La estaca en el corazón
Sergio Ramírez
Para LA NACION
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Miércoles 11 de agosto de 2010 | Publicado en edición impresa
MASATEPE, Nicaragua.-No recuerdo si me lo contó Jon Lee Anderson o lo he leído en alguna de sus crónicas, pero el caso es que alguna vez el periodista entrevistaba en Bucarest al dictador Nicolas Ceausescu y el diálogo llevaba mala fortuna, porque aquel hombre desconfiado regateaba las palabras hasta que al entrevistador se le ocurrió hablarle del legendario príncipe Vlad, conocido como "el empalador", cruel y feroz con sus semejantes, pero que en la historia de Rumania pasa por un héroe de la resistencia contra los turcos. Esta sola mención bastó para que a Ceausescu se le iluminara el rostro y empezara a extenderse sobre las hazañas patrióticas de Vlad, con lo que quedaba claro que hablaba de sí mismo. Ceausescu era Vlad, o se creía Vlad; quería encarnarlo.
El conde Drácula, el personaje sediento de sangre dotado de vida eterna y afilados colmillos creado por Bram Stoker en su novela de 1897, es un sucedáneo del viejo príncipe Vlad, el mismo que tras empalar a sus víctimas recogía su sangre en un cuenco para remojar el pan que comía en lo que juzgaba la mejor de las salsas. Drácula, no lo olvidemos, significa diablo. Un diablo sediento de sangre humana.
Drácula dejó hace tiempo las páginas de la novela de Stoker y entró con sus propias alas a volar en el mundo de los vampiros (siendo él el vampiro por excelencia), un mundo multiplicado por el cine y que cobra hoy una vigencia posmoderna en la literatura de consumo masivo, dígalo si no el éxito de las novelas en serie escritas por Stephenie Meyer, que comienzan con Crepúsculo , destinadas al público juvenil, y de las que se han vendido veinticinco millones de ejemplares en treinta lenguas.
Los vampiros duermen en el día el sueño de los muertos y salen de sus sarcófagos al irse la luz del sol para llevar adelante sus correrías, en las que buscan clavar sus colmillos en el cuello de las doncellas y así convertirlas, a su vez, en vampiresas. Es lo que hemos visto tantas veces en las películas que recrean las hazañas del conde Drácula desde los tiempos de Bela Lugosi y Boris Karloff, los vampiros más veteranos del cine.
Pero regreso a Nicolas Ceausescu, que tanta inspiración sacaba del príncipe Vlad, alias el conde Drácula, porque acaba de ser removido de su sarcófago, junto con su esposa, Elena, poco más de veinte años después de que ambos fueron fusilados tras un juicio sumario el 25 de diciembre de 1989, bajo cargos de genocidio, enriquecimiento ilícito, daños a la economía nacional y toda clase de abusos de poder.
No les cobraron en esa lista la megalomanía, el desorbitado culto a la personalidad ni los delirios de grandeza, pues las efigies y las estatuas de ambos estaban por toda Bucarest y por todas las demás ciudades del país, y el Palacio del Pueblo, que se habían mandado construir en la capital, competía por ser el edificio más grande del mundo, sólo comparable al Pentágono, y el más suntuoso, el de peor mal gusto.
En 1989, el matrimonio Ceausescu se hallaba en la cúspide de su poder, después de haber empezado desde muy abajo, él electricista y ella obrera textil, lo que no impidió que la universidad le obsequiara el título de doctora en Ciencias Químicas. Eran dueños del mando supremo sobre el ejército, sobre el aparato del Partido Comunista, sobre la burocracia gubernamental, sobre los servicios secretos, los tribunales de justicia, los sindicatos, las fuerzas de choque, las organizaciones juveniles y, en fin, sobre las masas que acudían a sus manifestaciones. Y dueños del poder, claro está, de mandar a empalar a cualquiera que no estuviera de acuerdo con el credo de que Ceausescu era el Gran Conductor, armado de un cetro real que él mismo se había mandado hacer en oro puro. Ella, mientras tanto, se hacía llamar la Madre de la Nación. Pero es lo que pasa con todos los dictadores, que cuando creen hallarse en la cúspide es cuando la polilla les ha comido el piso sin que se dieran cuenta.
Esa Navidad de 1989, Nicolas y Elena convocaron una manifestación de apoyo a la que concurrieron miles, llevados igual que otras veces en autobuses desde todos los rincones de Rumania. Entre aquella masa vistosa en la que campeaban miles de retratos de la pareja se hallaban como siempre los jóvenes aguerridos de las juventudes comunistas, que, también como siempre, ocupaban las filas delanteras. Fueron ellos los que comenzaron a abuchear a Nicolas y a Elena, que no entendían lo que pasaba, y lo que pasaba es que prendía la rebelión que acabaría ese mismo día con su poder omnímodo.
Pueden verse esas imágenes en YouTube. Mientras pronuncia su discurso y escucha los abucheos ensordecedores, Ceausescu trata se seguir, pero se interrumpe. No puede creerlo. La masa inmensa se agita en su contra. Ella, que era mujer de armas tomar, ordenó que abrieran fuego sobre los manifestantes. No le hicieron caso, y ambos huyeron en un helicóptero, ya el ejército también en rebelión, y luego de ser capturados siendo prófugos fueron juzgados en juicio más que sumario y sentenciados a muerte. Fueron llevados al paredón de fusilamiento con los abrigos de invierno que llevaban puestos.
Me he acordado de lo que cuenta Jon Lee Anderson en relación con el entusiasmo que la mención del príncipe Vlad, "el empalador", despertó en Ceausescu cuando le hizo aquella entrevista en alguno de los aposentos del infinito Palacio del Pueblo en Bucarest, ahora que Nicolas y Elena han sido exhumados no porque alguien fuera a clavarles la estaca en el corazón a fin de que nunca más vuelvan a despertar, sino porque sus parientes buscan comprobar si verdaderamente son ellos los que yacen en sus sarcófagos, ya que fueron enterrados en secreto ante el temor de que la gente, enardecida, profanara sus cadáveres.
Es una exhumación que pasó bastante desapercibida, pues resonó más la que el presidente Chávez hizo de los huesos del Libertador Simón Bolívar, cuya calavera alcanzó a tener entre sus manos y pudo interrogar. Pero ésa es otra historia.
© LA NACION
El autor, nicaragüense, es escritor. Su última obra es Perdón y olvido
el dispreciau dice: cualquier parecido con nuestra realidad, es una mera coincidencia. Agosto 11, 2010.-
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