La fiebre del oro enferma a Mongolia
La extracción del mineral se ha convertido en un problema social y medioambiental
Tungalatamir, Ganbold y otro compañero trabajan en las minas a cielo abierto. Zigor Aldama
Zaamar (Mongolia)
Todavía no ha salido el sol, pero Ganbold y Tungalatamir ya hace tiempo que han desayunado y están listos para recorrer la estepa con su pequeña camioneta blanca. Él carga la pesada bomba de agua mientras ella recoge la manguera y un par de palas. Poco más necesitan para hacer su trabajo: son lo que en Mongolia se conoce como ninjas; o sea, buscadores de oro. Han decidido plantar su ger —la yurta tradicional mongola— en una escueta parcela de Khailaast, un pequeño pueblo que parece sacado del salvaje oeste americano y donde todo gira en torno al metal precioso. Tras una hora de viaje por pistas de tierra que se funden con el horizonte, desempeñan su trabajo a unos 40 kilómetros, cerca de una gigantesca mina al aire libre operada por una gran multinacional extranjera.
Tratando en todo momento de no ser descubierto, porque la empresa los tiene en su punto de mira y no duda en utilizar la violencia para desalojarlos, el matrimonio se instala a orillas de un lago ocre y pone en marcha su peculiar infraestructura de trabajo mientras contacta con su proveedor. “Es gente que recupera tierra que la mina desecha y que nos la vende para que extraigamos el oro que todavía queda en ella”, comenta Tungalatamir, que se tapa con un pasamontañas confeccionado con un retal de sábana para protegerse del sol que gana intensidad rápidamente.
El proceso es sencillo. Con la ayuda de un par de amigos, Ganbold llena a paladas la parte trasera del viejo vehículo y transporta la tierra hasta la orilla del lago, donde Tungalatamir ha montado la bomba. Con el potente chorro que produce, ella separa en una tolva las piedras y la tierra inservible del material susceptible de contener oro. “El metal pesa más y se queda en el fondo”, explica. “Además, para evitar que se escape nada, hacemos una segunda criba con un cedazo”.
Es un trabajo aburrido y físicamente extenuante, sobre todo para una pareja que acaricia la sesentena. Cada día, en unas 14 horas de trabajo, pueden limpiar hasta 15 camiones de tierra, pero la recompensa que deja cada tonelada de materia prima apenas se aprecia en una palangana. Son los puntos dorados que aparecen en el fondo. Apenas suponen 60 miligramos de oro por cada camioneta, pero es suficiente para arrancarle una sonrisa al matrimonio.
Al cabo de la jornada, ya con los últimos rayos de luz, Ganbold hace balance. “Ha sido un buen día. Hemos sacado 9,4 gramos”. Lo venderán en una pequeña tienda de ultramarinos del pueblo a unos 60.000 tugriks (25 euros) el gramo, aunque el precio final depende de la cotización en el mercado internacional. En cualquier caso, supone una suma considerable para pagar a tres o cuatro personas. “A veces cada uno puede ganar unos 500.000 tugriks al día (210 euros), una cantidad muy elevada para Mongolia”. De hecho, la renta per cápita anual del país se estima en 3.700 euros.
“Es un trabajo ilegal, pero en los últimos años el cambio climático ha hecho que sea más difícil vivir de la ganadería, y nosotros tenemos dos hijos a los que hemos alimentado y a los que hemos pagado la universidad”, dice el padre mientras anota las ganancias del día en un cuaderno amarillento. Son casi las 11 de la noche y Tungalatamir prepara una sopa de fideos en un puchero eléctrico. Es la comida fuerte del día, y no tardan en dar buena cuenta de ella. No hay tiempo que perder, porque en cinco horas volverán a despertarse para regresar a los aledaños de la mina.
No son los únicos. Ni mucho menos. De hecho, junto a ellos trabajan varios grupos más, y se estima que hasta 100.000 personas desempeñan actualmente esta labor. Es una cifra muy elevada si se tiene en cuenta que el país cuenta apenas con tres millones de habitantes. Y su impacto económico también es relevante, porque, según estimaciones del Gobierno, cada año extraen hasta cinco toneladas del metal. Basta con viajar unas horas por la estepa del centro del país para descubrir la magnitud de esta nueva fiebre del oro que se ha apoderado del país de Gengis Kan, al que muchos conocen ya como Minagolia.
Ni siquiera el crudo invierno, momento en el que hasta el mercurio se congela a 40 grados bajo cero, detiene la labor de estos ninjas. Ganzorig es uno de los que opta por la técnica más tradicional: cavar profundos hoyos en las zonas con mayor presencia de oro. Cuando se le llama, mira hacia arriba desde unos cinco metros de profundidad con el sudor congelado en las pestañas y contesta con monosílabos mientras llena de tierra un cubo atado a una cuerda. El compañero con el que hace tándem tira con fuerza para sacarlo y él aprovecha para salir a la superficie y fumarse un cigarrillo. “No está siendo un buen día”, reconoce. “Pero este trabajo es mejor que hacer negocio con el ganado”, afirma. Sabe de qué habla, porque, como Ganbold y Tungalatamir, hasta hace un par de años fue uno de los nómadas que pueblan el noreste del país.
La mayor parte de su ganado murió durante el duro dzud —como se conoce al fenómeno de frío extremo que azota Mongolia en algunas ocasiones— de 2010, y decidió hacerle caso a un amigo que le conminó a vender los animales que le quedaron y a convertirse en ninja, un apodo que reciben los buscadores de oro por la forma en la que llevan a la espalda una gran palangana verde que recuerda al caparazón de los protagonistas de la serie de dibujos animados Las Tortugas Ninja. Ahora, el metal precioso le permite llevar una vida digna y alimentar a la prole.
Su mayor amenaza se llama Khurlee y llega en un Land Cruiser metalizado. Este fornido mongol es uno de los muchos mercenarios que las diferentes minas contratan para mantener a raya a los ninjas que, en su opinión, “roban tierra que pertenece a las empresas y destrozan el entorno”. Vestido con un traje de camuflaje, avisa de su llegada encendiendo el piloto rojo del techo y haciendo sonar una sirena más propia de un vehículo policial. Consciente de la presencia de un periodista, se muestra amable y conmina al medio centenar de ninjas a que se vayan con buenas palabras, pero Amgelan Damdinragehaa asegura que no siempre es así. “Muchas veces terminan peleándose, e incluso ha muerto gente en las refriegas. Además del personal de seguridad privada que emplean las minas, la policía ha llegado a utilizar armas de fuego para echarlos”, afirma el minero.
Así, la fiebre del oro se ha convertido en un peligroso juego del gato y el ratón. Muchos ninjas esconden el hoyo que cavan tapándolo con la yurta en la que viven para que la Policía y los mercenarios no los descubran, y utilizan tanto mercurio como químicos muy contaminantes para separar el metal de la roca. Esto no sólo resulta potencialmente letal, ya que algunos mueren por el derrumbe del agujero o enferman por la manipulación inadecuada de las sustancias tóxicas, sino que también degrada el medioambiente. Por eso, consciente de la grave situación y de la falta de soluciones, a finales de 2013 el Gobierno decidió reducir las barreras que impiden a los ninjas extraer oro legalmente. Con el objetivo es regular su producción y evitar que salga del país de forma ilícita, como sucede cuando lo venden Gambold o Ganzorig, los dirigentes del país permitieron la creación de asociaciones de minería tradicional.
A unos 200 kilómetros de Khailaast, en la soñolienta localidad de Zhuunkharaa, 330 antiguos ninjas han creado una. Es la Unión Duush Mandal Khairkhan, que incluso ha recibido 110.000 euros de la República Checa y 13.000 euros del Gobierno de Suiza para adquirir equipos de excavación y de tratamiento de residuos, asegura la alcaldesa y presidenta de la Unión de Mineros. Sumado al capital que han reunido entre todos los socios, la Unión ha puesto en marcha pequeñas minas que, aunque están todavía muy lejos del tamaño de las grandes, suponen un gran salto en comparación con los peligrosos agujeros a los que estaban acostumbrados sus trabajadores. “La primera vez que pensé en unirnos fue en 2008, pero entonces la legislación no nos era favorable, así que constituimos una especie de asociación ilegal para ayudarnos los unos a los otros”, recuerda la fundadora y actual directora de Mandal Khairkhan, Tuya Damdinjamts. “Ahora ya funcionamos sin problemas y hemos podido expandirnos”, se congratula.
La organización no solo ha conseguido mejorar la producción de oro con tecnología más avanzada. También ha conseguido un permiso para horadar la montaña de Noyod y ha marcado un hito en las condiciones laborales de sus miembros. “Cada uno paga 53.000 tugriks (23 euros) de impuestos al mes y tienen garantizado un sueldo de hasta medio millón (217 euros). Lógicamente, no tienen que costear nada del material de trabajo y cuentan con un seguro médico. Además, aunque tienen que trabajar un mes seguido, luego disfrutan de diez días de vacaciones”. Es la fórmula con la que han conseguido profesionalizar la mano de obra que, según las estadísticas de Tuya, no ha sufrido todavía ningún accidente grave. “Además, a diferencia de lo que hacen otras empresas mineras multinacionales, nosotros cuidamos el entono, tratamos de contaminar lo mínimo posible, y tenemos un programa con la Asia Foundation para reciclar la tierra”, sentencia.
Lo que exige Tuya es que a la población más humilde también le toque una ración del goloso pastel de la minería, un sector cuya importancia ha explotado desde que Mongolia abandonó el comunismo en la década de 1990. La explotación de los recursos naturales supone el 20% del PIBdel país y aporta un 70% de su crecimiento económico, pero Tuya critica que la mayor parte de los beneficios va a parar al bolsillo de empresarios extranjeros y de políticos corruptos. “Las diferencias sociales se han disparado”, denuncia. “El oro, como el resto de minerales valiosos, son recursos del Estado que se deben invertir en el país, sobre todo en la creación de oportunidades para los jóvenes. Hay que tratar de evitar que se los lleven extranjeros que, además, destruyen nuestro ecosistema. Pero todos los dirigentes quieren sus sobres, y los diputados son gente de la elite que redacta la legislación para hacer todavía más dinero”.
Purensuren y Uuganbayar saben poco de leyes. Pero están satisfechos con el cambio que les ha proporcionado la asociación de mineros. Ahora, por lo menos, pueden ver a sus familias durante más tiempo. El resto lo dedican a la mina de 60 metros de profundidad que han excavado en una ladera situada a 15 kilómetros de Zuunkharaa. “Elegimos la montaña Noyod porque sabemos que contiene oro. Hay muchas piedras blancas, y eso es buena señal”, afirma Purensuren señalando una roca blanquecina.
Estos mineros utilizan una técnica diferente para extraer el metal: rompen la roca con cartuchos de explosivo que preparan sus propios hijos en el ger que tienen a pocos metros de la entrada a la mina. Los introducen a mano en la precaria galería, que no cuenta con luz ni con medida de seguridad alguna, y, tras el estallido que dispara una nube de humo, sacan las piedras más prometedoras por un agujero vertical. Se transportan hasta el pueblo para ser machacadas en las instalaciones de la asociación antes de utilizar químicos para separar el oro de otros metales.
“Cada día sacamos unos 20 sacos de piedra. De ahí quizá salgan unos siete u ocho gramos de oro”, afirma Uuganbayar antes de meterse en la boca del lobo. “Cavamos las galerías movidos por el presentimiento, no tenemos otra forma de hacer una prospección. Pero llevamos ya muchos años en este negocio y sabemos dónde hay más posibilidades. Eso sí, primero horadamos un metro para ver más claramente las posibilidades de éxito”. Ambos reconocen que hay peligro, pero aseguran que no tienen otra alternativa. “Mis hijos me ayudan cuando no tienen que ir a la escuela, que cuesta dinero. Yo no quiero que ellos trabajen en la mina cuando crezcan, pero ya no tengo ganado. Así que algo tengo que hacer”, comenta Purensuren, que durante su juventud también fue uno de los 800.000 ganaderos nómadas que todavía van de un lado para otro.
Independientemente de las técnicas que las asociaciones legales utilicen para encontrar oro, el metal acaba siempre en el mismo sitio. “Hasta hace poco el Banco de Mongolia solo compraba cantidades que superasen los 300 gramos, un peso exorbitante para cualquier minero artesanal. Ahora, afortunadamente, ya no existe un mínimo”, apunta Tuya. “El problema es que para vendérselo hay que refinar el oro y llevarlo a un laboratorio que certifique que una pureza de ley —generalmente 18 quilates—. Es demasiada burocracia y lleva mucho tiempo”, denuncia.
A finales de 2013 el Gobierno decidió reducir las barreras que impiden a los ninjas extraer oro legalmente
Eso hace que muchos opten por hacer negocio con los mismos intermediarios que les compran el oro a Ganbold y Tungalatamir. Sus transacciones equivalen a un expolio en cámara lenta, porque llevan el metal a la capital, lo funden para convertirlo en lingotes, y lo revenden a brókers cuyos clientes tienen poco que ver con el banco central. “Los chinos compran casi todo, y parte llega incluso a Europa. Lógicamente, nadie paga impuestos”.
Por eso, D. Enkhbold se opone a la existencia de las minerías artesanales. Como presidente de la Asociación de la Minería de Mongolia, que representa a las grandes multinacionales que operan en el país, él las combate con el mismo vigor que a los buscadores ilegales de oro. Y lo hace convencido. “En el caso de los ninjas es evidente que no están sujetos a ninguna regulación y que son especialmente dañinos. El problema con las segundas, no obstante, está en la opacidad con la que trabajan, la falta de medios para controlar su funcionamiento, y el hecho de que cuentan con unas ventajas fiscales injustas”. Además, Enkhbold asegura que, “cuanto más grandes son las empresas mineras, más aportan a la sociedad a través de puestos de trabajo y de impuestos o ‘royalties’. Y también se preocupan más que las empresas pequeñas por la conservación del entorno”.
En la localidad de Zaamar, Damdinragehaa refuta esa última afirmación. Para justificar sus palabras señala el paisaje lunar que ha esculpido en los alrededores una gran minera rusa. “¿Ve todas estas pequeñas colinas? Pues antes no estaban: son el resultado de un proceso chapucero para tapar los gigantescos agujeros que hicieron. Los rusos sacaron el oro, pagaron a políticos corruptos para que hicieran la vista gorda con los impuestos, e hicieron una ceremonia con muchos medios de comunicación para mostrar cómo iban a recuperar el entorno. Cuando las cámaras se marcharon, ellos también. Ahora aquí nadie puede traer el ganado porque cae a los agujeros y se mata”, critica. “Así, la guerra del oro no acabará nunca”, sentencia.
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