Los niños de Marruecos que Europa no quiere en sus calles
El flujo de los menores sin papeles crece cada año mientras varios Gobiernos europeos intentan negociar con Rabat sus repatriaciones
Tánger
Varios niños, apostados el pasado lunes frente al puerto de Tanger-Ville, en el lugar desde donde suelen controlar la salida de autobuses. FRANCISCO PEREGIL
La escena parece propia de una película de presos. Pero estamos al aire libre, en lo alto de un monte situado frente al puerto de Tánger-Ville, al lado de la medina. Cinco menores de entre 14 y 16 años relatan sus artimañas para meterse en lo bajos de un autobús que los lleve dentro de un ferri hacia Europa. Hay otro chaval de 12 años que se acerca y se aleja del grupo, se retira cada cinco minutos y se encarama en un risco desde donde controla mejor los autobuses que salen del puerto, a lo lejos. Se afana con la concentración de un recluso que observara día a día, semana a semana, los hábitos de los vigilantes. Lo curioso es que no le interesa tanto los autobuses que entran en el puerto, rumbo a Tarifa, como los que salen.
Mustafá (su verdadero nombre es otro) es un tangerino de 15 años que asegura haber sido sacado esta semana hasta cinco veces de los bajos de otros tantos autobuses. “Muchas veces, cuando nos vamos a meter en un autobús que entra en el puerto nos encontramos con la sorpresa de que ya hay alguien dentro. Así que, para que no te quiten el sitio, es mejor meterse a la salida. Lo malo es que te puedes llevar una semana viajando por Marruecos y te pillan justo cuando el camión va a entrar en el barco. A mí me descubrieron una vez después de haber pasado el escáner. Los perros me olieron”.
Conocen perfectamente los autobuses. Saben, por ejemplo, que hay uno negro con un espacio ideal en medio. Así que siempre se mete algún niño entre las ruedas traseras, a sabiendas de que a ese lo van a descubrir. Pero el que va en medio llegará a Europa. Todos los niños tienen quemaduras, visten dos pantalones para protegerse de las quemaduras y llevan una linterna, a veces tan pequeña como una uña, para escudriñar los huecos donde se van a meter. “Normalmente, vamos sobre la caja de cambio. Los hierros se van calentando a medida que el autobús recorre kilómetros”.
¿Les pegan los funcionarios del puerto o los conductores al descubrirles? Uno dice que sí. Mustafá lo interrumpe: “No vamos a mentir. Nos humillan, nos insultan, nos escupen, a veces nos dan una patada, pero no suelen pegarnos”.
En 2010 había 4.000 menores extranjeros atendidos en los consejos departamentales de Francia. En 2016 la cifra llegaba a 13.000 y para finales de 2017 esperaban alcanzar los 25.000
Mustafá y sus amigos confiesan que les gustaría ir a Barcelona. “En realidad lo que queremos es cruzar el charco. El sitio nos da igual. Tenemos entendido que en Barcelona es más fácil conseguir papeles”. Ninguno de ellos tiene teléfono. Se comunican con los amigos que llegaron a Europa cuando entran a un cibercafé, a través de Facebook. “Y nos dicen que están en centros de acogida, que les están enseñando una profesión. Eso es lo que queremos nosotros”.
En 2015 había 3.341 menores extranjeros no acompañados acogidos o tutelados en las Comunidades Autónomas de España, según informó el Gobierno en el Senado. En 2016 ascendían a 3.997. En 2017 ya alcanzaban los 6.414, según las cifras actualizadas por el Ministerio del Interior y difundidas esta semana por la ONG Save the Children en su informe Los más solos. El aumento es del 60,4% respecto a 2016. “Y en esas cifras solo están los menores registrados en centros”, señala por teléfono desde Madrid Jennifer Zuppiroli, una de las autoras del informe. “Los que no llegan a los centros o escapan de ellos, no aparecen. Es imposible cuantificarlos”, añade. Zuppiroli aclara que la mayoría de los menores sin papeles que llega a Europa no lo hace en los bajos de los vehículos, sino en patera.
La Comisión de Asuntos Sociales del Senado en Francia publicó en junio del año pasado un informe en el que señalaba que en 2010 había 4.000 menores extranjeros atendidos en los consejos departamentales. En 2016 la cifra llegaba a 13.000 y para finales de 2017 esperaban alcanzar los 25.000.
Los Gobiernos de Suecia, Alemania o España, entre otros países europeos, negocian desde hace años acuerdos para facilitar la repatriación de menores. Alemania ha financiado la construcción en el norte del país de dos centros con 100 plazas cada uno para menores que van a ser deportados.
En Francia, varios medios de comunicación le han dedicado una atención exhaustiva a las “hordas de niños” que llegan desde hace año y medio a las calles del distrito 18º, “solos, drogados, violentos, el cuerpo cubierto de heridas y quemaduras, (...) sembrando el terror en el barrio”. En realidad, las “hordas” ante las que parecen toparse educadores sociales eran una veintena hace un año y medio y ahora son unos 60, según publicaba Le Monde el 17 de mayo. 60 niños en una ciudad de 12 millones de habitantes no parece, a priori, una cifra muy amenazadora para generar tanta alarma social ni atención mediática.
“Es evidente”, explica Jennifer Zuppiroli, “que la llegada de niños ha aumentado en los últimos años, tal y como demuestran las cifras. Y los actuales sistemas de protección no se ajustan a las necesidades específicas de todos los menores. Los que no se quedan y siguen el viaje a veces los encontramos en las calles de París, de Estocolmo o en las de Ceuta y Melilla. Son niños sin papeles y desprotegidos, muchos sin familias y en riesgo. Son una minoría dentro de los miles que cada año se integran en los sistemas de recepción. La solución posible sería facilitarles nuevas alternativas. Más mediadores de calles, más apartamentos, menos centros saturados. Hay medios de comunicación que prefieren centrarse en los que delinquen antes que en la inmensa mayoría de los que intentan integrarse día a día en la sociedad. Con lo cual se contribuye a crear una alarma social injustificada. Pero son muchas más las historias con final feliz”.
Mientras tanto, frente al puerto de Tánger-Ville, Mustafá y sus amigos siguen escrutando los autobuses que llegan. Reconocen que algunos de ellos se enganchan a la droga del pegamento, que es la más barata, y finalmente pierden el objetivo de llegar a Europa. Pero dicen que no es su caso, que algunos solo inhalan pegamento para armarse de valor antes de meterse en el autobús. “Y tampoco somos ladrones”, aclara Mustafá. “Aquí vivimos en la calle, a veces comemos lo que encontramos en los contenedores. Pero si no robamos aquí, tampoco vamos a hacerlo en Europa”.
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