martes, 25 de abril de 2017

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El estatuto antropológico del embrión humano | Observatorio de Bioética, UCV



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El estatuto antropológico del embrión humano


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El estatuto antropológico del embrión humano
07 abril
08:462017
La literatura biológica ha mostrado ya, con suficiente autoridad, que la vida humana comienza con la fecundación del ovocito, que evoluciona hasta el recién nacido en un proceso de perfecta unidad vital, continuo y sin interrupciones
1. Introducción
La literatura científica, jurídica y filosófica, ha ofrecido múltiples respuestas a la pregunta sobre el estatuto del embrión humano. En términos generales, parece existir un amplio consenso en lo que se refiere a su reconocimiento como un individuo vivo de nuestra especieSin embargo, no  hay unanimidad en cuanto a sí la especie, como tal, es más que sólo materia y resulta relevante para determinar la «personeidad» de algunos individuos y para el reconocimiento de sus derechos inherentes.
La distinción entre seres humanos (en sentido biológico) y personas humanas (como depositarias de derechos fundamentales), es nuclear en sede bioética. A modo de muestra, baste recordar que las controversias en torno a la despenalización del aborto han consolidado la aparición de dos posicionamientos enfrentados y claramente definidos: el posicionamiento pro life, que sostiene el estatuto personal del concebido no nacido y su correspondiente derecho fundamental a la vida; y el posicionamiento pro choice, que amparándose en la vieja fórmula romana del mulieris portio, cosifica al embrión humano presentándolo como un apéndice del cuerpo materno.
No es baladí, por tanto, determinar a qué nos referimos cuando decimos de alguien que es «persona». ¿Nos referimos, por ejemplo, a que posee la capacidad de sentir (painism)? Esta es la tesis que sostiene el utilitarismo, que tilda de narcisismo «especiesta»[i],[ii] (speciesism) –algo así como una suerte de antropocentrismo moral– la presunción de sacralidad de la vida humana inconsciente y la negación del carácter personal de los mamíferos superiores no humanos, como los grandes simios[iii]. Para el utilitarismo, se deberían conceder a los orangutanes y gorilas muchos de los derechos personales que, a su juicio, no deberían concederse a los embriones humanos menores de tres semanas. Y lo justifica afirmando que, en estos últimos, todavía no se ha formado la corteza cerebral[iv] y son incapaces, por tanto, de expresar esperanzas, preferencias, propósitos vitales e ideales[v], p.211. Tristam Engelhardt escribe:
“No todos los seres humanos son personas. Los fetos, los lactantes, quienes tienen un retraso mental profundo o quienes están en un estado de coma irreversible, son ejemplos de humanos que no son personas. Dichas entidades que son miembros de la especie humana… no tienen un estatus en sí mismos ni por sí mismos, ni ocupan una posición en la comunidad moral (…) Se habla de personas con el fin de identificar a las entidades a las que se puede atribuir culpa o mérito (…). Por eso, no tiene sentido que se hable de respetar la autonomía de los fetos, infantes o adultos con un retraso profundo que nunca han sido racionales. No son los actores primarios de la empresa moral. Sólo las personas humanas tienen este estatus”[vi], p.107.
En lo que sigue, ofrecemos una respuesta, desde la antropología filosófica, a los argumentos expuestos. En nuestro acercamiento no haremos ninguna mención al estatuto biológico de los embriones humanos. La razón es la siguiente: a nuestro juicio,  la literatura biológica ha mostrado ya, con suficiente autoridad, que la vida humana comienza con la fecundación del ovocito, que evoluciona hasta el recién nacido en un proceso de perfecta unidad vital, continuo y sin interrupciones, haciendo impensable la idea de un salto evolutivo que suponga el inicio de una realidad genómica distinta a la anterior[vii]. No hay, por tanto, nada que añadir al respeto. Pero cuando se afirma que el embrión humano, aunque tenga el «potencial» de convertirse en persona todavía no lo es, se da por bueno un presupuesto filosófico que consideramos errado y cuyas aporías trataremos de desvelar a continuación.
2. La disolución de la persona en el conjunto de sus accidentes y sus consecuencias para el estatuto antropológico del embrión humano.
La radical falta de sentido que acompaña a los conceptos postmodernos de «persona» y «dignidad personal», ha dado lugar a dos modos de pensar igualmente controvertidos: el totalitarismo, para el que el contenido, el origen y el sentido de la vida humana se deciden arbitrariamente; y el pensamiento débil, que prohíbe afirmar ninguna verdad como absoluta[viii]. Ambos modos de pensar consienten, a día de hoy, afirmaciones como la siguiente: los individuos de algunas especies animales no humanas son personas, mientras que no todos los seres humanos, o al menos no en todas las fases de su vida ni en todos sus estados de conciencia, lo son plenamente.
Tristam Engelhardt, por ejemplo, ha reinterpretado el principio inmanentista kantiano para elaborar una teoría de la persona que sigue los siguientes pasos: a) definición de persona en sentido Tristam Engelhardtestricto a partir de la comunidad moral; b) separación entre personas y seres humanos y c) establecimiento del concepto de persona social. Conforme a este esquema, sólo serían personas los agentes morales capaces de tomar decisiones morales y establecer acuerdos o contratos, esto es, quienes tienen consciencia de sí mismas, son racionales y se preocupan por ser alabadas o censuradas6, p.155. El resto de los seres humanos se repartiría entre quienes todavía no son personas pero algún día lo serán; quienes lo han sido pero ya no lo son; y quienes reciben un cierto reconocimiento social pese a no haberlo sido nunca personas ni tener expectativas fundadas de llegar a serlo algún día. Los individuos de estas categorías que son capaces de sentir, merecen algún tipo de consideración benéfica. Pero si no lo son, sus derechos – incluido el derecho a la vida – depende exclusivamente del valor que su entorno familiar o social les conceda.
Peter SingerPeter Singer, por su parte, también distingue entre los seres humanos que son titulares de derechos y aquellos que no lo son. Y aun reconociendo que los embriones humanos pertenecen a nuestra especie, sostiene que ésta, como tal, sólo es materia biológica y resulta irrelevante para declarar la «personeidad» de un individuo. Cabe decir, sin embargo, las razones por las que niega el estatuto personal de los embriones humanos también son aplicables a los recién nacidos, que tampoco pueden verse a sí mismos «como seres que pudieran tener o no un futuro y, por tanto, no pueden tener deseos de continuar viviendo»[ix].
Argumentos como los de Peter Singer, de hecho, han favorecido la deconstrucción del sustrato antropológico del no nacido y su posterior reconstrucción como un ente no sensible, abriendo el proceso de transferencia del estatuto jurídico del embrión humano desde el Derecho de familia hasta el Derecho Civil / obligaciones, de un modo sui generis en el que predomina la cosificación. Y esta transferencia podría interpretarse como una forma explícita de violencia, pues a ésta, como apunta Jesús Ballesteros, le precede siempre la negación de la dignidad de las víctimas. De hecho, el verbo latino violo significa, precisamente, «maltratar, ultrajar, deshonrar o profanar, es decir, lo contrario del verbo latino parco que equivale a respetar»[x].
Del reconocimiento de la dignidad personal de un individuo se deriva, en efecto, un trato específico: el respeto. Éste, como destaca Thorsten Jantschek, apoyándose en Robert Spaemann, no puede depender de la buena voluntad con la que nos acercamos a los demás; ni siquiera del amor, ya que lo precede y se sitúa en el nivel más básico de relación[xi]. De alguna manera, el reconocimiento de la dignidad personal es algo «que se le debe» al hombre, no algo que se le otorga a voluntad[xii]. El primer deber hacia las personas consiste, precisamente, en reconocerlas como tales[xiii]p. 179.
Cuando este reconocimiento no se da, el «otro» deviene para nosotros «algo» de lo que podemos disponer y al que podemos instrumentalizar en función de nuestros intereses particulares. Así, cuando los demás inciden en nuestra sensibilidad obstaculizando nuestro goce sensible, nos sentimos instados  – de un modo espontáneamente natural – a removerlos de nuestras vidas como lo haríamos con cualquier obstáculo que se resiste a nuestra voluntad. Desde esta perspectiva, se podría decir que la violencia contra las personas es una cuestión táctica. Cuando acerca el objetivo del bienestar, la justificamos[xiv].
Pero ninguna táctica justifica la instrumentalización de un ser humano inocente e inerme. Por eso, quienes abogan por la utilización de los embriones humanos como material biológico, por su producción extrauterina o por su eliminación a voluntad, se han visto obligados a desproveerlo de su estatuto personal y a presentarlo como un mero tejido y como un apéndice del cuerpo materno[xv]. En el ámbito jurídico, de hecho, se clonación2constata existencia de Códigos penales que regulan el trato hacia algunos seres humanos, a los que se considera enemigos, deconstruyendo jurídica y/o filosóficamente su sustrato antropológico para reconstruirlo, posteriormente, como un ente perteneciente al Derecho de cosas[xvi], p.[xvii]. En el pasado, este tipo de códigos consintió la compra-venta de personas en los mercados de esclavos; en la actualidad, legitima que se trate a los embriones como simples cosas carentes de derechos personales. Llama la atención, por ejemplo, que algunas legislaciones consideren injusta la exclusión de seres humanos de la distribución de bienes económicos, mientras afirman que en el caso del aborto no se produce exclusión alguna. O que, al tiempo que se salvaguardan las garantías político-jurídicas de los sujetos activos catalogados como antisociales, peligrosos o delincuentes, se desproteja a algunos sujetos pasivos, como los no nacidos, describiéndolos como «no-persona en absoluto»19, p.[xviii].
Para la deconstrucción jurídica del sustrato antropológico del no nacido, el Derecho se ha servido de la disolución filosófica del ser humano en el conjunto de sus accidentes. Entre éstos, se ha destacado especialmente la autoconsciencia, cuya carencia relega al embrión a la condición de ser «pre-personal» con una vida jurídicamente irrelevante. Ahora bien: respecto de la negación de derechos a los seres humanos inconscientes se pueden presentar, al menos, tres objeciones. La primera es de orden jurídico: un derecho que puede ser derogado por aquellos para quienes es fuente de obligaciones, no merece el nombre de derecho[xix]; la segunda es de orden ontológico: sólo pueden desarrollar las cualidades o accidentes que atribuimos a las personas, aquellos que previamente ya lo son, especialmente cuando estas propiedades se explican en términos de permanente apertura e indeterminación[xx]. «Persona», en efecto, no es aquel en quien el embrión llegará a convertirse cuando desarrolle determinadas cualidades, sino aquel que, porque ya lo es, podrá desarrollar algún día dichas cualidades. La «persona», afirma Spaemann, no es un inventario cualitativo ni la consecuencia casual de uno o de la totalidad de sus predicados, entre los que se encuentra la consciencia, sino un modus existentiae, la específica realización individual del hombre12, p. 54.
La tercera objeción contra la negación del estatuto personal de los no nacidos por razón de su inconsciencia, es la siguiente: los niños de corta edad tampoco son conscientes de sí mismos ni detentan intereses. Tampoco algunos enfermos mentales o los comatosos persistentes. En consecuencia, la negación del derecho a la vida de los no nacidos abre la puerta al infanticidio y a la eliminación de los dementes. Norbert Hoerster, entre otros, ha admitido en parte esta objeción y, por eso, ha fijado como inicio de la vida personal los cuatro meses posteriores al nacimiento[xxi]. Sin embargo, no ha justificado por qué son cuatro meses y no cualquier otro límite temporal. Tan sólo ha sugerido que las razones por las que generalmente se establece la fecha del nacimiento para el reconocimiento de los derechos civiles, son de carácter práctico: por un lado, la necesidad de proteger a los prematuros que nacieron antes de mostrar los primeros indicios de vida «personal»; por otra, la menor disposición de los agentes morales a procurar la instrumentalización del ya nacido que la del embrión o el feto[xxii].
Como señala Robert Spaemann, cuando depende de consideraciones como las anteriores, el derecho a la vida que proclaman las constituciones y declaraciones internacionales deja de referirse a la vida biológica para limitarse a la vida de ciertos «sujetos ideales» que se constituyen por su relevancia social22, p.348. Las personas devienen así en meros «titulares sociales de significación», esto es: en «productos» de la sociedad. Sólo si la familia (comunidad moral) o el Estado (comunidad política) manifiestan tener alguna expectativa o estima sobre ellas, se les reconocen derechos personales.
Pero aunque las personas necesitan de la  impronta social más que cualquier otro ser vivo para realizar la naturaleza propia de su especie, no son un mero producto de la sociedad. Porque, si lo fueran –como apunta Robert Spaemann– no merecerían mayor consideración de la que merecen, por ejemplo, los monumentos. Y del mismo modo que no existe un derecho propio de los monumentos, sino sólo el derecho de aquellos para quienes éstos tienen alguna relevancia, tampoco cabría hablar de un derecho propio de las personas. Cifrar los derechos de los individuos en «estimaciones de valor» a propósito de su «relevancia social» y de las «expectativas» que cabe depositar en ellos, sería tanto como afirmar que los derechos originarios no existen para todos los seres humanos. Y una afirmación así es propia del totalitarismo[xxiii] que aspira a someter la humanidad a una élite que decide sobre sus condiciones de vida y sobre su propio derecho a la vida.
La deconstrucción jurídica de la persona en el conjunto de sus accidentes legitima,  shutterstock_19364317como se ha mostrado, la detracción de los derechos fundamentales del embrión humano y muy especialmente de su derecho a la vida. De ahí que sea importante determinar «cuándo» comienza el ser humano a ser «lo suficientemente respetable» como para merecer ser considerado un fin en sí mismo[xxiv], esto es: cuándo comienza a ser propiamente persona. Con este objetivo, y en lo que sigue, exponemos las notas que definen a las personas y nos preguntamos si se dan en el embrión humano. La explicación de cada una de estas notas constituye una aproximación diferente a la idea común que ya hemos expresado en los párrafos anteriores, a saber: que la persona no es autoconsciencia ni subjetividad pura. Antes bien, la subjetividad y la autoconsciencia forman parte de su esencia. Son, por tanto, algo tenido; no revisten el carácter de substancia sino de accidente.
3. Las notas que definen a las personas y su presencia en el embrión humano, a la luz del realismo metafísico.
Como se ha mostrado y paradójicamente, la palabra «persona» ha pasado a ocupar un rol determinante en la destrucción de la idea de que todos los hombres tengan derechos frente a sus semejantes[xxv]. La raíz de esta deriva hay que buscarla en el desprecio que el pensamiento moderno mantuvo respecto del sentido originario del término, que, reelaborado por la Cristología y la Teología cristiana de la Trinidad, subrayaba la substancialidad, la singularidad y la intersubjetividad por encima de la acepción predicativa de la voz griega πρόσωπον (prosopon) y la hebrea פָּנִים (pānîm). La primera privilegió el uso del término «persona» como sinónimo de «máscara» o rol social, pasando a designar, tras su uso por la filología alejandrina y la gramática latina como voz que designa los roles gramaticales del hablante (1ª, 2ª y 3ª πρόσωπον) – un nomen dignitatis, esto es: una suerte de «identidad segunda» que concede el derecho a un reconocimiento y un trato específicos.
Una mirada realista permite entender, sin embargo, que la palabra «persona» no designa una dignidad otorgada. Tampoco una cualidad que distingue a determinados individuos como miembros de una clase ni un nombre genérico en el que se subsumen una amplia variedad de especies, como sostienen las tesis animalistas. De hecho, no hay ninguna cualidad que signifique «ser personal». En tanto que «expresión substancial», el título «persona» no se predica a propósito de algo, sino que identifica a «alguien» del que posteriormente se predica lo que sea. Es diferente al concepto específico «hombre», que designa a los individuos de la especie homo sapiens.
De manera intuitiva, las personas renunciamos a tratarnos unos a otros como casos particulares de la especie homo sapiens. No nos percibimos a nosotros mismos como «bestias inteligentes», sino como personas. Por eso, hablamos de nosotros con el pronombre personal «yo». Éste no designa al individuo de una clase, sino al «quién» que lo pronuncia. Y aunque este «quién» es siempre un ser «real», constituido de una manera precisa y ubicado en un lugar del mundo, nos sabemos «persona» con independencia de cuáles sean nuestras cualidades constitutivas y nuestra ubicación espacio-temporal en un momento determinado. Aunque nos engañemos sobre éstas (demencia), no las recordemos (amnesia) o las desconozcamos (inconsciencia); aunque no sepamos exactamente «quiénes» somos, nos continuamos refiriendo a nosotros mismo como «yo». En palabras de Spaemann, «la referencia del ‘yo’ no tiene ninguna indeterminación, sino que es una referencia puramente numérica, independiente de toda determinación cualitativa. «Yo» se refiere a la persona que dice «yo», sea ésta lo que sea»12, p. 31.
Dos ejemplos sirven para ilustrar lo afirmado en los párrafos anteriores: el primero, la enfermedad de Alzheimer. Quien padece esta enfermedad puede olvidar, y de hecho olvida, aquellos recuerdos con los que identifica su vida personal. Puede olvidar que las personas que le rodean son sus seres queridos, aquellos con los que ha convivido largo tiempo y algunos de los cuales ha elegido personalmente para formar parte de su vida; puede olvidar sus experiencias pasadas e incluso su propio nombre… puede dejar de saberse un «yo» o creerse un «yo» distinto al que es; pero nunca deja de referirse a sí mismo como un «yo» que en ocasiones siente pánico, en ocasiones tristeza y en ocasiones suma violencia; un yo aturdido y a veces asustado, que se reconoce como el sujeto de dichos estados.
El segundo ejemplo ha sido ilustrado por la literatura de todos los tiempos con la recreación de las metamorfosis. En éstas no se opera un «cambio substancial», sino que el protagonista permanece como la persona que es aunque su hyle se transforme. Podría decirse, de hecho, que quien permanece tras la metamorfosis no es estrictamente el «yo», sino aquel que se llama a sí mismo «yo», la persona, y es diferente a sus manifestaciones cambiantes. No es, ni siquiera, un estado de conciencia (al modo en que lo entendieron Locke y Hume), sino el portador de dicho estado que también puede ser cambiante. Robert Spaemann lo ha expresado así:
Se podría decir que (las personas) no son su naturaleza, sino que tienen su naturaleza propia. Ni siquiera son, como creía Sartre, una subjetividad pura desprovista de esencia que les da su forma de ser. Ya tienen una forma de ser, pero no se identifican con ella. Su ser es la posesión de una naturaleza. Por eso la mente humana ha imaginado historias de metamorfosis, como se ve en Ovidio y también en los cuentos populares. Lo interesante de estas historias es que estos hombres se transforman en otros seres sin dejar de ser ellos mismos. Como hemos dicho, a diferencia de todas las demás cosas y todos los otros seres vivos, las personas se relacionan con lo que son. Quienes somos no se identifica con lo que somos[xxvi].
El «yo», en definitiva, no es una referencia filosófica y abstracta. No es la res cogitans cartesiana, por más que el conocimiento que nos permite reconocernos como «yo» es anterior al conocimiento acerca de «qué» somos y «dónde» estamos. Nuestra autoidentificación no deviene de ninguna determinación cualitativa. No depende del modo en que encarnamos nuestra esencia. De hecho, quien se dice «yo» se sabe diferente a sus manifestaciones cambiantes porque «es» diferente a sus manifestaciones cambiantes, entre las que se incluye la aparición de la autoconciencia. Sabe que es «yo» en el momento presente, pero que también lo era en el pasado y lo será en el futuro. Se reconoce narrativamente en su biografía propia, única y singular. Se reconoce, incluso, en las ecografías que se le practicaron a su madre durante el embarazo. Ella misma, con un lenguaje sencillo, le recuerda en ocasiones que un día vivió «en ella».
De lo dicho se colige que «persona» no es un término descriptivo, sino un estatus que se reconoce con independencia de las cualidades contingentes. De ahí que nuestro primer deber hacia una persona se reduzca a percibirla como tal con independencia de la presencia en él o no de dichas cualidades. Aunque, como señala Spaemann, tampoco es adecuado formular esta percepción como un deber, pues los deberes necesitan una fundamentación, mientras que la percepción de las personas es la fundamentación última de nuestros deberes hacia ellas12, p. 180. Desde la concepción, las personas se integran en una institución que es previa a cualquier pacto o comunidad política: la familia humana. Y en el contexto de la familia, la sustancia personal no se diluye en el concepto accidental de función[xxvii] sino que presenta al prójimo como «uno de nosotros», como un co-sujeto o alter ego[xxviii]. Como alguien que no «es» porque sea reconocido, sino al que reconocemos porque «es» y que, en la medida en que lo reconocemos, nos permite reconocernos en él; como la  respectiva singularidad de una vida individual.
«Persona»  –por tanto– no es «aquello» en lo que el embrión humano «llegará a convertirse» si desarrolla determinadas cualidades, sino aquel que, porque lo es ya, desarrollará algún día dichas cualidades, que exponemos a continuación.
3.1. La intersubjetividad y la diferencia interna
Las personas se definen por mantener una diferencia con lo que son, esto es: por tener un momento de negatividad12, p.28. Esta diferencia se advierte de diversos modos, uno de los cuales es la relación que mantienen con su especie biológica, diferente a la relación que los demás vivientes mantienen con la suya. Como ha explicado Robert Spaemann, y al contrario que los seres no personales, las personas no se identifican a sí mismas como casos inmediatos de su concepto específico12, p.37. Un perro, por ejemplo, no se comporta de ningún modo respecto de su «ser perro». Sin embargo, las personas pueden comportarse de modo que se sientan indignos de ser reconocidos como tales. Y esta contradicción es un signo de su diferencia interna12, p.30. Aunque también los animales se definen por tener un «dentro» que tiende en busca de algo, esa búsqueda se constituye mediante el instinto y no mediante la libertad. Las personas, por tanto, son los únicos existentes conscientes de su diferencia como diferencia y pueden conducirse de un modo o de otro respecto de ella, es decir, tener una vida personal12, p.33.
Pero siendo cierto que las personas tenemos un «lado interior», es decir, que «vivenciamos»12, p.65, también lo es que no somos directamente nuestro «vivenciar» sino el sujeto de nuestro «vivenciar». La relación que mantenemos con nosotros mismos no sólo está mediada subjetivistamente12, p.157, sino que también tenemos un lado exterior que nos otorga un carácter objetivo y «numérico». De hecho, es el reconocimiento que los demás hacen de nosotros «desde fuera» el que nos «localiza» respecto de los demás entes. Por eso, una única persona en el mundo es algo impensable. La «personeidad» sólo puede existir en una pluralidad de personas.
En este sentido, el auto-reconocimiento de la identidad personal es un proceso de apropiación consciente de lo que en nosotros hay de «no idéntico», esto es, de nuestra diferencia interna. Este proceso es posible por nuestra capacidad de «extrañamiento», por nuestra capacidad para salir de nuestro centro orgánico y ocupar una «posición excéntrica», un lugar en el que no se decide «por naturaleza» ni gobierna el instinto. Una capacidad que nos permite hablar de nosotros mismos en tercera persona y vernos «con los ojos de los demás como un acontecimiento en el mundo»[xxix], dirigiéndonos a nosotros mismos como lo haríamos con otro hombre al que tratásemos de manipular12, p.35; que nos permite valorar las cosas de acuerdo con nuestros deseos mientras valoramos, al mismo tiempo, nuestros propios deseos.
Pero, en la medida en que el auto-reconocimiento es un proceso de apropiación consciente de nuestra diferencia interna, ésta existe antes de que se produzca este autoreconocimiento. Ha existido desde el mismo momento en que comenzó nuestra existencia. Por tanto, que tardemos más o menos en caer en la cuenta de ella es sólo una cuestión de tiempo o del modo en que se desarrollen nuestras capacidades, que se somete siempre a factores contingentes. Que el auto-reconocimiento de lo que en nosotros hay de «no idéntico» no se haya completado todavía, se haya perdido o nunca llegue a darse, no anula nuestro ser.
3.2. La singularidad, la esencia y la existencia
La autonomía del ser humano frente a la determinación de «lo natural» se nos ha ido desvelando platonprogresivamente. En un primer momento, Platón limitó esta autonomía al señorío del alma racional (nous), que implica la renuncia a la individualidad y el dominio de lo general. Esta renuncia, sin embargo, no era fácil. De hecho, sólo los más excelentes lo poseían y podían, por tanto, gobernar. Si la personeidad plena sólo se predica de quienes poseen esta autonomía, Platón habría restringido la categoría persona a los más notables.
Posteriormente, Hegel superó la diferencia entre lo general y lo individual haciendo uso de un concepto, lo «singular», que absorbe y realiza en sí lo general. Las personas, en tanto que singulares, no sólo se elevan por encima de su individualidad, sino que también lo hacen por encima de lo general. Recientemente, y valiéndose del concepto hegeliano de lo «singular», Spaemann ha descrito a la persona como «la respectiva singularidad de una vida individual»12, p.82. Así, y del mismo modo que la justicia concretada en un hombre es más que la idea de justicia, el que «se hace a sí mismo general» alcanza un modo de ser más elevado que lo general. Esto se traduce en algo que ya hemos apuntado en los párrafos anteriores: las personas son individuos, pero no en el sentido de que sean «casos» de algo general.  Como individuos, «son de modo individual y exclusivo lo general mismo. No son partes de una totalidad abarcante, sino totalidades en relación con las cuales todo es parte»12, p.40.
La palabra «persona», en definitiva, opera como un nombre propio general que identifica la respectiva singularidad de una vida individual. Para desarrollar esta idea, Spaemann propone el ejemplo de los apellidos familiares. Aunque todos los miembros de una misma familia comparten el mismo apellido, para cada uno de ellos significa algo distinto. El apellido le otorga a cada miembro de la familia un «lugar» dentro de la estructura familiar. Por analogía, ser persona otorga a cada uno su propio «lugar» en la comunidad de las personas. Este «lugar» es su «espacio de comunicación» y mantiene una relación apriorica con todos los demás lugares que ocupa, pues sólo hay personas juntamente con su lugar y no hay «lugar» sin las personas. No existe, en efecto, un «lugar vacío»; no existe «la persona» en abstracto, ni tampoco la «idea de persona»; sólo existen las personas reales[xxx]. Y precisamente porque el ser de las personas es real, no es subjetividad pura y puede ser objetivado desde la perspectiva externa, mostrándose a los demás como un ente corpóreo y al mismo tiempo subjetivo12, p.55.
Las personas también se objetivan a sí mismas como entes corpóreos. Y la coexistencia de ambas perspectivas (subjetiva y objetiva), les permite saber que no son una entelequia, sino que son reales y habitan un mundo real. Por eso, aunque como seres vivos se hallan en todo momento en el centro de su mundo y sus pulsiones están mediadas por la aspiración a la autoconservación, saben que lo que se encuentran en el mundo no es sólo lo que es para ellas, sino los que son «en sí»; reconocen a los demás como centros de sus propios mundos y saben que ellas, por su parte, sólo aparecen en esos mundos como un elemento de los mismos.
Cuando se afirma que el embrión humano no es persona porque carece de autoconsciencia, se recae en el «paralogismo cartesiano» refutado contundentemente ya desde Kant. El filósofo alemán, en efecto, impugnó la idea cartesiana de una substancia intelectual (cogito) reemplazándola por la de una «apercepción trascendental», esto es, por la idea de un «yo pienso» que acompaña a todas mis representaciones pero no es una entidad ontológica independiente. Más recientemente, y en la misma línea, Robert Spaemann ha revisado la ontología cartesiana poniendo el acento en el sum en lugar de en el cogito, mostrando que éste no es una forma pura, sino que atribuye el acto de pensar a un existente real y particular.
Para explicarlo, ha subrayado que «la autocertidumbre absoluta de la conciencia sólo es puntual, sin dimensiones, pues cuando se expresa ya ha pasado tiempo»[xxxi]. En este sentido, sería más adecuado decir «he pensado» que decir «pienso». Pero el recuerdo ya no es autoconsciencia inmediata, sino objetivación de uno mismo31, p.114. Objetivación de la propia subjetividad que nos permite relacionarnos objetivamente unos con otros sin dejar de tratarnos al mismo tiempo como sujetos, pues en el recuerdo nos convertimos,, como subjetividad, en objetos para nosotros mismos. Esto significa que las personas no somos un cogito puntual, sin contenido e instantáneo, sino sujetos «reales», objetivos y transtemporales, con una biografía que se constituye desde el propio recuerdo y desde el recuerdo de los demás.
Frente al cogito impersonal y abstracto, el sum sí se piensa expresamente. Evidentemente, «yo soy» no es cierto sólo para mí, sino que también lo es para los demás. También para ellos «yo soy». Por consiguiente, «yo soy» implica algo más que sólo autoconsciencia; implica, en palabras de Spaemann, que dispongo de una naturaleza que se da a los demás como «algo» objetivo que, simultáneamente, hace presente mi subjetividad. Si no fuera así, los demás tendrían que ser «yo» para percibir que «yo soy» o, en su defecto, el «soy» que percibirían no sería realmente «yo»12, p.11. Por lo demás, la subjetividad sólo es una abstracción, un momento de la reflexión dentro de nuestro proceso biográfico. La unión de todos los recuerdos propios en una biografía es, en efecto, un acontecimiento instantáneo de la conciencia dentro de este propio proceso, pues la persona está siempre en un lugar concreto del mismo y nunca más allá de él12, p.114. Por eso, el ser humano consciente sabe que es más que sólo consciencia[xxxii]
3.3. La intencionalidad como estructura interna o forma substancial
Hemos visto, hasta el momento, que no podemos definir a la persona como una subjetividad pura. Pero tampoco la podemos definir como mera exterioridad. La razón es la siguiente: la exterioridad de los seres vivos está sometida un permanente proceso de cambio. Está sometida a permanentes cambios. De alguna manera, se podría decir que la persona es un proceso siempre inacabado, un continuo «estar viniendo»[xxxiii]. Por eso nos reconocemos a nosotros mismos en una fotografía reciente, pero también en una fotografía tomada cuando éramos jóvenes o a los pocos días de nacer. Incluso en una ecografía. Ninguna de esas imágenes refleja el mismo cuerpo ni el mismo rostro. Ni siquiera la misma capacidad intelectual. No hay, por tanto, identidad en estas imágenes. Pero sí hay «mismidad». El bebé, el niño, el adulto y el anciano que reflejan las fotografías reseñadas, siempre ha sido el mismo.
¿Cómo definir, entonces, a aquel que no es propiamente exterioridad ni interioridad, objetividad ni subjetividad? Reconocemos que no es sencillo hacerlo y que nos enfrentamos a una dificultad insalvable desde los postulados empiristas.
El principio empirista, en efecto, sólo admite como ontológicamente originarios los datos atómicos de los sentidos y no puede sino intentar explicar las vivencias como epifenómenos de la materia. Y aquí tropieza con un hecho incontestable: el conocimiento empírico sobre el sentido de la vista humana no podrá explicar jamás qué sea el ver[xxxiv]. Ni evidencia científica alguna nos permitirá «sentir» el dolor que describe desde los síntomas observables en quien lo padece. Del mismo modo, el empirismo sólo alcanza a explicar las emociones y los pensamientos como estados de la materia y reduce lo que llamamos mente a operaciones cerebrales. De ahí que cuando la corteza cerebral está incompleta o no es operativa, el materialismo empírico niegue la posibilidad de vivencias personales y, por ende, la existencia de un ser personal.
Desde la perspectiva del realismo metafísico, sin embargo, constatamos un hecho: que existe una distancia entre nuestras aspiraciones y la satisfacción efectiva de las mismas. Y esta es la clave para diferenciar las acciones humanas de un mero acontecer natural. Las acciones humanas son actos «intencionales» y, como tales, no son estados observables sino un «estar dirigido» hacia dichos estados30. Responden a lo que Heidegger llamó «disposición de ánimo» o «estar predispuesto»12, p.75. De ahí que fenómenos como la conciencia, el querer y el saber, sólo sean lo que son cuando se incluyen en ese «estar predispuesto» y son impregnados por él12, p.61. Es más: la unión de los actos intencionales con una base neuronal es siempre contingente. Por eso, y en la medida en que la intencionalidad no es un fenómeno físico, las ciencias físicas no pueden instruirnos sobre lo que verdaderamente es la persona.
El empirismo, además, incurre en contradicción cuando se ve obligado a admitir el dualismo fenomenológico para salvar la unidad teleológica entre los aspectos internos y externos de nuestras acciones. Para ello se apoya en tres suposiciones: a) que ambas esferas existen; b) que se pueden definir independientemente; y c) que la esfera mental se puede interpretar como función de la psíquica. Pero, como señala Spaemann, la intencionalidad no se puede describir como un estado físico, pues aunque es cierto que por pertenecer a la vivencia está unida a lo psíquico y no puede reprimirse, también lo es que no puede inducirse mediante influjos psíquicos sino que los precede. En efecto, sólo podemos «querer» algo conscientemente si existe en nosotros una tendencia hacia ello. Sin esta tendencia todo nos sería indiferente. La vivencia es, pues, una «intencionalidad potencial»12, p.70.
Es preciso matizar, sin embargo, que los actos intencionales no son una mera expresión de teleología natural. Si fuera así, todos los seres naturales serían personas. Aunque los animales atienden a su naturaleza finalista cuando actúan, no necesitan representarse el fin que persiguen ni se comunican con otros seres sobre los medios adecuados para lograrlo. Sus acciones son, por tanto, meramente «proposicionales» en la medida en que se proponen algo, pero no intencionales, puesto que son instintivos y en ellos no opera la independencia recíproca de las intenciones prácticas y teóricas que caracteriza la historia humana y la modificación continua de nuestras condiciones de nuestra vida y nuestro obrar12, p. 74. Un pájaro atiende a su naturaleza finalista cuando construye un nido, pero no necesita representarse mentalmente el nido que construye ni se comunica con otros pájaros sobre el fin que persigue y sobre los medios adecuados para lograrlo12, p. 73. En la medida en que responde a un propósito, la construcción del nido es un acto «proposicional»; pero no es un acto intencional, porque no se orienta a la construcción del nido sino que obedece al instinto del pájaro. Si una araña de tierra supiera que los huevos que pondrá contienen a las arañas que la matarán para comérsela, posiblemente no construiría un nido para desovar.
Los actos intencionales, en definitiva, exigen la preexistencia de «algo» que posteriormente se autoorganiza y que no es meramente proposicional. A ese «algo» preexistente Aristóteles lo llamó alma o «forma substancial»12, p.155. En la práctica, se organiza como un «plan de construcción interno», como la estructura  o «intención» del ser. Al ser «pura estructura», se mantiene idéntica a sí misma con independencia del movimiento y el intercambio de materiales. Y esto es algo que las personas sabemos intuitivamente.
La permanencia de la forma substancial se evidencia con el fenómeno del envejecimiento. El paso del tiempo opera cambios en nuestro cuerpo, en nuestra psicología y en nuestro sistema cognitivo, pero esos cambios no final de la vida(2)hacen de nosotros una persona distinta ni siquiera cuando, como consecuencia de la enfermedad del Alzheimer, dejamos de reconocernos a nosotros mismos. Esto se debe a que los cambios que se operan en nuestro cuerpo y en nuestra conciencia no son cambios substanciales, sino movimientos accidentales. Los cambios substanciales implican una discontinuidad ontológica; son génesis y no alloiosis. En este sentido, para las personas, sólo el comienzo de la vida y la muerte son cambios substanciales. Los movimientos accidentales, en cambio, se producen en un ser que exhibe sus propias cualidades y realiza sus operaciones propias. Estos movimientos son compatibles con el ser «de por sí» (Selbstein) de un ente. La maduración y la degeneración de las cualidades sensibles no son cambios substanciales, sino movimientos accidentales. Porque la sustancia o subpositum personal (en tanto que subsistente) no es el conjunto de sus accidentes, sino lo que da el ser a los accidentes. De ahí que «sea un hombre lo que sea, lo decisivo es que eso no determina «quién» es ese hombre»12, p.57.
La intencionalidad, y aquí radica la aportación del realismo metafísico, no pertenece ni al interior ni al exterior de los sujetos, sino que es «a view from nowhere». Pertenece a un tipo de seres, los sujetos personales que ocupan un lugar que se sitúa más allá de los límites físicos y más allá de la mera subjetividad. Un lugar que ocupa acompañado de los seres personales, que también tienen su propio lugar. La vida personal es, en definitiva, una «intencionalidad potencial» que se inicia con nuestra existencia y que no pertenece a lo psíquico ni se sitúa en un órgano físico concreto. La intencionalidad potencial es una cualidad de nuestra forma substancial específica y que no comparte ningún otro ser vivo. Hablamos de vida personal cuando nos referimos a la vida potencialmente consciente, y de vivencia personal cuando nos referimos a la intencionalidad potencial12, p. 72. Por tanto, hablamos de vida personal y de vivencia personal desde el momento en que empezamos a existir como seres vivos.
3.4.  La dignidad personal y el carácter trascendente
Hablamos de dignidad para referirnos a un principio[xxxv], a la base trascendental que justifica el hecho de que los seres humanos tengan derechos y obligaciones. Su justificación, por tanto, es de carácter trascendental, moral y tambén religioso. Trascendental/ontológico, porque no obedece a nuestras cualidades inmanentes, sino a nuestro potencial para trascender la diferencia dentro/fuera y orientarnos hacia los demás; a nuestro potencial para adoptar una posición excéntrica y mirarnos con los ojos de los demás; de hacer nuestros sus intereses. La dignidad del ser humano no deviene, de hecho, de ser un fin «para sí mismo» sino «en sí mismo»[xxxvi]. Que cada persona sea para sí misma el último «por mor» de su obrar, no significa que los demás no puedan usarlo como medio para conseguir sus fines propios. El ratón es un fin último para sí mismo y no por eso lo es para el gato. Por eso, a las personas no les basta la autoconciencia de ser un fin en sí mismo. Necesitan serlo absolutamente, esto es, serlo también para los demás.
La fundamentación de la dignidad es también moral porque se predica de los seres morales y libres. Por eso no se puede sustraer, sino tan sólo reconocer o impedir que se manifieste. Hay ocasiones, incluso, en que la dignidad consiste en desprenderse de cualquier ostentación de autoridad. Éste es, precisamente, el símbolo de la Cristiandad: la imagen de alguien que aparentemente ha sido despojado de su dignidad, desnudo y crucificado, pero que al mismo tiempo, y precisamente por ello, es honrado con profunda reverencia[xxxvii] .
La dignidad humana, en definitiva, no se deriva de las capacidades del individuo, de su fortaleza ni de su funcionalidad. Dado que la dignidad evoca una cualidad personal, un modo de ser interno y de conducirse, nadie, salvo la propia persona, puede arrebatarle otro su dignidad. En un león, por ejemplo, se admira la dignidad de su presencia poderosa. Pero cuando nos referimos a las personas, no nos referimos a este tipo de características para señalar la dignidad. Por eso, puede ocurrir que haya más dignidad en el rey derrocado que en aquel que usurpa su trono. Y en quien sirve humildemente a los demás se advierte, a menudo, una dignidad que eleva al siervo por encima de su amo. Para el realismo metafísico, en definitiva, hay modos de comportamiento que, desde una fundamentación moral, son especialmente portadores de dignidad, como también al contrario. El concepto de dignidad es moral porque no puede ser arrebatado.
La «indignidad» es, por tanto, una característica que sólo poseen las acciones y las actitudes de las personas, seres morales y libres. La tortura, por ejemplo, es una conducta indigna. Pero lo es para el torturador, no para el torturado, que aún en su debilidad conserva intacta su dignidad. Ésta no se le puede sustraer, sino tan sólo impedir que se manifieste. De ahí que se considere carente de dignidad la profesión del verdugo, mientras que el delincuente ejecutado siempre ha tenido oportunidad de mostrar dignidad en el momento de su ejecución y convertirse en objeto de respeto. Pero indigno es el comportamiento del verdugo, no su persona. El ejemplo de Cristo, que acepta su exposición a la mirada ajena mientras es torturado en la cruz, tiene que ver con esta reflexión. En este sentido, se puede reconocer mejor la dignidad del embrión vulnerado que la de quien lo manipula como si se tratase de un objeto.
Por último, la fundamentación de la dignidad es también religiosa porque se entiende mejor cuando consideramos que el ser humano no se reduce a su existencia «terrenal». Si su vida fuera exclusivamente terrenal, la vida personal no tendría más valor que el cada uno le quisiera conceder. O, incluso, que aquel que los demás le quisieran conceder. Y, así, podría ocurrir que el asesinato secreto e indoloro de alguien que careciera de familiares y amigos no fuera un hecho punible, pues no supondría una pérdida para nadie. Ni lo sería para el individuo, puesto que tras su muerte ya no existiría y no podría conceder a su vida un significado especial. Y por supuesto para los demás, puesto que no tiene quien le reconozca y estime.
Pero todo cambia cuando se considera que el hombre es capaz de sobrevivir a su propia muerte física y que Dios existe. Porque cuando el carácter del hombre «en sí» no es valioso sólo para él o para los demás, sino también para Dios, la vida humana adquiere una dimensión «sagrada». Como subraya Spaemann, esto es algo que Theodor Adorno y Max Horkheimer captaron nítidamente cuando escribieron que contra el asesinato sólo cabe un argumento religioso: el descubrimiento de algo «sagrado» en el ser humano. Lo sagrado es lo inconmensurable, lo que no se puede fundamentar ni derivar funcionalmente, lo que es «bueno» como predicado absoluto[xxxviii]. Elevado por encima de su «diferencia interna», el ser humano puede relativizar su yo finito y hacerse capax Dei; puede, en la batalla moral interior sobre la que escribió San Agustín, amar a Dios hasta el desprecio de sí[xxxix] . Y esta capacidad le convierte –como ser potencialmente moral– en un fin en sí absoluto. Agustín escribe: «No sería yo, pues, Dios mío, absolutamente no sería yo, si Vos no estuvieseis en mí»[xl].
El empirismo no está en disposición de impugnar las razones expuestas. Cuando se parte de un presupuesto –que el discurso debe construirse etsi Deus non daretur (como si Dios no existiera)– parece tramposo prohibir que el interlocutor también parta de su propio presupuesto: la razonabilidad de la fe. Una interpretación del mundo que sólo considere real lo que es objeto de tratamiento científico es, desde el punto de vista de la historia universal, un fenómeno reciente y excepcional, pues la Historia del hombre se caracteriza, desde los comienzos de la humanidad, por un rumor que no se acalla: la existencia de Dios y de una vida tras la muerte. Esto es algo, evidentemente, que no podemos probar. Pero que tampoco nadie ha podido refutar. Y, en todo caso, el onus probandi le corresponde a quien afirma que este rumor es infundado. Mientras no se demuestre falso, el argumento religioso no puede ser obviado, pues forma parte del modo en que los hombres comprenden su existencia.
3.5. La naturaleza racional
El silogismo que explica la negación del estatuto personal de los embriones humanos es el siguiente: las personas son seres racionales; los embriones no realizan operaciones racionales; en consecuencia, los embriones no son personas. Para desvelar la falsedad de esta secuencia, debemos detenernos a delinear correctamente el concepto de razón.
Tomás de Aquino distinguía entre razón en sentido estricto y razón en sentido lato. En sentido estricto, la «razón» es la función del intelecto que se realiza mediante el pensamiento y el discurso; en sentido lato, el conjunto de las potencias intelectivas, de todas aquellas facultades independientes de la materia[xli]. La primera acepción excluye al embrión de la comunidad de las personas; la segunda los incluye, puesto que poseen la estructura o unidad funcional de las potencias intelectivas a las que el aquinate llamó mente o espíritu.
Entendiendo a esta última acepción, Adela Cortina niega que se deba exigir, para el reconocimiento de la dignidad personal, la capacidad «operativa» de autoconsciencia. No poder ejercer sus capacidades cognitivas no convierte al individuo humano en miembro de otra especie, sino en una persona que necesita de una comunidad humana que cuide de ella[xlii]. Tampoco Spaemann considera necesaria la operatividad de la autoconsciencia para que un ser humano sea reconocido como tal. Poder tocar el piano – escribe – «es una realidad también cuando a falta de piano no se puede realizar. Persona no significa aquello que un hombre puede llegar a ser, sino aquél hombre que puede llegar a ser algo»30, p.404.
La naturaleza racional, en definitiva, no es el «ser» de las personas, sino su esenciaEmbrión humano, el núcleo del debate en la University College de Londres era analizar los pros y contras de promover su investigación más de los 14 días. o modo de ser. En toda realidad, en efecto, se distingue entre «aquello que es» (el ente)  y el «ser» mismo que hace que ese ente sea el que es y reciba un nombre distinto, esto es: su esencia. En particular, la esencia o «modo de ser» de las personas es tener una naturaleza racional; sin embargo, su condición de posibilidad es el esse, el «ser». Porque existe (porque «es»), la persona «tiene» una naturaleza racional, ya sea de modo potencial, acabado o imperfecto. La naturaleza racional es algo que se tiene. Pero lo que nos convierte en personas no es el modo en que encarnamos las perfecciones propias de nuestra naturaleza. Las personas, –recuerda Spaemann– no vivimos sumergidos en nuestro modo de ser, sino que vivimos distinguiendo nuestro «ser» de nuestro «modo de ser», es decir, de nuestra esencia o naturaleza. Por eso tenemos dominio sobre nuestros actos y podemos comportarnos de uno u otro modo respecto de nuestra naturaleza. Podemos, en efecto, obrar racional o irracionalmente; apropiarnos en libertad de las leyes de nuestra esencia o atentar contra ellas 12, p.50
El reconocimiento del embrión como un ser racional es posible, en definitiva, como reconocimiento de su ser en su naturalidad. Si quisiéramos reconocerlo exclusivamente qua ser racional – escribe Spaemann – no sería un sujeto lo que reconoceríamos, sino aquellos de nuestros criterios de racionalidad que encontráramos realizados en él[xliii]. Y entonces, como, cuando no los encontramos nos sentiríamos legitimados para negarles nuestro reconocimiento y nuestra acogida como miembros de la comunidad de las personas. Las consecuencias contraintuitivas de este modo de actuar son evidentes, pues siempre podríamos negar el reconocimiento no sólo a los embriones humanos, sino a cualquier humano inconsciente. Una persona en coma, o incluso una persona que duerme, podría ser instrumentalizada sin que se pudiera acusar a quien lo hiciera de cometer un acto indigno.
La protección jurídica que establecen las Constituciones se refiere, por tanto, a los seres que tienen una naturaleza racional, no sólo a los que efectiva y contingentemente pueden realizar operaciones racionales. Reconocer a las personas como tales implica considerar la racionalidad como una nota natural de la especie, de cuyos privilegios participa todo aquel que participa de la naturaleza humana. Y el embrión humano lo hace. Sólo en este supuesto – señala Spaemann– «se puede hablar de derechos del hombre. Pues sólo en este supuesto se sustrae del capricho de determinados hombres el reconocer o no reconocer a otros hombres los Derechos Humanos»41.
Desde la perspectiva del realismo metafísico, el reconocimiento de las personas como tales precede a todo deber. No es algo que se otorgue y que conceda el derecho a ser tratado de un modo específico. Se le debe a todo hombre por el mero hecho de serlo. Como destaca Anna Frattin, el reconocimiento consiste en reconocer algo que está ahí antes de ser reconocido. Consiste en afirmar el ser del otro. No responde a razones prácticas, sino ontológicas[xliv]. En el mismo sentido, Thorsten Jantschek, subraya que el reconocimiento no es un acto condicional, es decir: un trato que dependa de las cualidades o habilidades específicas del reconocido, sino que es achtung moralische, es decir: una actitud que se mantiene con independencia de cuál sea el comportamiento de aquel hacia quien se dirige[xlv]. A las personas no se las reconoce como tales cuando son aceptadas en la comunidad de los seres racionales, sino que ese reconocimiento les hace accesibles como tales.
4. Conclusiones
  1. El título «persona» no se predica a propósito de algo, sino que identifica a «alguien» del que posteriormente se predica lo que sea. El embrión humano no es, por tanto, un sustrato biológico que adquirirá algún día las cualidades que le convertirán en una persona, sino aquel que, porque ya es persona, podrá adquirir un día dichas cualidades.
  2. La racionalidad (o esencia personal) no se manifiesta de manera inmediata ni espontánea cuando comienza la vida humana. Ni siquiera se manifiesta siempre. Su aparición, maduración y degradación, son movimientos accidentales que no operan como un cambio substancial. El carácter personal es predicable, por tanto, con anterioridad a su aparición.
  3. La vida es movimiento en el sentido de potencia, de «acto de lo posible». Por eso, afirmar que el «ser» de la persona es «vivir una vida racional», significa afirmar que la vida personal es susceptible al despertar de la razón. Ser persona no es un estado, una situación de la cual disfrutamos en algunas ocasiones y en otras no. La razón pertenece, desde el principio, a la dotación del ser humano cuya animalidad, en tanto que humana, constituye el sustrato en el que se despliega la persona.
  4. El hombre tiene una naturaleza, pero no es su naturaleza. La «personeidad» no es un agregado cualitativo y, por eso, no se puede ganar ni perder. El embrión humano, en tanto que humano, tiene una naturaleza susceptible al despertar a la razón. No es potencia de persona, sino persona potencial. En consecuencia, le asiste el derecho fundamental a no ser instrumentalizado, comercializado ni eliminado.

5. Referencias
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Enrique Burguete
Enrique Burguete
Observatorio de Bioética


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