Primer y último hogar en Suecia
Un hotel de cuatro estrellas convertido en centro de acogida da cobijo a mas de 500 migrantes que llegan al país o que serán devueltos por habérseles sido denegado el asilo
Malmoe (Suecia)
La libanesa Zeynab Zaiter con su hijo de ocho meses. BELÉN DOMÍNGUEZ CEBRÍAN
Después de años de puertas abiertas a la inmigración, el Gobierno de coalición sueco de socialdemócratas y verdes dijo basta. A partir de 2016, y obligados por las nuevas directrices de Bruselas que fomentan los retornos de migrantes a sus países de origen —pero también por un giro en clave interna—, Suecia está ayudando a marchar a miles de personas cada año.
A las afueras de Malmoe, un antiguo hotel de cuatro estrellas se ha convertido en el primer y último hogar para más de 500 migrantes. “Es el primer sitio que ven cuando llegan y están solicitando el asilo. Pero también es el lugar en el que pasarán sus últimas noches los que van a retornar voluntariamente a sus países por no tener derecho a quedarse aquí”, explica Tobias Åkerman, uno de los responsables de la agencia gubernamental de inmigración.
En Suecia, cuenta, todas las solicitudes se estudian caso por caso, individualmente. “Una solicitud de asilo es examinada en profundidad por diferentes agentes (ONG, policías, jueces…). Cuando obtienes una respuesta favorable, nosotros te ayudamos a emprender una nueva vida. Si la decisión final es que una persona no tiene derecho a quedarse en Suecia, también la asistimos en su retorno voluntario”. El Gobierno sueco ha devuelto ya a sus países a 25.878 personas entre 2016 y 2017. “Que sea voluntario no quiere decir que la persona en cuestión quiera regresar. Quiere decir que entiende que tiene que marcharse de Suecia porque aquí no tiene derecho a estar”, zanja Tobias que se apresura a añadir que siempre se aseguran de que los migrantes vuelven a un lugar seguro y no a la misma guerra de la que huyeron.
Zeynab Zaiter, una joven libanesa de 20 años, lleva ya dos meses en este hotel con sus dos hijos; Mohamed Ali, de tres años, y Mohamed El Jawad, de tan solo ocho meses. “No me permiten quedarme aquí. Pero no puedo volver a mi casa porque mi familia me quiere matar. A mí y a mi bebé”, sostiene. Le gusta Suecia, adonde llegó embarazada de su primer hijo, y quiere integrarse en la sociedad, pero se ve atrapada en esta especie de casa de paso donde los que tienen suerte se quedan y los que no, como ella, saben que algún día unos policías la escoltarán hasta un avión de vuelta a casa.
Recorriendo los pasillos idénticos unos a otros se lee en cada puerta: 134, 135, 136, 137… En una de las estancias del primer piso, acomodadas con literas que dan capacidad a ocho personas, está descansando Ebria Nyass, de 37 años. Llegó desde Ghana como estudiante a Hungría, donde pidió el asilo. Cuando las cosas se pusieron difíciles para él por las políticas antiinmigración del populista y xenófobo Víktor Orbán, decidió marcharse a Suecia. Y volvió a pedir protección. “Mi caso es el ejemplo del reglamento de Dublín: como me registraron primero en Hungría, ahora me tienen que devolver allí. Considero que ahora mismo en Hungría no estoy seguro y he recurrido la decisión. Estoy a la espera”, explica en lo que fue el vestíbulo del hotel mientras los niños migrantes juegan, se ríen, bromean, ajenos a todo lo que significa estar ahí. Para ellos, de momento, el hotel sí es su hogar.
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