La delgada línea entre identidad y racismo que inquieta a Alemania
El grupo Pegida reúne a radicales y a ciudadanos que ven sus valores amenazados
Miles de personas —quizá superen las 15.000 del pasado lunes— volverán a manifestarse en Dresde mañana contra lo que ellos consideran un proceso evidente de islamización de su ciudad, de Alemania y de todo Occidente. En la décima edición de unas protestas semanales que han sido en todo momento pacíficas, los organizadores proponen cantar villancicos frente a la ópera donde Richard Wagner estrenó Tannhäuser y El holandés errante. Los partidos políticos con representación parlamentaria rechazan de forma unánime un movimiento tildado de “extremista” por el presidente Joachim Gauck. Los aludidos, sin embargo, responden que no son ni xenófobos ni racistas, y que tan solo tratan de defender su forma de vida frente a imposiciones externas. Una de sus grandes reivindicaciones es evitar que, entre los refugiados por motivos políticos, se cuelen inmigrantes que van a Alemania tan solo por razones económicas.
Pegida —el acrónimo de Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente— es un movimiento heterogéneo que abarca desde votantes tradicionales de los democristianos decepcionados por el giro al centro de la canciller Angela Merkel pasando por desengañados con el establishment político hasta radicales de derechas. “Sabemos que hay representantes del partido antieuro AfD y también personas vinculadas a la extrema derecha del NPD, algunos con antecedentes penales. Todos ellos intentan meter una cuña en la sociedad. No podemos permitirlo”, asegura a este periódico la secretaria de Estado de Integración, Aydan Özoguz. “La xenofobia y sobre todo la islamofobia son elementos importantes de Pegida, que surge para dar respuestas sencillas a fenómenos complejos. Son explicaciones del tipo: hay paro porque los extranjeros nos quitan los puestos de trabajo”, sintetiza Gero Neugebauer, politólogo de la Universidad Libre de Berlín.
El dilema ante un problema imprevisto
Lo que comenzó como una protesta minoritaria ha ido creciendo hasta convertirse en un problema al que la clase política debe responder. Todos los partidos, excepto el eurófobo AfD, han sido muy claros al condenar la ideología del movimiento de los autodenominados Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente. Pero difieren en un punto: ¿es necesario trazar una línea clara y criticar a todo el que acuda a las manifestaciones o conviene más mostrar dureza con los líderes del movimiento islamófobo y comprensión con los ciudadanos de buena fe que participan en él?
“En las protestas, hay neonazis y radicales que intentan predisponer a la gente contra las minorías. Eso no lo podemos aceptar. Pero también hay mucha gente desconcertada que siente que los políticos no tienen en cuenta sus miedos difusos de convertirse en extranjeros en su propia tierra. A todas esas personas debemos dirigirnos”, dijo al muy popular periódico Bild el líder socialdemócrata y número dos del Gobierno, Sigmar Gabriel. Con estas palabras parecía leer la cartilla a su compañero de partido y ministro de Justicia, Heiko Maas, que días antes había descrito Pegida como “una vergüenza para Alemania”, sin ningún matiz. La canciller Angela Merkel también se dirigió a este grupo cuando pidió a los ciudadanos no ser instrumentalizados para impulsar “campañas de difamación y calumnias contra personas que vienen de otros países”.
Lo que ocurre estos días en Dresde no es un caso aislado. El aumento de las solicitudes de asilo —este año llegarán a 200.000, el récord de las dos últimas décadas— o el medio millar largo de alemanes que combaten como yihadistas en Irak o Siria han elevado el grado de tensión social en Alemania. De enero a septiembre se contabilizaron 86 ataques a centros de refugiados, el último este mes en Núremberg, donde un albergue amaneció quemado y con cruces gamadas pintadas en sus paredes. Y el grupo autodenominado “Hooligans contra salafistas” protagonizó hace dos meses disturbios violentos en el centro de Colonia con medio centenar de policías heridos.
En un acto de los hooligans en Hannover actuaron músicos de la órbita neonazi y habló un miembro del partido fascista NPD; y en Dügida (la versión en Düsseldorf del movimiento Pegida) una mujer ligada a la extrema derecha actuó como oradora. Pero el fenómeno es más complejo. Al margen de los elementos ultras, una mayoría de los que cada semana se manifiestan rechazan cualquier etiqueta de racistas. El pasado lunes en Dresde, muchas pancartas reclamaban “tolerancia” y “rechazo a cualquier fanatismo”. Los ánimos se calentaban cuando se mencionaba la construcción de un centro de refugiados en esta zona de Alemania, donde la población musulmana es de tan solo un 0,1%.
Uno de cada dos alemanes, según una encuesta de Zeit online, siente algún tipo de simpatía hacia Pegida, mientras que solo un 23% se muestra crítico con el movimiento. El 73%, además, confiesa su preocupación por la posibilidad de que el islam radical se asiente en su país.
“La mayoría de inmigrantes están integrados. Pero con los musulmanes aumentan los problemas. Hay guetos donde nadie entiende alemán y la policía no se atreve a entrar; mercados típicos navideños que de repente empiezan a llamarse ‘mercados de invierno’. Todo esto preocupa a mucha gente, que se siente insegura y provocada”, señala Roland Tichy, presidente de la Fundación Ludwig Erhard. Este periodista defiende que Pegida no tienen nada que ver con el radicalismo y que su éxito se explica por el hartazgo ciudadano ante sus élites. “La mayor parte de ellos no son de derecha radical, sino que representan al ciudadano medio. El problema, que afecta a toda Europa, es qué hacer con una minoría de islamistas radicales”, abunda el historiador Michael Wolffsohn.
Mientras toda Alemania habla de ellos, los representantes de Pegida rehúyen a la prensa, a la que acusan de mentir sistemáticamente. Este periódico tampoco logró ponerse en contacto con sus portavoces. “Por supuesto que habría que hablar con ellos, pero usan una estrategia típica de la extrema derecha: el silencio, como si estuvieran en una dictadura. Su objetivo es instrumentalizar a los manifestantes para polarizar la sociedad y dar un paso más en la escalada de un conflicto en el que las dos partes, islamistas e islamófobos, son cada vez más radicales”, concluye Thomas Mücke, responsable del proyecto Violence Prevention Network, que trata de concienciar a los jóvenes contra el radicalismo.
El hombre tras las marchas que agitan la xenofobia en Alemania
Lutz Bachmann, líder de la organización islamófoba Pegida, tiene un largo historial policial
Lutz Bachmann tiene 41 años, es dueño de una agencia de fotografía y relaciones públicas y confiesa en su página de Facebook que ha sido condenado por la justicia alemana a tres años y medio de cárcel, aunque evita precisar qué pecados cometió (varios delitos, entre los que se incluye el robo con violencia). Y, algo raro en un personaje público, Bachmann tampoco confiesa cuándo tuvo la idea de fundar una agrupación que tiene en vilo a la nación: el movimiento Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente (Pegida).
Hace 10 semanas, Bachmann invitó a la población de Dresde a manifestarse contra la amenaza que él considera que encierra para Alemania la llegada de refugiados musulmanes —que en Sajonia suponen un exiguo 0,1% de los habitantes—. “Pero no soy racista”, declaró al diario Bild, en una de las pocas entrevistas que ha concedido. “No estamos contra el derecho de asilo. Nosotros combatimos a los refugiados económicos”, matizó. Siguiendo esta línea de razonamiento, Pegida ha ido virando de los ataques a los musulmanes a las críticas contra los inmigrantes más pobres.
A la primera cita acudieron 200 personas; el lunes pasado, más de 17.000, según la policía, se reunieron frente a la ópera de la ciudad para cantar villancicos, un gesto con el que advertir al mundo que la población de Dresde defiende la fe cristiana.
La protesta semanal de Dresde ha hecho que el nombre de Bachmann comience a ser maldecido en silencio en los pasillos del mundo político, donde se le ha tachado de peligro público número uno del país. La prensa lo ha etiquetado como un moderno flautista de Hamelin que lleva a su rebaño de seguidores hacia las peligrosas aguas del río Elba, en una metáfora del embaucador que se aprovecha de las almas cándidas para arrastrarlas al vacío.
Lo que sí es desde luego Bachmann es un hombre ajeno alestablishment político, un activista que calificó a Gregor Gysi, el carismático líder del partido La Izquierda, como un “cerdo de la Stasi”, a los Verdes como “terroristas ecológicos” y al partido Socialdemócrata (SPD) como “una tropa de criminales”.
Hasta hace 10 semanas nadie, excepto la policía y los proxenetas delbarrio rojo de Dresde, había oído el nombre de Lutz Bachmann. Bachmann abandonó sus estudios de cocinero para dedicarse a asaltar clientes de las prostitutas. Ése es sólo un detalle más de su colorido expediente policial.
Huyó a Sudáfrica, donde se inscribió en la Universidad de Ciudad del Cabo con un nombre falso para evitar la cárcel. Después de tres años, las autoridades descubrieron su verdadera identidad y lo expulsaron.Cumplió su condena en Alemania, y al cabo de dos años fue excarcelado. Poco después fue detenido cuando intentaba vender cocaína, lo que le costó otra condena de dos años en libertad condicional. El expediente de Bachmann, también incluye haber conducido sin licencia y en estado de ebriedad, robos y agresiones físicas. ¿Es el autodesignado “salvador de Occidente” un simple delincuente común convertido en profeta iluminado? Lutz Bachmann parece ser algo más. Según informes de la inteligencia alemana, el flautista de Dresde es un hombre inteligente, y ambicioso pero que, por su forma de ser, siempre ha fracasado en alcanzar sus metas.
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