DÍA MUNDIAL CONTRA EL TRABAJO INFANTIL
Infancia del revés
Historia de Juan, un niño que se levanta cada día a las tres de la mañana para fabricar ladrillos
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Imagínese usted el mundo al revés. Imagínese mañana mismo, a las ocho de la mañana. Cuando se dispone a llevar a su hijo o a su hija a la escuela, descubre que no carga sobre la espalda una mochila, sino un emplomado pico y una pala. No una pala de playa, sino de las de verdad, de las que doblan la espalda y cuartean los dedos. Y cuando va a ayudarle a cruzar la calle ve usted dibujadas en sus manos grietas de duras horas de trabajo bajo el sol. No puede creerlo cuando escucha “voy a trabajar”, con ese tono responsable que se le pone a los críos de 10 años acostumbrados a llevar a casa un sueldo todos los meses. “Esto es el mundo al revés”, piensa usted extrañado.
Al revés, según desde dónde se mire. Para Juan Huachaca, un niño peruano de 10 años que trabaja haciendo ladrillos en Huachipa, una localidad del extrarradio de Lima (Perú), este es el pan de cada día. Para él y para los 168 millones de niños y niñas que acuden cada mañana a su trabajo, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
Nos dirigimos a la pampa donde Juan fabrica ladrillos. Es un lugar sediento que cuando no lo erizan los vientos se convierte en piel brillante como la plata. Cualquiera diría que Huachipa se extiende plana como una mano abierta si no fuera porque, de repente, una herida honda deja el terreno socavado, convertido en una inmensa vasija de ladrillos. “Aquí vivo, aquí trabajo”, señala Juan con voz cansina mientras amasa sin parar con sus pies desnudos una amalgama de arcilla y agua rascados al suelo. Vive con su familia en una casa de adobe y hojalata, ensuelada por esteras, con una sola cama a repartir, calentada por un pequeño hornillo de queroseno y ambientada con alegres melodías de radio que a ratos logran voltear esa tristeza sórdida con la que se viste la pobreza. Juan tiene 10 años, tez oscura y un pelo negro y lacio que se vuelca sobre las ventanas de sus ojos. Cada mañana labra la tierra junto a sus padres y hermanos en el interior de estas inmensas heridas del suelo.
En el mundo al revés de Huachipa no hay terrenos agrícolas, pero eso no impide que el 85% de los niños trabajen en la “labranza”, que es como aquí llaman a la fabricación artesanal de ladrillos. Antes, esta tierra estaba del derecho, pues los antepasados de Juan labraban de verdad sus cultivos. Sembraban maíz, patatas y algodón. Incluso por aquí pasaba el río Huaycoloro. Ahora, en este paisaje yermo donde apenas sobreviven algunos árboles que miran hacia arriba suplicándole a un cielo seco siempre huérfano de nubes y de pájaros, tan sólo brota el barro que dará forma a los miles de ladrillos que diariamente le comen la piel a la planicie.
El 85% de los niños de Huachipa, en Lima, trabajan en la “labranza”, como llaman a la fabricación de ladrillos
La familia de Juan sigue “labrando”, pero no para obtener plantas de maíz, sino ladrillos. Las empresas constructoras les pagan 32 soles (unos 10 euros o 13 dólares) por “cosechar” 1.000 piezas al día. De no alcanzar esa cantidad diaria no se cobra, por lo que es imprescindible que todas las manos de la familia colaboren, incluso los hermanos pequeños de tres y cinco años. Porque trabajar es lo normal en Perú para más de 1,8 millones de niños y niñas entre los 5 y los 17 años (el 23% de la población peruana menor de edad), la tasa más alta de empleo infantil de Latinoamérica, tras Brasil. Según la OIT, son varias las causas, pero todas ellas responden a la pobreza estructural derivada de la precariedad laboral y de las dificultades de muchas familias para obtener recursos económicos. Por eso los niños trabajan. Porque el sueldo de un hijo es hoy un litro más de leche, o un kilo de arroz para la semana, o poder pagar a final de mes unos cuantos litros de queroseno.
Juan comienza su jornada laboral a las cuatro de la mañana, pero se levanta a las tres, cuando la intemperie es aún un mar de legañas iluminado por la luna y el aire todavía corre frío como el acero. Es el momento de preparar junto a su padre el barro con la tierra robada a la explanada y el agua bebida de un pozo. Algo que tiene que hacerse de noche, para evitar que el ardor del día seque la mezcla. Después, Juan pasará las horas ceñido a su silencio, cargando con fuerza el barro, en un reiterado trabajo mecánico. Entre gemidos de esfuerzo introducirá la tierra mojada en la gavera, una especie de molde para cuatro ladrillos, que dará la forma a cada pieza. Cogerá una vara con esos dedos casi desmigajados por la humedad y rasurará el sobrante. Después, volcará los más de 15 kilos de molde al suelo y ahí los dejará para que el sol trabaje hasta secar la última gota de sudor a los miles de ladrillos tumbados en la pampa.
A este árido paralelismo de espejos que hacen tierra y cielo enfrentados, llegan cada día cientos de inmigrantes del interior del país, con sus trastos y omnipresente chiquillería. Vienen atraídos por la esperanza de mejorar su existencia, dejando atrás la cada vez mayor descomposición que sufre la agricultura tradicional en las zonas rurales. Porque muchos campesinos ya no puedan vender sus cosechas en los mercados locales debido, entre otras cosas, a la globalización de la economía. Desde la entrada en vigor del nuevo tratado de libre comercio entre EEUU y Perú en 2009, los baratísimos productos de las grandes compañías agrícolas norteamericanas no tienen competencia en el mercado peruano. La administración estadounidense subvenciona la producción agraria de sus agricultores de tal modo que, por ejemplo, al consumidor peruano le sale más económico el maíz Made in USA que el producido durante miles de años en tierras andinas.
Entre 2008 y 2012, los programas de la OIT lograron reducir en unos 47 millones el número de niños trabajadores, pasando de los 215 millones a los actuales 168. En Huachipa, la Asociación de Defensa de la Vida (ADEVI) ha logrado al menos convencer a algunas familias, de manera que cada año 100 niños y niñas de la zona dejen de trabajar durante un año y dediquen su tiempo a ir a la escuela regularmente. Algunas ONG admiten el trabajo infantil, siempre que no afecte al desarrollo de los menores y dejando claro las causas que les obligan a trabajar. Una de ellas es Manthoc, una organización peruana que representa a más de 2.500 niños y niñas trabajadores, que reniega del trabajo infantil sólo “cuando se hace en condiciones de explotación, con malos tratos, y vulnerando nuestra dignidad como seres humanos”. Para ellos no tiene sentido que se les prohíba trabajar, mientras por otro lado el propio sistema económico social les hunde en la pobreza.
Cuando dan las ocho de la mañana, Juan lleva ya varias horas trabajando en los hoyos del terreno. Es entonces hora de ir a la escuela. Aunque no acude con regularidad, pues el trabajo casi definitivamente lo ha regurgitado de ella. Cuando lo hace, sólo asiste hasta el mediodía pues, tras un insuficiente almuerzo, vuelve a la ladrillera de dos a cinco de la tarde. En total son siete horas de trabajo y cuatro horas de escuela, cuando va. “Mi padre me enseñó a cargar ladrillos cuando yo tenía seis años”, dice Juan recordando sus inicios en el oficio, y añade que “al principio solo trabajaba un poco, pero cuando me acostumbré cada vez cargaba más”. El primer día que fue a trabajar iba ilusionado, con esa sensación tan de niño de hacerse mayor de la noche a la mañana. Pero desde entonces su infancia ya no regresó.
El trabajo en las ladrilleras es, por su particularidad, un empleo en el que son apreciadas características infantiles como el poco peso y la agilidad. Cualidades que permiten manejarse con soltura en el momento de voltear los ladrillos y al ponerlos del revés para que sequen por la otra cara. Y es que contratar a un niño son todo ventajas para el empresario: siempre asume que cobrará menos que un adulto, no suele conocer sus derechos, es más dócil y rara vez se integrará en un sindicato. Los niños son barro fácilmente moldeable. Las ventajas para los niños saltan también a la vista: deformaciones óseas, trastornos músculo esqueléticos ocasionados por movimientos repetitivos, manos ampolladas, contusiones en los pies,...
Para estas familias, las dificultades económicas se convierten en un círculo vicioso reproducido con cada generación, pues el trabajo provoca que los menores acaben abandonando la escuela. De este modo, cuando son mayores sólo pueden acceder a trabajos precarios. Y entonces se repite la situación, porque sus hijos acabarán trabajando también desde pequeños. Un círculo de pobreza y de exclusión que puede marcar el desarrollo del país. Porque “todo niño que no consigue desarrollarse plenamente y alcanzar las capacidades necesarias, no será capaz de contribuir como adulto a la sociedad y esto lo notará también la economía”, sentencia Kevin Cassidy, responsable de relaciones externas de la OIT. El barro que aparece hoy dormido en la ladrillera, mañana habrá tomado forma y será un edificio de cualquiera de las avenidas de Lima. En cambio, en el mundo al revés de Huachipa, los niños no serán ladrillos con los que construir la sociedad futura.
Sólo la lluvia podría endulzar la sequedad del aire, pero no parece que eso vaya a ocurrir hoy, porque el cielo sigue sin fondo, como casi siempre en Lima. En un despiste de su padre le preguntamos a Juan qué le gustaría ser de mayor. “De grande quiero ser mecánico de camiones y no trabajar llenando (con barro los moldes para los ladrillos), porque me chanco (estropeo) las manos haciendo el barro y me deja cicatrices”, concluye.
Imagínese usted a Juan arropándose con la manta en el sofá de su salón. Del suyo, porque la casa de Juan no tiene ni salón ni sofá. Imagíneselo en los charcos de agua. Imagine a Juan en el barro. Pero esta vez no dándole forma al ladrillo, sino regresando a casa con él en las rodillas. Imagíneselo corriendo y bailándole al viento, disfrutando de principio a fin de esos días donde las tristezas no tienen lugar. Pero no. Parece más bien un niño dado la vuelta. A su edad tiene ya las manos salpicadas de años. Su infancia ha sido una piñata frágil, fácil de reventar. Juan es un adulto en un cuerpo de niño. Es un niño del revés.
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el dispreciau dice: demasiados discursos para realidades nulas... demasiados organismos internacionales para ningún resultado "global"... demasiadas palabras con buenas intenciones que se traducen en guiños para el ejercicio del imperio de las malas intenciones... demasiadas ausencias de estados políticos recitadores, pero que desconocen sus propias realidades... que no saben leer sus propias realidades... que no saben estructurar sus lecturas... que ceden al imperio enloquecido por el miedo a los genocidios... demasiados niños sin hogares, sin padres, sin alternativas, con futuros hipotecados por derechos ciudadanos robados por intereses de humanos "negados" de sí mismos, a los que las vidas de los prójimos les importa un carajo (bledo es demasiado fino para semejante cinismo)... demasiados niños librados a sus suertes... demasiados destinos desperdiciados por la necedades del imperio afectado por demencia de partes y poderes... demasiados reinos inútiles... demasiados principados con príncipes negros... demasiadas intenciones recitadas luego negadas en los hechos... demasiada esclavitud soslayada por las corporaciones de medios que colocan bajo la alfombra aquello que no les importa, no les conviene, sirve a sus fines declamatorios e inculpatorios de otras víctimas de sus oportunismos asociados al poder lavador... una civilización que sacrifica a sus niños, simplemente no merece existir... sencillo, no lo merece. JUNIO 11/12, 2014.-
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