Refugiados en la plaza Mayor
Decenas de indigentes duermen bajo los soportales sobre cajas de cartón y con mantas
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Son cerca de las diez de la noche y la plaza Mayor se encuentra con poco público. El mercadillo navideño ha cerrado y unas vallas impiden entrar en las zonas de las casetas. Algunos turistas apuran las consumiciones en los bares, mientras los manteros de la calle de la Sal esperan a los últimos clientes que se mueven por el centro de la capital. De fondo, unos cubos azules colocados por las inminentes fiestas iluminan la plaza. Ajenos a este mínimo trasiego, un grupo de personas empieza a colocar sus cartones. Se trata de antiguas cajas que en su momento contuvieron frigoríficos. Los más afortunados cuentan con mantas y los más previsores hasta con colchones. Son los indigentes que hacen esta operación de montar sus impropias camas en los soportales de la plaza todas las noches.
Antonio (nombre ficticio) tiene más de sesenta años. Este rudo hombre del norte de la Península no quiere dar muchos detalles de su vida. Su familia no sabe que pasa todas las noches a la intemperie. Una maleta azul con ruedas y un colchón de 80 centímetros son las pocas pertenencias que atesora este indigente, que tiene una minusvalía del 68% al sufrir una lesión en el brazo izquierdo. “Llevo cerca de 50 años en la calle. Unas veces he estado casado y otras, separado. Todo esto me ha pasado por el desarraigo con mi familia”, afirma Antonio, que ha trabajado en diversos oficios como limpiador, pintor y feriante.
Este hombre, con una densa barba habla con fluidez, cobra “una pequeña pensión” que no llega a los 400 euros. Es el dinero que destina a comer. “Está claro. O como y no duermo bajo techo o al contrario. Prefiero comer y pasar aquí las noches”, afirma con un cerrado acento norteño. Antonio descarta de entrada el ir a los albergues municipales: “No quiero parecer un interno que tenga que cumplir unos horarios y cumplir unas reglas muy estrictas”, se queja. “Seré pobre, pero tengo mi dignidad como persona”, añade. Los andamios y las protecciones colocadas por la reforma de la Casa de la Panadería ayudan a aislarse un poco del frío. O esa sensación da al menos.
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Mientras habla tumbado en su colchón, un compañero coloca su cama para pasar la noche. Esta se presenta fría, con unos cuatro grados. Amenaza incluso lluvia. Se trata de Kerim, un marroquí nacido en Casablanca de 34 años que lleva 14 en España. Llegó a España con el boom del ladrillo y estuvo trabajando en la construcción durante cinco años. Después, como barrendero en Vallecas y cuidando obras. Lleva en paro desde 2006. “Durante un tiempo tuve el paro. Después una pequeña ayuda, pero ahora no me queda nada”, reconoce descalzo encima de su colchón. “La gente, en general, se porta bien con nosotros. Algunos nos traen ropa. Mira qué zapatillas más buenas llevo [de una conocida marca norteamericana]. Me las regaló una pareja que también me trae pantalones”, afirma.
El día de Kerim es similar al del resto de indigentes que duerme en la plaza. Alrededor de las ocho de la mañana les despierta la Policía Municipal. Deben marcharse. Recogen sus cartones y otras pertenencias. Los dejan de forma que no molesten a las personas que pasen. Algunos se quedan para cuidarlos y que no se los rompan o los roben. Se marchan al comedor Ave María, en la plaza de Tirso de Molina, donde les dan el desayuno. Algunos se van a duchar a los baños de la plaza de Embajadores. Les cuesta 50 céntimos. Después van a algún comedor social y pasan la tarde “de un lado para otro”, según reconocen. Cuando ya han cerrado los comercios, vuelven a la plaza Mayor.
El perfil del sin techo ha ido cambiando con el paso de los años, según explica la profesora del Departamento de Sociología III de la UNED, Rosario Sánchez, una especialista en temas de exclusión social. En los años ochenta eran predominantemente varones que iban de una ciudad a otra con las pertenencias a cuestas. A principios de los noventa, estos sin hogar se concentraron en las ciudades y se incorporó en un pequeño número las mujeres. También se bajó la edad. Cada vez se trataba de población más joven. La llegada de inmigrantes a principios de este siglo también motivó un incremento de esta población, según esta profesora.
Pero, ¿qué motiva que una persona termine durmiendo en la calle? Según Sánchez, son procesos en los que influyen diversos factores. Algunos de ellos son la carencia de trabajo, el ser inmigrante, la falta de vivienda,... “Son personas que sufren un proceso de exclusión social extremo. Han perdido todas las redes sociales y familiares que les podrían sostener”, describe la profesora de la UNED. “Un hecho común en estas personas es que han sufrido antes de los 18 años bastantes sucesos estresantes, como la pérdida de los padres de forma dramática. A esto se une la crisis económica y a un nivel de paro juvenil que alcanza el 56% o que en el año pasado hubiera 35.000 desahucios en España, entre otros factores”, destaca la docente.
El último recuento de personas sin hogar en la capital se realizó hace dos años y arrojó que había 700 personas que dormían a diario a la intemperie. “No es un mero dato. Detrás de cada persona hay mucho más, un desarraigo muy fuerte de personas que casi están al margen del resto de la sociedad”, añade. La noche se va cerrando aún más y el frío se hace cada vez más palpable. De fondo, algunas risas de personas que están de celebración. Mientras, uno de los indigentes se mete por el agujero central de la caja y se acopla para intentar dormir.
El Ayuntamiento de Madrid puso en marcha la campaña contra el frío, que se inició de manera pionera en 1987 y que ha sido copiada por otras capitales españolas. Este año la campaña supone 543 plazas para atender a las personas que no tengan donde refugiarse en las noches más frías del invierno. Estas plazas se suman a las 1.517 de que dispone de manera estable la red estable de atención a personas sin hogar.
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La campaña contra el frío se inició el 25 de noviembre y durará hasta el próximo 31 de marzo (127 días). En los días más duros se incrementará la actividad de los equipos de calle y de las unidades del Samur Social. Con un coste de un millón de euros, este año también incluye 6.500 estancias en hostal y pensiones para los más necesitados. También se ha puesto en marcha un programa de intervención con mediadores rumanos gitanos en los asentamientos de la ciudad para que puedan atender a estas personas sin hogar.
En medio del improvisado campamento, se encuentra Juan José, un vallecano de 37 años que lleva en la calle “muchos años”. “Se me quitan las ganas de seguir buscando trabajo. No hay nada de empleo, pero al vernos entrar en muchos sitios ni nos quieren. En más de una cafetería no quieren ni darnos de comer o ponernos un café”, se queja este hombre de estatura media. El silencio se hace cada vez más patente. Madrid duerme. Y algunos de sus vecinos lo hacen a la intemperie y con bajas temperaturas.
Mantas y comida de las ONG y de la Iglesia evangélica
Una decena de personas se acerca por los soportales de la plaza Mayor. Unos, muy jóvenes, llevan cajas de agua; otros, termos; otros, bolsas con comida. Son integrantes de las diferentes sedes de la Iglesia evangélica Filadelfia.
Acuden a atender a los indigentes una vez a la semana. Ellos ponen cuatro o cinco euros para comprar la comida y hacer sándwiches, cocinar caldo o adquirir botellas de agua. “Ese dinero no me va a sacar de pobre y puede ayudar mucho a esta gente que lo está pasando tan mal. Además, desde que no venía, he notado que hay mucha más gente en la calle. Bastante más”, describe Israel Montoya, un vendedor ambulante en paro de 24 años y perteneciente a la Iglesia evangélica del distrito de Centro. “No solo venimos a la plaza Mayor; también vamos a la plaza de la Luna o a los bajos de la plaza de España”, añade su acompañante, Ricardo García, de 20 años y también vendedor ambulante.
Al poco de terminar de repartir la comida, llega otro grupo. En este caso es de la Iglesia evangélica del barrio de Orcasitas (Usera). “Ayudamos en todo lo que podemos. Mantas, guantes, gorros, comida, lo que podemos traerles”, reconoce Eduardo, el responsable del grupo. “Y que quede muy claro que el 99,9% de los integrantes de esta Iglesia somos gitanos. Más que nada para que se vaya acabando con la imagen negativa que tenemos los gitanos para mucha gente”, critica.
Al lado, una mujer de unos sesenta años le da la razón: “Ellos [la Iglesia evangélica] y las ONG nos cuidan todo lo que pueden. Raro es el día que no vienen dos o tres para darnos cosas. Gracias a ellos vivimos un poquito mejor”.
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