“Cargaré toda mi vida con la muerte de Alan”
Tima Kurdi, la tía del niño sirio que fue hallado muerto en una playa turca en 2015, recuerda en un libro la tragedia
Madrid
Tima Kurdi, en Londres el pasado 15 de agosto. En vídeo, declaraciones de Kurdi en una entrevista concedida en 2015. BEN STANSALL (AFP) / VÍDEO: REUTERS-QUALITY
Hay días que uno no puede ni quiere olvidar. Para Tima Kurdi fue el 2 de septiembre de 2015. Ese día, su marido le mostró una fotografía: la del cuerpo sin vida de un niño sirio yacente en la orilla de una playa de Bodrum, en Turquía. “Al principio no estaba segura de que se trataba de mi sobrino Alan pero luego reconocí la camiseta roja, los pantalones cortos azules y los zapatos que le había regalado el año anterior cuando fui a visitar a mi hermano a Turquía”, recuerda. Mientras la imagen de su sobrino daba la vuelta al mundo, poniendo rostro humano a la crisis de los refugiados y a la inacción de la comunidad internacional, la pena que invadió a Kurdi dejó paso a la culpabilidad. “No podía dejar de pensar que si no hubiera mandado esos 5.000 dólares (4.300 euros) para pagar el viaje en patera quizá hoy estarían todos vivos. Cargaré con sus muertes toda mi vida”, cuenta entre lágrimas. Un dolor por las muertes de su cuñada, Rehanna, y sus dos sobrinos, Ghalib y Alan, que Kurdi ha plasmado en el libro The Boy on the Beach. My Family's Escape from Syria and Our Hope for a New Home (Simon & Schuster).
“Tras la muerte de Alan, circulaban muchas informaciones erróneas o malintencionadas sobre mi familia”, explica por teléfono desde Vancouver (Canadá) donde emigró en el 1992. Su sobrino no se llamaba Aylan sino Alan, tenía dos años, no tres y, sobre todo, Abdullah Kurdi, —el padre de Alan y hermano de Tima Kurdi, el único en haber sobrevivido a la tragedia— no emprendió la travesía hacia Grecia motivado por la necesidad de acudir a una clínica dental en Europa como alegó Cory Bernardi, el líder del partido conservador australiano. La acusación, de la que se hizo eco la prensa australiana y británica, despertó la ira de la autora. “Nadie quiere dejar Siria de por sí. La situación en Kobane [ciudad kurda en el norte del país, en la frontera con Turquía] tras la invasión del ISIS era insostenible, y la huida de Abdullah y los suyos hacia Turquía inevitable”, argumenta.
Al escapar a Turquía, Abdullah Kurdi y su familia no encontraron una vida mejor, sino más bien pobreza y explotación laboral, al igual que muchos de sus compatriotas, como lo demostró en octubre 2016 una investigación de la BBC en los talleres de Mango, Zara o Marks and Spencer. En Estambul, Abdullah, que trabajaba 12 horas al día en una fábrica de textil por menos de cinco euros, se vio obligado, cuenta Kurdi, a dormir junto a los suyos en el baño de la empresa que lo contrataba.
“Para los miles de sirios sin documentación o con pasaporte caducado, como mi hermano, huir a Grecia era la única esperanza de conseguir un futuro mejor”, explica la autora, cuyo libro reproduce los mensajes que intercambió con su hermano en los días previos a la travesía, desde Bodrum hasta la isla griega de Kos, separadas por tan solo 24 kilómetros de distancia. “Partimos esta noche si Dios quiere”. Ese fue el último mensaje que recibió Kurdi la noche del 30 de agosto de 2015. A los pocos días, la difusión en los medios de la fotografía de Alan confirmó sus peores temores.
“Escribí este libro porque quería que el mundo entendiese que mi familia no era diferente de cualquier otra”, explica, “nosotros también somos seres humanos: celebramos los cumpleaños, trabajamos, estudiamos. Teníamos una vida antes de que empezara la guerra”. Una vida a la que dedica los primeros capítulos de su libro en el que evoca una infancia feliz junto a sus padres y sus cinco hermanos, hoy refugiados en Canadá, Alemania o Turquía, a excepción del padre aún en Siria.
En la casa familiar de Rukn al-Din, el barrio kurdo de Damasco, “éramos felices”, asegura Kurdi que dice haberse criado en una familia "muy unida, abierta y tolerante". Abdullah, recuerda, era el cómico de la familia. “Nuestros vecinos venían a casa solo para oír sus chistes. Era capaz de imitar a la perfección a cualquier miembro de la familia”, cuenta con nostalgia Kurdi, que confiesa que de ese Abdullah ya no queda nada. “Desde la muerte de Alan, Ghalib y Rehanna, mi hermano ya no es la misma persona. Ha decidido volver a Kurdistán. Está completamente traumatizado”, explica. Y como él, probablemente, cree Kurdi, millones de refugiados. “La historia de mi familia solo es una entre otras miles que son mucho peores”.
Han pasado ya tres años desde aquel 2 de septiembre sin que nada haya realmente cambiado en su opinión. Aunque está convencida de que la fotografía de Alan conmovió al mundo entero e hizo que la clase política reaccionara, asegura que eso solo fue momentáneo. "A los pocos meses habíamos vuelto a caer en el olvido", sentencia.
Desde que inició la guerra en Siria, hace siete años, el número de refugiados ha superado los seis millones —más de la mitad están en Turquía—, según el último informe de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR); a ellos se suman los 6,2 millones de desplazados internos y más de medio millón de muertos. Razón por la que la autora decidió crear hace dos años, junto a su hermano, la Fundación Kurdi para ayudar a los niños en los campos de refugiados proporcionándoles "comidas nutritivas, ropa y medicinas".
Kurdi no tiene palabras para calificar a los políticos que hoy basan su estrategia electoral en el odio a quienes huyen de sus países en búsqueda de un futuro mejor. "Ninguna frontera debería estar cerrada a gente que escapa de un conflicto armado", lamenta. "Espero que mi libro provoque una toma de conciencia global".
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