PRIMER ANIVERSARIO DE LA FIRMA DEL ALTO EL FUEGO
Cómo reconstruir un pueblo golpeado por la barbarie
El Salado sufrió una de las masacres más crueles del conflicto armado en Colombia. Hoy los habitantes que regresaron siguen rehaciendo sus vidas
El Salado (Colombia)
MÁS INFORMACIÓN
El 18 de febrero del año 2000 la historia de El Salado se partió en dos. Igual que los paramilitares rompieron el cráneo de algunos de sus habitantes. Fue el mismo día que degollaron, violaron y empalaron a unos campesinos cuyo delito era vivir en una zona de paso, un corredor por donde Ejército, guerrilleros y autodefensas transitaban para librar la lucha que ha tenido a Colombia durante medio siglo en conflicto.
El Salado es un pueblecito donde hoy viven unas 3.000 almas —contando sus veredas, las poblaciones diseminadas— que 17 años después de una de las masacres más brutales e icónicas de la historia reciente de Colombia continúan con el estigma del terror e intentan reconstruir lo que era una fértil zona agrícola, una de las grandes despensas del país.
Hasta hace poco, llegar al pueblo desde Carmen de Bolívar, la tercera ciudad más grande del departamento del que es capital Cartagena de Indias, era una odisea de varias horas, un camino casi imposible si llovía. Hoy el recorrido no llega a 40 minutos. De esto hace apenas un año. El Estado ha llegado allá donde durante años reinaron la guerrilla y, después, el olvido.
En El Salado hoy vivien unas 3.000 personas, menos de la mitad que antes de la masacre. Por dos años, el pueblo quedó desierto
No se puede decir que El Salado sea un lugar afortunado. No. Pero sí es cierto que aquella brutal masacre en la que un grupo de paramilitares se ensañó con sus habitantes para sembrar el terror, para que quedase claro que cualquier sospechoso de tratar con las FARC, voluntaria o involuntariamente, podría correr su misma suerte, puso los focos sobre el pueblo. Algunas ONG y el propio Gobierno trataron de reparar lo que allí había pasado: el Ejército fue cómplice de la matanza al no hacer nada durante los tres días en los que las autodefensas se dedicaron a asesinar a sangre fría a 66 personas y a violar a un número indeterminado de mujeres. Pero esto sucedió tras dos años de abandono completo en las que todos sus habitantes huyeron atemorizados, después de varios más en los que fueron sus propios vecinos los que regresaron por su cuenta y riesgo. “Era mejor morir de pie en nuestra tierra que vivir de rodillas en una ciudad”, dice Luis Alfredo Torres, Don Lucho, uno de los líderes comunitarios de El Salado.
El presidente de la República, Juan Manuel Santos, ha visitado tres veces el pueblo, que hoy tiene una cancha de fútbol sintético, un barrio con 100 viviendas nuevas sufragadas por el Estado y agua potable seis horas al día impulsada por energía solar (sí, solo seis, pero hasta el año pasado eran un par de ellas a la semana) gracias al apoyo de organizaciones como la española Ayuda en Acción(que hizo posible este reportaje) o la colombiana Fundación Semana.
Aún así, quedan muchas infraestructuras por hacer. Estas iniciativas privadas han llevado agua a algunas veredas, a algunas escuelas, mediante tejados de cinc galvanizado que recogen la lluvia y la almacenan en enormes depósitos para que la gente abandone los juagüeys, hediondos fosos cavados en el campo que también recolectan las precipitaciones, pero en el suelo de tierra, donde se estanca y se comparte con los animales, al igual que los parásitos y las enfermedades que transportan. Pero no todas estas micropoblaciones tienen esta suerte. No en El Salado. Y menos en otros pueblos que también ha sufrido el conflicto, donde no ha llegado el Estado en forma de carreteras, canchas de césped artificial, barrios nuevos, visitas de presidente o nada que se le parezca.
Pero más allá de la reconstrucción física que la sociedad debe a estas poblaciones, el trabajo quizás más difícil, el de más largo recorrido es rehacer el espíritu de sus habitantes, los que volvieron tras pasar penurias en las “selvas de cemento”, como las llama Don Lucho, que hoy por hoy reconoce que aún tiene “miedo”. El pueblo hoy cuenta menos de la mitad de los habitantes que antes de la masacre. Todos ellos, de una u otra forma, están marcados por ella.
No ha sido fácil volver a confiar los unos en los otros. “Eso se rompió en la masacre”, apunta Don Lucho: “No te fías ni de ti mismo ni del vecino”
Yirley Velasco tenía solo 14 años cuando los paramilitares irrumpieron aquel 18 de febrero. A ella, como a la mayoría de las mujeres, la metieron en la iglesia, mientras los hombres esperaban en la cancha de fútbol a ver si tenían la suerte de salir vivos o les degollaban allí mismo, acusados de colaborar con la guerrilla, sin pruebas para ello. “Mataron a niños, a personas mayores que no tenían fuerza ni para alzar un fusil”, recalca Don Lucho. A Yirley la llamaron para que hiciera de comer a los paracos, como allí les llaman. Y poco después aquello se convirtió en una violación múltiple. “Yo solo recuerdo al primero. Según los informes médicos fueron cuatro los que abusaron de mí. En aquel momento, me mataron, pero solo en aquel momento”, relata. La recuperación no fue fácil ni rápida. Nueve meses después nació su primera hija, lo único positivo que saca de aquella experiencia, la que le ayudó a seguir adelante y a continuar viviendo. Hoy lo relata todo calma y serenidad. Encontró su razón para vivir en sus hijos y en ayudar a otras mujeres que habían sufrido lo mismo que ella. “Aquí se hablaba de las necesidades de carreteras, de agua, pero nadie decía nada de lo que requeríamos las mujeres, así que me atreví a alzar la voz”. Una de las necesidades es ser escuchadas, que puedan contar lo que les pasó sin ser estigmatizadas. Y así fundó la asociación Mujer y Vida, formada por 14 víctimas de violencia sexual, que no solo hacen terapia de grupo, sino que realizan actividades para ser independientes, tanto del Estado como de sus maridos.
Yirley ha aprovechado esta fortaleza y este liderazgo para recorrer las veredas y hacer grupos para empoderar a las mujeres que viven en las zonas más alejadas, donde la vida es más difícil, más dura, más machista. En Villa Amalia, una de ellas, conversa con Liliana Sierra y Carmen Torre, dos miembros de un grupo que se ha unido para “cumplir sus sueños”. En una recóndita zona rural de Colombia, son sueños modestos: sacar adelante a los hijos, no depender económicamente de sus maridos, ser libres. “Hay muchos hombres a quienes les ha costado aceptar esto, creen que nos reunimos para hacer cosas raras, pero simplemente hablamos y organizamos actividades para sacar algo de dinero”, relata Torre, risueña y expresiva. Cuenta cómo, en más de un año, todavía no han sido capaces de perfeccionar la técnica de los pasteles. “La primera vez salieron horribles, sin color. Después siempre pasa algo: la zanahoria se queda cruda, falta azúcar”, ríe divertida. “Pero después lo vendemos”. Se ayudan, ahorran y, poco a poco, van involucrando a sus parejas en su causa.
No ha sido fácil volver a confiar los unos en los otros. “Eso se rompió en la masacre”, apunta Don Lucho: “No te fías ni de ti mismo ni del vecino”. Pero la vida comunitaria es la base del resurgir, lento, pero resurgir, de El Salado. Otro ejemplo es el de los más jóvenes del pueblo, aquellos que no vivieron lo que allí pasó, o eran demasiado pequeños para ser conscientes, pero que han heredado sus consecuencias. Judy Carrillo, técnico regional de Ayuda en Acción, explica que las dinámicas de embarazos adolescentes y el flirteo con las drogas, que condenan el futuro de los adolescentes, son combatidas con programas que tratan de fomentar actividades culturales y deportivas. Son los propios chavales los que forman a otros, o a los niños, para evitar el tedio que, de lo contrario, podría imperar en este territorio caliente como el infierno. Hay música, danza, fútbol, clases de nuevas tecnologías…
Aunque desde el 22 de junio de 2016, hace justo un año, cuando las FARC y el Gobierno firmaron la paz, no ha habido muertes en combate, el miedo continúa
Leiner Ramos es coordinador del programa Fútbol con Valores. Con 33 años, es otra víctima del conflicto. Su hermano fue asesinado mientras trataba de huir. Su vida, dice, empezó a cobrar sentido con el deporte y su enseñanza a los más pequeños. “Me dedicaba a andar en la calle sin hacer nada. Así, muchos niños y jóvenes caen en malos pasos. Queríamos sacarlos adelante por medio del deporte y la cultura. Pero lo más importante no es poner al niño a jugar al fútbol, es cómo le ayuda a transformarse, a ser una persona de bien”, asegura. “Cuando las niñas se entregan a la danza, a los estudios, al deporte, ya solo piensan en eso, añade María José Blanco, de solo 19 años y profesora autodidacta de baile en El Salado.
Todos estos procesos no están exentos de obstáculos. El conflicto de Colombia fue muchas cosas. Entre ellas, una pugna por el poder en las zonas rurales, por las tierras, por mantener un statu quo que beneficiaba a algunos. Y, aunque desde el 22 de junio de 2016, hace justo un año, cuando las FARC y el Gobierno firmaron el alto el fuego, no ha habido muertes en combate, el miedo continúa. “Yo todavía tengo”, reconoce Don Lucho. En todo el país, desde entonces han muerto más de 150 líderes sociales, los que siguen tratando de afianzar la paz y los cambios en sus territorios, pero sin renunciar a sus derechos, a sus tierras, a sus oportunidades, a recibir lo que es suyo. “Yo todavía recibo amenazas”, asegura Yirley. “No sé cuáles son los grupos que las hacen, pero ahí están, y yo sigo adelante”, dice firme. Porque si en Montes de María, donde se asienta El Salado, se percibe un sentimiento, es el del alivio por el fin de la guerra y la apuesta por la paz. “Aunque mis victimarios no me hayan pedido perdón, ni me interesa, yo los perdono: de corazón, con el alma. Por eso creo que estoy tranquila”, concluye Yirley.
No hay comentarios:
Publicar un comentario