Ideologías, ¿amanecer o crepúsculo?
Una cosa es que la confusión reinante muestre que no podemos vivir sin ideas, valores y principios y otra bien distinta que el denominado rearme ideológico sea propiamente tal y sirva para aquello para lo que se le necesita
ENRIQUE FLORES
No quisiera incurrir en el consabido error de confundir la anécdota con la categoría, pero tengo la sensación de que en los últimos tiempos el prefijo pos ya no nombra, como antaño, un territorio inédito, por explorar, al que se viajaba con la esperanza de superar las limitaciones e insuficiencias del presente. Ese carácter presuntamente inexplorado del nuevo territorio no impedía que se diera por descontado que en él se contenía la herencia del pasado (ejemplos próximos en filosofía vendrían representados por el posestructuralismo, la posmetafísica o incluso por la propia posmodernidad). Ahora, en cambio, el mismo prefijo no solo parece designar el abandono de ese legado que se pretende dejar atrás, sino que destaca, sobre todo, el ingreso en las regiones de lo inane y carente de todo valor (ejemplo paradigmático: la posverdad).
Quien considerara que, en efecto, la hermenéutica del prefijo no da tanto de sí (o, por decirlo con un lenguaje coloquial, que estamos cogiendo el rábano de una partícula por las hojas de su uso para extraer rendimiento teórico de algo en última instancia irrelevante), tal vez podría argumentar que no es el pos el único prefijo del que nos servimos para parecidos menesteres y que, por ejemplo, también el neo intenta nombrar la evolución en materia de ideas. Es cierto, pero valdría la pena preguntarse hasta qué punto el cambio de aquel prefijo por este otro expresa realmente un cambio de valoraciones. Porque es un hecho que, cada vez con mayor frecuencia, el prefijo neo, más que indicar una auténtica y profunda actualización de lo que se nombra a continuación, sirve para designar un mero maquillaje o cambio de las apariencias que no altera el fondo el asunto. En definitiva, tiende a ser utilizado para advertir de que, siguiendo con el lenguaje coloquial, estamos ante los mismos perros solo que con distintos collares. En el ámbito del discurso político esto parece claro: suelen ser los adversarios los que utilizan expresiones como neoconservadurismo, neoliberalismo, neoanarquismo, neocomunismo o cualquier otra similar para descalificar por falsamente nuevos a aquellos a quienes pretenden atacar.
Ahora bien, ¿basta con estas simples constataciones terminológicas para concluir que uno de los rasgos más específicos de lo que sucede en materia de pensamiento en nuestros días es precisamente el completo abandono del mismo? Tal vez no todavía, pero lo que sí cabe afirmar es que el desplazamiento en la superficie del significado resulta expresivo, por sintomático, de movimientos profundos en el estrato subyacente de las ideas. No puede ser casual ni obvio que en dicho territorio hayamos sustituido casi de manera sistemática la superación por el abandono, o que hayamos renunciado a la expectativa de ser, al menos, epígono o postrimería de algo importante para conformarnos con la triste condición de sus enterradores o, en el mejor de los casos, su simple reedición vergonzante.
Desconfiemos de la utilidad práctica de las afirmaciones que logran un respaldo casi unánime
Es precisamente sobre este fondo sobre el que se deben interpretar algunos movimientos y tendencias que ocupan en los últimos tiempos el centro del escenario de lo público. Y no hay por qué ocultar que alguna de ellas parece ir en dirección contraria a lo señalado hasta aquí. De hecho, no han faltado analistas que han insistido mucho en que la clave para explicar tanto las crisis como los subsiguientes procesos de renovación que se han producido recientemente en los dos grandes partidos nacionales han tenido que ver con esto. Según tal hipótesis, habrían sido los vacíos ideológicos los que habrían provocado en unos, los conservadores, la pérdida de base activista, mientras que en otros, los de izquierda, la confusión ideológica habría terminado por alimentar la desvertebración organizativa. En todo caso, ambos habrían reaccionado de idéntica manera: intentando recargar su mochila de ideas.
Sin embargo, una cosa es que el vacío o la confusión ideológicos hagan patente que no podemos vivir (y, sobre todo, actuar) sin ideas, valores y principios, y otra bien distinta que eso que ahora tiende a llamarse —un tanto pomposamente, la verdad— rearme ideológico sea propiamente tal y, por tanto, sirva para aquello para lo que se le necesita. Si pensamos en la derecha, una aproximación, por ligera que sea, a lo que en las últimas semanas se ha presentado como su particular reideologización basta para constatar que aquello que se anunciaba de manera reiterada con la palabra en cuestión no pasaba de ser una mera invocación a llevarla a cabo, ayuna del menor desarrollo teórico. Una invocación en la que los contenidos que permitirían visualizar, siquiera fuera mínimamente, el modelo de sociedad que los conservadores tienen en la cabeza se veían sustituidos por palabras-fetiche (vida, libertad, patria…) de carácter más emotivo-movilizador que descriptivo.
Un patchwork de difusa inspiración progresista ha sustituido al horizonte socialdemócrata
Aunque, del otro lado, tampoco parece que en la izquierda la cosa esté como para lanzar las campanas al vuelo. Se diría que hemos sustituido el horizonte socialdemócrata por un patchwork de difusa inspiración progresista que intenta dar satisfacción a los diversos y heterogéneos sectores sociales más receptivos a sumarse a este proyecto político. Y así, a la hora de describir los rasgos definitorios de la propuesta, quienes deberían hacerlo acostumbran a lanzar una serie de guiños de ojo para que ninguno de los presuntos nuestros se pueda considerar excluido. De tal manera que se diría que ser socialdemócrata en nuestros días ha pasado a resultar la suma de ser (o considerarse, que tanto da a los presentes efectos) ecologista, feminista, europeísta, modernizador, alguna determinación más... y comprometido socialmente. Esta última expresión, ciertamente genérica, sería todo lo que quedaría de la vieja aspiración a la redistribución como forma de acabar con las desigualdades, característica de la socialdemocracia.
Obviamente, todas estas cosas, así como otras de parecido tenor, están muy bien. Y, sobre todo, están mejor que sus contrarias. ¿Quién de entre nosotros no considera deseable, pongamos por caso, una sociedad paritaria, abierta, comprometida e intergeneracional? Pero desconfiemos, por principio, de la utilidad práctica de aquellas afirmaciones que obtienen un respaldo casi unánime, a las que nadie se atreve a oponerse. Y si antes se dijo que la cuestión no es la invocación de la necesidad del rearme ideológico, cosa en la que parece haber una coincidencia abrumadora, sino el contenido del mismo, tal vez ahora habría que afirmar que si consideramos deseable una sociedad con las cualidades mencionadas hace un momento es porque nos parece más susceptible de ser transformada. Sin embargo, es el signo concreto de esa transformación lo que por lo visto nadie parece sentirse en condiciones de definir.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona y portavoz del PSOE en la Comisión de Ciencia, Innovación y Universidades del Congreso de los Diputados.
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