El Papa pide en el Congreso de EE UU la abolición de la pena de muerte
"Estoy convencido de que este es el mejor camino, porque cada vida es sagrada"
PABLO ORDAZ / MARC BASSETS Washington 24 SEP 2015 - 17:43 CEST
El mensaje incómodo que el papa Francisco dirigió al Congreso de los Estados Unidos puede resumirse en una de sus frases: “Hagan ustedes con los demás como quieran que los demás hagan con ustedes”. Jorge Mario Bergoglio, que se presentó como “hijo de este gran continente”, repasó ante los congresistas todos los asuntos –cambio climático, redistribución de la riqueza, regulación de la inmigración, política exterior multilateral— que la mayoría republicana ha venido bloqueando. El Papa pidió que la respuesta hacia la llegada de inmigrantes sea “humana, justa y fraterna”, y abogó por la abolición de la pena de muerte.
El Papa, que fue recibido con un largo aplauso, volvió a levantar a los congresistas cuando, nada más empezar, dijo: “Les agradezco la invitación que me han hecho a que les dirija la palabra en esta sesión conjunta del Congreso en la tierra de los libres y en la patria de los valientes”. Pero, enseguida, empezó un discurso menos complaciente. “Si es verdad que la política debe servir a la persona humana”, planteó Bergoglio, “no puede ser esclava de la economía y de las finanzas. La política responde a la necesidad imperiosa de convivir para construir juntos el bien común posible, el de una comunidad que resigna intereses particulares para poder compartir, con justicia y paz, sus bienes, sus intereses, su vida social. No subestimo la dificultad que esto conlleva, pero los aliento en este esfuerzo”. Y añadió: “Tratemos a los demás con la misma pasión y compasión con la que queremos ser tratados. Busquemos para los demás las mismas posibilidades que deseamos para nosotros. Acompañemos el crecimiento de los otros como queremos ser acompañados. En definitiva: queremos seguridad, demos seguridad; queremos vida, demos vida; queremos oportunidades, brindemos oportunidades. El parámetro que usemos para los demás será el parámetro que el tiempo usará con nosotros”.
El mensaje del Papa es incómodo para la mayoría republicana del Congreso. En el cambio climático, en las desigualdades, en la inmigración y en la defensa implícita del diálogo con Cuba e Irán, Francisco se alinea con el presidente Barack Obama y el Partido Demócrata. El Papa no es un líder político, es un líder espiritual, pero el discurso del Capitolio puede leerse como una lista de reproches contra un partido que en los últimos años ha negado el cambio climático, ha vilipendiado las políticas económicas redistributivas, ha bloqueado los intentos de regular la inmigración y se ha opuesto con virulencia a la política exterior multilateral de Obama. Si Bergoglio fuese uno más de los parlamentarios que le escuchaban no hay ninguna duda de la bancada en la que se sentaría.
Y, aun así, el mensaje del Papa, suave en las formas, sin entrar a fondo en ninguno de los asuntos, quería ser conciliador. Lo primero que hizo Francisco, después de volver a presentarse como “hijo de este gran continente”, fue colocar a los estadounidenses ante el espejo de su propia historia, para demostrarles que personajes como Abraham Lincoln, Martin Luther King, Dorothy Day y Thomas Merton ya “apostaron, con trabajo abnegación y hasta con su propia sangre, por forjar un futuro mejor”. Bergoglio, al que una parte del Congreso tiene por un peronista argentino, un papa rojo, pretendía así demostrar que su discurso incómodo, los baluartes de la doctrina social de la Iglesia, también está en el ADN de Estados Unidos. Francisco, no obstante, fue tacaño con los gestos hacia la derecha religiosa. Solo mencionó de pasada uno de los caballos de batalla de los obispos locales y del sector conservador, el matrimonio homosexual, legal desde junio en todo EE UU.
“A través de ustedes”, se dirigió el Papa a los congresistas, “quisiera tener la oportunidad de dialogar con miles de hombres y mujeres que luchan cada día para trabajar honradamente (…), con tantos abuelos que atesoran la sabiduría forjada por los años e intentan de muchas maneras, especialmente a través del voluntariado, compartir sus experiencias (…), con todos esos jóvenes que luchan por sus deseos nobles y altos, que no se dejan atomizar por las ofertas fáciles, que saben enfrentar situaciones difíciles, fruto muchas veces de la inmadurez de los adultos”.
El papa Francisco se refirió también a la violencia provocada por el fundamentalismo religioso para pedir a los congresistas mucho tacto y mesura a la hora de luchar contra ella: “Combatir la violencia perpetrada bajo el nombre de una religión, una ideología, o un sistema económico y, al mismo tiempo, proteger la libertad de las religiones, de las ideas, de las personas requiere un delicado equilibrio en el que tenemos que trabajar. Y, por otra parte, puede generarse una tentación a la que hemos de prestar especial atención: el reduccionismo simplista que divide la realidad en buenos y malos; permítanme usar la expresión en justos y pecadores. El mundo contemporáneo con sus heridas, que sangran en tantos hermanos nuestros, nos convoca a afrontar todas las polarizaciones que pretenden dividirlo en dos bandos. Sabemos que en el afán de querer liberarnos del enemigo exterior podemos caer en la tentación de ir alimentando el enemigo interior. Copiar el odio y la violencia del tirano y del asesino es la mejor manera de ocupar su lugar. A eso este pueblo dice: No”.
La imagen de Francisco dirigiéndose al Congreso de Estados Unidos es un símbolo poderoso del lugar central que el catolicismo ocupa en la sociedad y la política estadounidense. No siempre fue así. El Vaticano y EE UU no establecieron relaciones diplomáticas hasta 1984, después de un intervalo de 134 años. Hace 55 años, durante la campaña presidencial de 1960, el candidato demócrata, John F. Kennedy, que era católico, tuvo que esforzarse para deshacer la sospecha de que gobernaría al dictado del Papa de Roma. Incluso personalidades como el reverendo Martin Luther King, que acabó apoyándolo, cuestionaran por este motivo sus credenciales para ser presidente.
“Creo en una América que oficialmente no sea ni católica, ni protestante ni judía, en la que ningún funcionario público requiera ni acepte instrucciones sobre política pública del Papa, del Consejo Nacional de las Iglesias ni de ninguna otra fuente eclesial”, dijo Kennedy en un discurso ante líderes religiosos en Houston. Entonces se decía que un católico —religión asociada entonces a los inmigrantes irlandeses, italianos y centroeuropeos— no podía ser presidente. El pronóstico se incumplió y Kennedy fue el primero, y hasta ahora el único, presidente católico.
Estados Unidos se ha transformado. La hegemonía WASP (el acrónimo inglés de los protestantes blancos y anglosajones) se ha diluido. En 2010, la retirada del juez del Tribunal Supremo John Paul Stevens y su sustitución por Elena Kagan, puso fin a una era. Por primera vez en la historia, el alto tribunal no tenía ningún juez protestante. Seis de los nueves jueces y un 31% de congresistas son hoy católicos, una proporción mayor al 20% que representan en la sociedad. Joe Biden es el primer vicepresidente católico y 6 de los 15 candidatos a la nominación del Partido Republicano para las elecciones presidenciales del 2016 también lo son. Francisco habló ante el Congreso invitado por otro católico, el speaker o presidente de la Cámara de Representantes, el republicano John Boehner.
En el Congreso de Estados Unidos, Francisco no era un extranjero. Jugaba en casa.
el dispreciau dice: cuando comienzas por entender que tu prójimo es igual a vos, se terminan las divisiones, las intolerancias, las discriminaciones y sobre todo... las pobrezas y los falsos orgullos. SEPTIEMBRE 24, 2015.-
una vez más... Estados Unidos de Norteamérica... se despega de la Europa medieval que cada día que pasa, atrasa más y más.
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