lunes, 7 de septiembre de 2015

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Cataluña: Estos otros tampoco nos representan | Opinión | EL PAÍS



Estos otros tampoco nos representan

Adular a los ciudadanos diciendo que se hará lo que ellos decidan es considerarse políticos a título particular. De ese modo evitan alinearse con alguna de las alternativas en conflicto cuando la cosa va muy en serio, como pasa en Cataluña





ENRIQUE FLORES


Empecemos por una constatación bien sencilla. Tanto a Artur Mas como al partido de Pablo Iglesias parece unirles una análoga manera de operar políticamente. No se rigen por la lógica de la convicción (todo lo responsable que haga falta), lógica que les llevaría a presentar sus propuestas, argumentar su bondad e intentar persuadir a la ciudadanía para que les apoyara con el objeto de materializarlas, sino que su modo de funcionar parece responder a un designio de carácter totalmente distinto.
En realidad, la lógica que aplican (por llamativo que pueda parecer en el caso de Podemos) es la lógica del mercado, consistente en acomodar su oferta política a la supuesta demanda que creen detectar en la ciudadanía, inclinándose por aquella causa o reivindicación para la que suponen que existe un nicho (de mercado, obviamente). Es notorio que tal cosa ocurrió con Artur Mas, cuya querencia independentista constituyó el secreto mejor guardado durante largo tiempo, pero que se fue revelando de manera gradual a los catalanes conforme el todavía inquilino de la Generalitat detectaba que podía reportarle beneficios electorales o parlamentarios (habrá que recordar que el cargo que ocupa lo obtuvo rehuyendo la menor referencia a dicha idea). Pero lo propio ocurre con Podemos, cuya permanente rectificación ideológica y programática (desde los más bruscos volantazos estratégicos en cuanto a modelo de sociedad, a las más nimias modificaciones tácticas de detalle) responde a la reconocida voluntad de ir ajustándose a las variables demandas de los hipotéticos votantes.
Como es obvio, tan llamativa plasticidad nunca se presenta como tal, sino que suele venir revestida, sobre todo en el caso del partido de Pablo Iglesias (aunque lo propio cabría predicar de muchas organizaciones y plataformas afines), de una supuesta radicalidad democrática. Radicalidad que, por cierto, no resiste el menor análisis. Porque la reiterada apelación a “lo que la gente decida” no pasa de ser, en el mejor de los supuestos, una obviedad y, en el peor, un escondite tras el que ocultar el miedo a explicitar y defender las propias propuestas. Abundan los ejemplos de tales evasivas. Así, recién elegido Marc Bertomeu secretario general de Podemos en Cataluña, respondía a la pregunta: “¿Qué modelo territorial fija Podemos?” precisamente con esas palabras: “El que se decida” (EL PAÍS, 12/01/2015). Pero eso, claro está, no es fijar modelo alguno sino aceptar el resultado de una votación. Curiosa la actitud de estos nuevos políticos, obsesionados por lo que llaman “no predeterminar una respuesta”, sino únicamente por “fomentar el debate y la información, y que cada uno decida”, como si carecieran de opinión propia al respecto.
Esta última afirmación no se pretende una pequeña impertinencia deslizada al pasar sino la expresión de una constatación preocupada. Entiéndaseme bien: no me preocupan unas ideas u otras, sino la clamorosa ausencia de ellas. ¿O es que hay forma humana de saber lo que piensa la alcaldesa de Barcelona, tan en la línea de la formación de Pablo Iglesias, cuando declara: “Yo formo parte de la gente que, sin haber sido nunca nacionalista, independentista, puede variar la opinión en función de cómo se plantee el debate”[SIC]? Ni el más perspicaz intérprete conseguiría saberlo, máxime a la vista de la manera en que a continuación justificaba su indefinida posición: “Hay muchas posibilidades y yo quiero poder discutirlas todas”.
No son preocupantes unas ideas u otras, sino la clamorosa ausencia de ellas
Como la opción de que, a estas alturas, Ada Colau todavía no se haya formado opinión al respecto en un asunto de tamaña trascendencia me parece de todo punto inverosímil, me temo que habrá que empezar a tomar seriamente en consideración otra posibilidad. Una posibilidad de la que lo que importa no es el rótulo que mejor la describe (que sería, a qué engañarnos, ciertamente duro) sino los supuestos acerca de la democracia misma y acerca de la responsabilidad política en los que parece basarse.
Tal vez haya alguien que piense que repitiendo banalidades de diseño del tipo “siempre estaré al lado de lo que democráticamente decida el pueblo” ya se coloca a salvo de toda crítica, cuando no es así en absoluto. ¿O es que quien así habla se colocaría al lado del pueblo en cualquier caso, decidiera lo que decidiera, siempre que se hubiera seguido un procedimiento democrático? ¿No hay decisión colectiva alguna con la que podría estar en profundo desacuerdo y que le llevaría, si no a desobedecer el mandato popular, a presentar su dimisión porque su conciencia política le impediría llevarla a cabo?
La contradicción es evidente, pero quienes incurren en la misma intentan sortearla, ellos también, a base de astucia (como ese último hallazgo presuntamente politológico consistente en denominar “indefinición democrática” a la labilidad permanente). Tras la apariencia de que se deja todo el poder de decisión en manos de la ciudadanía, lo que en realidad se está diciendo es que los políticos no asumen responsabilidad alguna. Cuando Ada Colau afirmaba el pasado 22 de agosto, haciendo referencia a la cuestión de si el Ayuntamiento de Barcelona se iba a integrar en la AMI (Associació de Municipis per la Independència), que “lo que cuenta no es qué opinan individualmente 11 regidores, sino qué opinan los vecinos de Barcelona”, estaba convirtiendo la función representativa de los cargos en cuestión en mera “opinión individual”. Como si tales regidores no hubieran sido elegidos por la ciudadanía para que actuaran en su nombre sino que estuvieran en el Consistorio a título meramente particular.
Si el representante abdica de su función, ¿de qué dará cuenta a la hora de las elecciones?
Pero si el político abdica de la función de representar y en cada ocasión en la que se encuentra ante un problema comprometido transfiere a los ciudadanos la responsabilidad que le corresponde a él, ¿de qué dará cuenta a la hora de las elecciones, cuando toque examinarle por su gestión? La respuesta es de una claridad meridiana: de nada realmente importante. Serán los ciudadanos y no él mismo (que habrá evitado de manera sistemática alinearse en favor de ninguna de las alternativas en conflicto cuando la cosa vaya muy en serio, como ocurre en este momento en Cataluña) quienes, a buen seguro, tendrán que cargar con el peso de las decisiones tomadas.
Por eso, nada hay más inquietante que aquel político que adula a los votantes a base de proclamar —mientras esconde las cartas de lo que realmente piensa o prefiere— que está dispuesto a asumir cualquier cosa que ellos decidan. Lo que viene a reconocer con tales adulaciones es que tanto le da ocho que ochenta y que se encuentra dispuesto a cambiar de caballo a mitad de carrera sin el menor escrúpulo con tal de alcanzar el poder o, si ya lo ha alcanzado, de no verse fuera de él.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona.

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