domingo, 30 de septiembre de 2018

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Bolsonaro: amenaza ultra en Brasil | Internacional | EL PAÍS

Bolsonaro: amenaza ultra en Brasil

Nostálgico de la dictadura, racista, machista, homófobo. El líder de la derecha brasileña apela al voto de la desesperación en un país en crisis



El candidato a la presidencia de Brasil, Jair Bolsonaro, el 9 de agosto de 2018 / En vídeo: ¿Quién es Bolsonaro? 





El candidato a la presidencia de Brasil Jair Bolsonaro ha pasado las tres últimas semanas de su campaña sin pisar la calle, recuperándose en el hospital de la puñalada que un perturbado le propició en el abdomen durante un acto electoral el pasado 6 de septiembre. Ha publicado algún vídeo en sus redes sociales desde aquel penoso ataque, y hasta concedió una entrevista corta a una radio. Pero por lo demás ha estado desaparecido.
En la calle, sin embargo, no se ha dejado de hablar de él. Al contrario, según se acerca la votación de la primera vuelta el 7 de octubre, en Brasil se habla de Bolsonaro más que nunca. Cada rato alguien recuerda que este ultra derechista, que parecía el peor candidato imaginable para presidir Brasil, se ha convertido en líder de las encuestas. Como apenas hay imágenes nuevas, los medios muestran la silueta que sus seguidores llevan en banderas y pegatinas, una que es todo cejas angulosas y peinado de raya a un lado. Sin declaraciones recientes, sus muchos enemigos refrescan una y otra vez la grotesca hemeroteca de este candidato: 27 años de barbaridades en el Congreso, tan repetidas y uniformemente ofensivas que cuesta saber cuál es de hace dos décadas y cuál es reciente. “Yo a usted no la violaría porque no se lo merece” (dicho a una diputada en televisión en 2003); “La dictadura debería haber matado a 30.000 personas más, comenzando por el Congreso y el presidente Fernando Henrique Cardoso” (1999); “Sería incapaz de amar a un hijo homosexual, prefiero que muera en un accidente de coche” (2001), o “Un policía que no mata no es policía” (2017).
Y así, entre que es ubicuo, atemporal y capaz de infundir pavor entre buena parte de la población, casi se diría que, más que un hombre, Jair Bolsonaro es un fantasma.
No siempre fue así. Jair Messias Bolsonaro (São Paulo, 1955) solía ser considerado un payaso. Hijo de un dentista rural, durante el final de la dictadura militar, en 1985, intentó refugiarse en el Ejército, pero fue expulsado a la reserva por conflictivo. De ahí pasó a la política, donde se le tomaba por un paria. Autoritario, anti democrático, machista, racista, homófobo, defensor de la tortura; un bufón, en fin, para los cuatro nostálgicos de la dictadura. En el próspero Brasil de Lula (2003-2011) había pocos perjudicados por el establishment democrático y, como todo iba a mejor cada año, con suerte dentro de poco no quedaría ninguno. Bolsonaro y sus cejas picudas y su peinado con raya al lado estaban condenados a ser poco más que una anécdota histórica.
Aferrado a la estética militar, no le gusta que se llame golpe de Estado a la asonada militar de 1964
Pero en lugar de seguir adelante, Brasil se vino abajo. La economía colapsó. Empezaron a desvelarse casos de corrupción: miles de millones de reales robados de los fondos públicos por políticos. El país se llenó de protestas de izquierda y de derecha. Y en vez de responder, la vieja élite usó las instituciones para salvar el pescuezo. El Congreso, el Senado, el Supremo Tribunal Federal, el Electoral…, todas acabaron enfangadas con procesos que buscaban retrasar, si no las investigaciones de corrupción, al menos sus consecuencias. Todos moviéndose a velocidades distintas según el interés. “Nunca nos recuperamos de la desestabilización que ha producido ese mal uso de las instituciones: nos metió en los tiempos difíciles”, lamenta Oscar Vilhena, profesor de Derecho Constitucional de la Fundación Getúlio Vargas.
La violencia se disparó. En 2017 Brasil batió por tercer año consecutivo su propio récord de homicidios: 63.880. Más que algunos países en guerra. Y mientras la nación entera parecía arder, aquel payaso del Congreso empezó a parecer más listo. Él, que siempre había criticado al status quo; él, que nunca dejó de recordar que en la dictadura se vivía mejor; él, que desconfiaba de la izquierda de Lula. Él era el nuevo hombre con las respuestas. En 2014 fue el diputado más votado del Estado de Río. Ya no era tan payaso.
“Bolsonaro representa una cosa profunda que él ni imagina”, reflexionaba en un mitin en agosto Ciro Gomes, un candidato de centro-izquierda de los 12 que van por detrás de él en las encuestas. “Representa la negación de la política y de la democracia, el deseo de prender fuego para ver si vuelve a nacer algo”.
Si solo fuese cuestión de rechazar al establishment actual, a Bolsonaro le habría salido más de un imitador. Pero al igual que Donald Trump no llegó a la Casa Blanca solo por exprimir el descontento con las élites estadounidenses, sino también tonteando con el racismo oculto de muchos votantes, Bolsonaro tiene también algo más.
Aferrado a la estética militar, no le gusta que se llame golpe de Estado a la asonada militar de 1964 en el que las Fuerzas Armadas echaron al presidente electo y se instalaron en el poder. “Teníamos democracia, lo único que no teníamos eran elecciones”, argumentó a la revista Piauí en 2016. Aquella dictadura duró 20 años. Hubo torturas y asesinatos de disidentes, muertos desaparecidos y vivos llenos de cicatrices. “El error fue torturar y no haber matado más”, opinó Bolsonaro en televisión.
Encontró una mina. “A diferencia de la dictadura argentina, que se toma como modelo de dictadura latinoamericana, la brasileña tuvo una propaganda y una censura muy eficaces”, alerta Carlos Fico, historiador especializado. “La censura ocultaba la violencia. Y la propaganda vendía una idea de milagro, la imagen de un país donde todo el mundo era feliz”.
La transición, en 1985, no se atrevió a cuestionar este argumento. “En 1979 se había firmado una ley de amnistía que exculpaba a los agentes del Estado de cualquier delito contra los derechos humanos. Esa ley fue la cláusula principal de la transición. Y ahora una parcela de la población tiene un recuerdo que no es traumático de la dictadura; de que no fue para tanto, de que fue una dictablanda”, añade Fico.
Bolsonaro —que goza de la inmunidad que la Constitución da a los parlamentarios para opinar de casi todo— siempre había hablado de los militares con cariño. Empezó a jugar con la idea de que ellos podrían contribuir a crear un lugar sin la corrupción, la violencia ni la pobreza del presente. Prometió legalizar las armas y dar más control de la seguridad nacional al Ejército. Eligió a otro exmilitar radical como candidato a vicepresidente. No fue una decisión al azar: en estas elecciones hay 117 militares buscando puestos en política. Ese fue el gran descubrimiento de Bolsonaro. Que, como dijo el periodista Demetrio Magnoli, “la idea de que la sociedad civil es una enfermedad degenerativa recurrente y que la salud nacional depende de intervenciones quirúrgicas militares está grabada en mármol en la historia de Brasil”.
Bolsonaro nunca fue un diputado muy productivo, pero sí tuvo un momento de gloria en 2011. El Ministerio de Educación quería distribuir en 6.000 escuelas un kit antihomofobia con cuadernos, libros y vídeos sobre relaciones homoafectivas. Consiguió que se retirasen los vídeos y que la iniciativa se considerase un fracaso. Pero la verdadera victoria fue otra. Logró la simpatía de uno de los grupos más poderosos del primer país latinoamericano: los evangélicos.
“Todos los partidos brasileños están en manos de las grandes iglesias evangélicas”, alerta Bernardo Carvalho, escritor que retrató la vida evangélica brasileña en su libro Reprodução. “Algunas iglesias están abiertamente en contra de Bolsonaro porque es imposible de conciliar con la ética cristiana. Pero hay otras que ya habían atacado los derechos individuales, los prejuicios de género, la violencia o las armas, que Bolsonaro quiere legalizar”.
En 2016, y pensando ya en su carrera presidencial, el exmilitar, católico de toda la vida, se llevó a sus hijos al río Jordán, en Israel, y allí un pastor le bautizó. Fue otra de sus grandes transformaciones: de ultranacionalista nostálgico a fanático liberal (lo que le ganó el favor de los mercados), con lo que ha ganado el visto bueno de los mercados, y finalmente a evangélico. Hoy, esa es la fe de un 26% de los votantes que le apoyan. No siguen con tanta devoción a nadie más.
Hace tiempo que Bolsonaro no crece en las encuestas y sus rivales sí. Sigue siendo el favorito para la primera vuelta, con un 28% de intención de voto, y nada impide pensar que así llegará a las elecciones. La segunda vuelta, el 28 de octubre, ya es otra cosa. El rechazo que produce se ha disparado al 46%. El antibolsonarismo es el mayor fenómeno político del momento y esa mayoría se está organizando. Especialmente las mujeres, que le llaman, sin querer nombrarloO coiso (masculino de “la cosa”). Hay campañas contra él, marchas multitudinarias. Él sigue sin poder salir del hospital.
Todo es posible en este país y más en esta campaña. Pero pocos descartan que llegue más lejos el viaje de este hijo de dentista por el reverso oscuro de Brasil. A los fantasmas no se les puede atrapar, pero sí se les puede perder el miedo.

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