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Racismo camuflado dificulta lucha para erradicarlo en Brasil
Poco más de 6000 homicidios cometió la policía brasileña en 2019, contra 1098 en Estados Unidos, según el brasileño Monitor de la Violencia y el estadounidense Mapping Police Violence, respectivamente.
Los negros constituyen 75 por ciento de las víctimas en Brasil y 28 por ciento en Estados Unidos. Es decir esos brasileños muertos suman 15 veces la cantidad de estadounidenses, aunque la población afrodescendiente de Brasil (56 por ciento de 210 millones) no alcanza el triple de la de Estados Unidos (13 por ciento de 328 millones).
Esa violencia selectiva alimentó las gigantescas protestas en Estados Unidos, tras el asesinato de George Floyd el 25 de mayo, con efectos internacionales y en el caso brasileño también estimuló comparaciones y preguntas sobre las respuestas internas al “racismo que mata”.
“Nuestro racismo es específico”, la esclavitud fue formalmente abolida en Brasil “sin ningún derecho, tierra ni educación a los antiguos esclavos, impedidos incluso de votar en las elecciones, mientras la población negra en Estados Unidos se liberó con derecho a escuela y tierra”, destacó Walmyr Junior, profesor de Historia y uno de los coordinadores del Movimiento Negro Unificado en Río de Janeiro.
“La colonización también fue distinta en los dos países”, acotó Gabriela de Sousa, educadora infantil de artes con orientación antirracista, igualmente en Río de Janeiro.
Los negros en Brasil salieron de la esclavitud en 1888 sin políticas públicas favorables, sino al revés, a sufrir medidas oficiales “para su exclusión”, como leyes contra la vagancia cuando ellos eran privados de trabajo y el gobierno atraía inmigrantes europeos para ocupar tierras y empleos, recordó.
Además se buscaba “blanquear” la población y los libros didácticos mostraban los negros desechables, sucios y “deshumanizados”, observó.
“El racismo mata no solo por la violencia policial, pero también al marginarnos de la sociedad y privarnos de ser humanos. El racismo es estructural, afecta todas las dimensiones de la vida, sea económica, política o cultural”, concluyó.
Triple riesgo para negros y minorías
Además de la pandemia de covid-19 y la violencia policial, la población negra de Brasil y las minorías, como los indígenas, los LGBTI y pueblos tradicionales, enfrentan poderes políticos adversos, desde la llegada al poder de la extrema derecha, en enero de 2019.
El presidente Jair Bolsonaro nunca ocultó su rechazo, incluso con agresividad, a las conquistas que esos sectores lograron en las cuatro últimas décadas. Su discurso y sus decisiones agravaron tanto los daños de la pandemia, como la represión policial que amenaza a los pobres e impulsa la inseguridad social.
También participan en esa estrategia buena parte de los gobernadores de la mayoría de los estados, llegados al poder por la misma ola conservadora que eligió a Bolsonaro. El incremento de la brutalidad policial, a pretexto de combatir la delincuencia, se refleja en el auge de las muertes provocadas por la policía, en acciones represivas contra la población más vulnerable y el retroceso en derechos y políticas sociales. São Paulo y Río de Janeiro son los casos más visibles.
Un caso paradigmático es el de la Fundación Palmares, volcada a la promoción de la cultura y la población negra, cuyo nuevo presidente, Sergio Camargo, afrobrasileño e hijo de un activista de la negritud, niega el racismo y considera que la esclavitud fue beneficiosa para los negros al permitirles vivir mejor que los africanos. Las comunidades quilombolas (descendientes de esclavos) están abandonadas y perdiendo vidas para la pandemia.
Los indígenas y pueblos tradicionales, como extractores de caucho vegetal en la Amazonia y comunidades ribereñas, sufren la desmovilización de las fundaciones encargadas de asistirlos y también de los órganos ambientales, que tuvieron su capacidad de acción muy reducida.
Además de la pandemia de covid-19 y la violencia policial, la población negra de Brasil y las minorías, como los indígenas, los LGBTI y pueblos tradicionales, enfrentan poderes políticos adversos, desde la llegada al poder de la extrema derecha, en enero de 2019.
El presidente Jair Bolsonaro nunca ocultó su rechazo, incluso con agresividad, a las conquistas que esos sectores lograron en las cuatro últimas décadas. Su discurso y sus decisiones agravaron tanto los daños de la pandemia, como la represión policial que amenaza a los pobres e impulsa la inseguridad social.
También participan en esa estrategia buena parte de los gobernadores de la mayoría de los estados, llegados al poder por la misma ola conservadora que eligió a Bolsonaro. El incremento de la brutalidad policial, a pretexto de combatir la delincuencia, se refleja en el auge de las muertes provocadas por la policía, en acciones represivas contra la población más vulnerable y el retroceso en derechos y políticas sociales. São Paulo y Río de Janeiro son los casos más visibles.
Un caso paradigmático es el de la Fundación Palmares, volcada a la promoción de la cultura y la población negra, cuyo nuevo presidente, Sergio Camargo, afrobrasileño e hijo de un activista de la negritud, niega el racismo y considera que la esclavitud fue beneficiosa para los negros al permitirles vivir mejor que los africanos. Las comunidades quilombolas (descendientes de esclavos) están abandonadas y perdiendo vidas para la pandemia.
Los indígenas y pueblos tradicionales, como extractores de caucho vegetal en la Amazonia y comunidades ribereñas, sufren la desmovilización de las fundaciones encargadas de asistirlos y también de los órganos ambientales, que tuvieron su capacidad de acción muy reducida.
La enseñanza escolar contribuyó para arraigar los prejuicios y creencias racistas, por lo menos hasta recientemente, coincidieron los entrevistados por IPS, en diálogos por teléfono en Río de Janeiro, debido a las medidas por la pandemia de la covid-19.
“La educación propagó el mito de la democracia racial, de la convivencia entre las distintas razas sin conflictos”, todo basado en respetados intérpretes de la nacionalidad, como Gilberto Freire, dijo Renan de Sá, profesor de Historia en la enseñanza básica.
El amplio mestizaje, que hace de los pardos, como se llaman localmente a los mestizos, el mayor grupo de la población brasileña, con 46,5 por ciento, sería otro factor de la identidad nacional poco o nada racista.
A la vez en que disminuía el valor de los mestizos y los pueblos indígenas, en una “eugenesia blanqueadora”, la enseñanza ocultaba las luchas de los esclavos, de los afrodescendientes, cuya resistencia negra sufrió la más dura represión, con masacres, en contraste con rebeliones blancas, sostuvo.
Sá tiene también sus quejas contra los grandes medios de comunicación, que “deshumanizan” los negros, al limitarlos a estadísticas cuando son muertos por la policía, por ejemplo.
“Acá también se protesta cuando se asesina un negro, se incendia autobuses, se bloquean calles”, subrayó ante la comparación desfavorable con las masivas manifestaciones callejeras en Estados Unidos por más de dos semanas.
Pero son actos locales, aún no se lograron movilizaciones nacionales específicamente contra el racismo que muchos aún sostienen no existir en Brasil, incluso algunos gobernantes actuales.
“Desconstruir el racismo en Brasil será tarea para varias generaciones, incuso de mis nietos y bisnietos”, vaticinó Sá, al señalar que los prejuicios sobreviven incluso entre algunos de sus alumnos adolescentes, que se refieren despectivamente a sus condiscípulos negros afirmando que merecerían “tratamiento con bala”.
“Muchas instituciones se crearon para proteger el patrimonio privado de los ricos”, acotó Junior.
La Policía Militar del estado de Río de Janeiro, el gran verdugo de los negros y pobres de las favelas (barrios hacinados), tiene como escudo de armas el dibujo de dos pistolas y de ramas de café y caña de azúcar, principales fuentes de riqueza y poder de los hacendados en la historia brasileña, ejemplificó.
Algunas sus víctimas provocaron una especial indignación popular. Ágatha Félix, de ocho años, regresaba con su madre a la favela donde vivía, en una camioneta de pasajeros, el 20 de septiembre de 2019, cuando fue muerta de un tiro por la policía, en una acción injustificable.
Igual pasó con João Pedro Matos, también negro, de 14 años, muerto de un balazo en la espalda en su propia casa acribillada por más de 70 tiros de la policía civil, el 18 de mayo en São Gonçalo, ciudad cercana a Río de Janeiro.
Las muertes provocadas por la policía aumentaron en los últimos años, en contraste con la reducción de la violencia criminal, incluso los homicidios. Parece resultar de la agresividad de los nuevos gobernantes, elegidos en 2018 con discursos de guerra sin límites contra la delincuencia.
Además de la violencia policial, los afrodescendientes, que comprenden los negros y los mestizos en las estadísticas nacionales, enfrentan actualmente los mayores daños provocados por la pandemia.
En muchos hospitales no se registra el color y género de las personas enfermas o muertas, pero los datos existentes evidencian diferencias. Moría un negro de cada tres hospitalizados y un blanco en cada 4,4, hasta mediados de junio, según la Sociedad Brasileña de Medicina de la Familia.
En São Paulo, la mayor metrópoli brasileña, pruebas por muestreo hasta el 24 de junio comprobaron que el contagio por el coronavirus era 2,5 veces más frecuente entre negros que entre la población blanca, es decir que ya había 19,7 por ciento de negros infectados y 7,9 por ciento de blancos.
Esa mayor vulnerabilidad, que incluso se reveló más intensa en Estados Unidos, refleja lo que últimamente se ha pasado a definir como racismo estructural.
Los negros tienen menos oportunidades laborales, están muy presentes en funciones esenciales que los exponen al contagio -como vendedores callejeros, repartidores y conductores de autobuses o taxis-, ganan menos y no pueden confinarse por muchos días, son mayoría entre los pobres y encarcelados y muchos sufren de enfermedades como diabetes e hipertensión que agravan la covid.
La crisis sanitaria y la conmoción mundial por el asesinato de Floyd le dieron “visibilidad a nuestras llagas” y estimulan un amplio debate en busca de “una respuesta del conjunto de la sociedad al problema del racismo”, espera Itamar Silva, líder comunitario en la favela Santa Marta, cerca del centro de Río de Janeiro.
“Podemos ver ahora con mayor transparencia de que somos formados, sin iludirnos sobre el carácter violento y de fuertes prejuicios de nuestra sociedad”, cuya transformación exigirá largo tiempo, advirtió.
“La única forma de combatir el racismo es vincularla al derecho a la ciudad”, afirmó Walmyr Junior, también consejero de Enegrecer Colectivo Nacional de la Juventud negra y habitante de Maré, un gran complejo de favelas de Río de Janeiro.
“Las ciudades fueron diseñadas para excluir a los negros y pobres, desplazarlos para las favelas o periferia. Las favelas son productos de desalojos, que le quitan la cultura, familiares, amistades y la identidad a la gente. Garantizar el derecho a la ciudad es el camino”, concluyó.
Ed: EG
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