.
Sin centro, la democracia colapsa. Lo hace porque no puede haber acuerdos y estos, no lo olvidemos, son la narrativa sobre la que se escribe la capacidad de progreso a la que sirve la democracia. La asfixia del consenso hace de esta un modelo fallido. Víctima de la dialéctica amigo-enemigo, las mayorías se imponen por la fuerza de los números y no por la persuasión deliberativa de los argumentos. La transformación de la alteridad en enemistad hace imposible la empatía y la negociación. Condena la otredad a la trinchera y asienta la política en un bucle autorreferencial que desemboca en la bunkerización de los principios.
En este contexto, la estrategia para ganar se confunde con la táctica de resistir. Triunfan los erizos de los que hablaba Isaiah Berlin y la política se convierte en una torpe simplificación del mundo a través de unas pocas ideas que, además, se convierten en púas con las que se vive batallando sin parar. Esta política erizada de esencialismos solo busca fidelizar al mayor número de propios, pues, la incapacidad de seducir y agregar, fractura los electorados alrededor de obsesiones autorreferenciales que convierten a los partidos en minorías fanatizadas alrededor de sus particularismos.
En el tejido social se inyectan consignas nacionalistas que desembocan en dinámicas fascistas y supremacistas
Si negociar es traicionar, entonces desaparece la política y se transforma en ortodoxia. Con esta visión, triunfa el populismo y arraiga aún más al percibirse socialmente que la armonía y el progreso son inviables. De este modo, se favorece el pesimismo y se retroalimenta el malestar antipolítico mediante perfiles populistas cada vez más inquietantes. Sobre todo porque se inyectan en el tejido del populismo consignas nacionalistas que desembocan en dinámicas fascistas y supremacistas. Por eso, la democracia está hoy más amenazada que nunca desde el periodo de entreguerras. Porque los partidos se embriagan de testosterona adolescente y el populismo gana adeptos en la misma proporción que la centralidad amplía su orfandad.
Para los defensores de la democracia populista, el centro sobra. Lo mismo que la experiencia política que representa la democracia liberal. Los populistas ven en ambos conceptos una debilidad sistémica que maniata al pueblo y su espíritu de comunidad, o al líder y su voluntad de decisión. Y es que demasiada moderación, institucionalidad, intermediación, racionalidad, negociación, reglas y técnicas deliberativas desvirtúa la experiencia directa y sentimental de la política. Hace de ella algo desprovisto de principios, sin vida, instalada en un relativismo sin alma ni emoción que desemboca en una democracia domesticada sin más forma que la abstracción de la legalidad y sin más política que aumentar la prosperidad del mayor número.
Los populistas están destruyendo la democracia liberal y necesitan, para ello, derribar el espacio electoral que hace posible su arquitectura de equilibrios, tolerancia, contrapesos, derechos individuales y pluralismo: esa centralidad que impide que triunfen los extremos y gane la racionalidad frente a los sentimientos. Que defiende en la transacción, el debate y el compromiso la única esperanza de una convivencia civilizada. Como veía Kelsen, lo importante en una democracia no es la mayoría del presente, sino la minoría de hoy en cuanto posible mayoría del mañana. Una reversibilidad alternativa del principio mayoría-minoría que el centro ve saludable y que hace posible con su existencia moderada y razonadora, con su invocación del matiz y su apego a una táctica de negociación de mínimos que permita construir a la larga una estrategia duradera de consensos de máximos.
En el tejido social se inyectan consignas nacionalistas que desembocan en dinámicas fascistas y supremacistas
Hoy se libra una batalla de ortodoxias regresivas que ha silenciado la centralidad y da la llave de los Gobiernos en toda Europa a la radicalidad de los extremos. Y es que el populismo quiere una democracia sin liberalismo. Quiere un tsunami de sentimientos que nos conduzca a una democracia arcaica y nacionalizada. Una democracia de unos frente a otros, sin patria porque no hay respeto ni interés por la alteridad. Una democracia fragmentada en intensidades ideológicas minúsculas que priman el fervor y la homogeneidad entre los propios.
Volvemos a Weimar o, quizá, habitamos sin saberlo un Beirut posmoderno que no tiene ya más política que su propia supervivencia. Miramos al periodo de entreguerras para entender nuestro tiempo pero quizá tendríamos que analizar los ejemplos más plásticos del presente para entender que construimos sin solidez, sobre la ruina de los consensos de otras generaciones que quedaron atrás y sin ninguna esperanza de progreso. Evolucionamos hacia un modelo sin salida, pixelado por bloques que niegan la narrativa de una centralidad que haga posible lo común. Dos bloques que luego desatan hacia dentro hostilidades interminables porque nadie puede hegemonizar ambas mitades en liza e imponer un pacto que se respete y devuelva la armonía que lograba antes una centralidad mayoritaria que iba alternando y templando los extremos mediante la normalización de una estrategia de consensos.
El desenlace, como digo, es Beirut. Una ciudad sin centro, que reconstruye su frágil prosperidad a partir de las ruinas de lo que fue, que permanece dividida por una frontera entre musulmanes y cristianos que ya no existe, pero que se presiente, y que a un lado y otro de la antigua línea verde proyecta una geografía fragmentaria que mapea barrios autorreferenciales. Barrios donde sunníes y chiíes se dan la espalda; drusos y alauíes se ignoran; maronitas y greco ortodoxos se apartan la cara para hablar con armenios o caldeos y siriacos. Y todo ello asentado sobre una especie de paz armada que puede romperse en cualquier momento al ser una piel de tambor sobre la que percute todo lo que sucede en Oriente Próximo y donde la capacidad para imaginar el futuro es imposible porque la realidad cotidiana vive atrapada dentro de un presente embriagado de presente para sobrevivir. En ese Beirut atrapado por la radicalidad latente de una dialéctica amigo-enemigo que no se extingue, que aloja pequeños paraísos académicos como la Universidad Americana o infiernos como los campos de refugiados palestinos, y todo ello a media hora de esa pequeña milla de oro que es el antiguo zoco del barrio musulmán, quizá encontremos respuestas al atolladero de la democracia arcaica a la que nos aboca el populismo como producto de la posmodernidad.
José María Lassalle es ensayista y fue secretario de Estado de Cultura y Agenda Digital.
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