La desaparición de los privilegios en los espacios públicos
La discriminación hacia las mujeres es una de las mayores problemáticas de muchas grandes urbes
En Quezon City (Filipinas) están poniendo en marcha un programa para hacer el espacio público más seguro para las mujeres. MIGUEL LIZANA AECID
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La noción de espacio público, en muchos países hispanoamericanos, ha sido problematizada desde hace varias décadas, para comenzar a hablar de la vida en las calles, las plazas, los parques y el transporte en las ciudades. Así, hasta revelarnos que esos espacios no son necesariamente para todos y todas por una serie de privilegios o condiciones con las que se deben contar para habitarlos.
Lo público, como principal atributo de los espacios mencionados, en la práctica no es sinónimo de abierto, incluyente, accesible o gratuito. Estos espacios, que pueden ser de tránsito o goce, son restringidos para ciertos grupos y habitados de maneras diferenciadas por mujeres, por migrantes, por indígenas, por afrodescendientes, entre otros sectores poblacionales de una misma ciudad. En dichos espacios las lógicas de convivencia son atravesadas y dominadas, principalmente, por los privilegios de raza, por condiciones etarias, de género y de orden económico. La Nueva Agenda Urbana, que se aprobó en la Conferencia Habitat III en Ecuador, convocada por la Organización de Naciones Unidas, tiene el gran desafío de generar las estrategias donde se involucre a estos sectores poblacionales con el fin de construir ciudades democráticas y diversas.
En diferentes ciudades de Hispanoamérica, especialmente en los discursos que abordan la problemática de discriminación hacia las mujeres, es común encontrar argumentos que tratan de explicar su origen en conductas sociales arraigadas e inercias culturales tradicionalistas. Sería conveniente precisar que la discriminación y la violencia de género existen por un abuso de poder basado en las diferencias de género que son culturalmente aceptadas, puesto que si decimos que esta discriminación y violencia es cultural, caemos en el riesgo de invisibilizarlas y hasta justificarlas en algunos casos. Cuando hablamos de relaciones basadas en el abuso de poder en los espacios públicos, es posible hacer una lectura de los privilegios, entendidos estos como ventajas exclusivas de grupos que ostentan el poder, un poder que aunque no esté acordado o estipulado en algún marco normativo, en los hechos o a través de prácticas específicas, definen el uso y comportamiento de las personas en los espacios públicos de las ciudades.
El origen etimológico de privilegio (del latín privilegium), puede definirse como ley privada, por lo tanto, un espacio de privilegios sería un espacio de leyes privadas, es decir, no de orden común sino relativa a un cuerpo social específico y distinguido de los demás. Esto por supuesto descarta la posibilidad de hablar de los espacios públicos en las ciudades como espacios de derechos de todas las personas, no importando el género, su raza, condición etaria o económica.
¿Cómo transformamos un espacio de privilegios en un espacio de derechos?
En el caso de México, la lucha de las mujeres por denunciar la violencia que viven en los espacios públicos puede ubicarse desde 1977 con acciones desde el arte y activismo de artistas y grupos feministas. Es posible que existan manifestaciones anteriores, sin embargo, se señala esta fecha ya que una de las principales impulsoras en los setenta, la artista y activista Mónica Mayer, continúa en el movimiento feminista por la visibilización de este problema. A partir de los años 2000, esta lucha tomó una fuerza particular en mujeres jóvenes de distintas ciudades del mundo y en 2011 con la Marcha de las Putas, que se originó en Canadá y se replicó después en otros países del mundo: mujeres y personas de la comunidad LGBTTI salieron para condenar la violencia de género en espacios públicos y exigir que no se justifique la violencia hacia las mujeres por su forma de vestir en las calles. En América Latina la marcha se realizó en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, México, Perú, Uruguay y Venezuela.
El recorrido histórico es fundamental para subrayar el papel de colectivas, artistas, activistas y organizaciones de la sociedad civil que han estado presentes en esta lucha y que han puesto en la mesa de debate las condiciones en las que las mujeres y los cuerpos feminizados viven los espacios públicos; los privilegios que ha mantenido esta relación de violencia y segregación; los impactos de la violencia contra las mujeres ejercidas en los espacios públicos, la forma de nombrar esta violencia y los caminos posibles y efectivos para erradicarlas. Ha sido una tarea ardua, latente y organizada.
En los meses de marzo y abril de este año, ante la cobertura mediática del caso de acoso que vivió la periodista norteamericana Andrea Noel en la ciudad de México, la denuncia social de la Marcha nacional contra las violencias machistas 24ª, y del impacto en redes del hashtag #MiPrimerAcoso, instituciones de Gobierno no atendieron ni respondieron a una denuncia social, sino que reaccionaron a la presión de los medios que replicaron las evidencias sobre la ausencia de datos en torno a las violencias sexuales en espacios públicos, los obstáculos que existen para denunciar y la falta de atención en diversos ámbitos a este problema.
La reciente entrega de silbatos a mujeres para soplar en caso de agresión les recuerda todo el tiempo que pueden ser víctimas de acoso
El Gobierno de la Ciudad de México reaccionó con una estrategia fallida que no contempló la experiencia y el recorrido histórico de esta lucha, implementó una de las acciones más controvertidas e inapropiadas de su política pública en lo que va del año: el reparto de silbatos a mujeres —en su mayoría—, como una estrategia para combatir el acoso sexual en el transporte público. La principal crítica a esta acción de grupos feministas ha sido que coloca nuevamente a las mujeres como personas vulnerables, indefensas y pasivas en el espacio público. Además de que portar un silbato se vuelve un recordatorio para las mujeres de una amenaza de acoso y abuso sexual permanente. La reciente entrega de silbatos no sólo deja a las mujeres la responsabilidad de pedir auxilio a policías que acudan al llamado, sino que les pide que se cuelguen un silbato que les recuerda todo el tiempo que pueden ser víctimas de acoso y abuso sexual cada vez que salen de sus casas. Reforzando así la idea de que dichas violencias sexuales son parte de su vida cotidiana en las calles.
Esta respuesta limitada, en su enfoque e impacto, pone en relieve la falta de reconocimiento por parte del gobierno local del trabajo de las mujeres en la ciudad, en sus esfuerzos alcanzados para nombrar los actos de violencia sexual en espacios públicos. Las feministas declaramos: “Tenemos palabras para alzar la voz y denunciar”. El sonido del silbato silencia o enmudece esas palabras contra el acoso. Ha llevado tiempo verbalizar experiencias de esta clase de violencia por distintos motivos: por sentirnos culpables, responsables, por sentir vergüenza, por miedo a no ser apoyadas, por dudar de nosotras mismas, por haber sido calladas, por no encontrar las palabras para decirlo, porque causaba mucha ansiedad, por sentir confusión, para no incomodar. No obstante, las palabras ya están ahí gracias al trabajo conjunto y permanente por visibilizar estas violencias. Ante los testimonios sobre experiencias de acoso callejero en diferentes ciudades del mundo, hoy es posible nombrar los tipos de acoso sexual: miradas lascivas, tocamientos, silbidos, besos, bocinazos, comentarios, jadeos, ruidos y susurros con connotaciones sexuales, gestos obscenos, fotografías y videos no consentidos y grabados con fines sexuales, exhibicionismo, persecuciones y arrinconamientos, masturbación con o sin eyaculación. El acto de nombrar es un acto muy poderoso para señalar, visibilizar y denunciar. Si no tenemos palabras para denunciar un abuso, reclamar un derecho se vuelve más difícil. Es innegable que la capacidad de nombrar resulta empoderadora.
El espacio público, definido como un espacio de privilegios masculinos tiene que ser cuestionado
Frente a esta política pública sin perspectiva, lanzamos la pregunta: ¿el acto de nombrar no sería un acto más asertivo que el de silbar para que alguien acuda a una llamada de auxilio? Lo que necesitamos son prácticas que transformen la indefensión en acción, que no reproduzcan la segregación, que no mantengan el poder de unos grupos sobre otros, y que permitan el cuestionamiento de los privilegios.
La suma de privilegios de los grupos que ostentan el poder en distintos niveles, bien puede esclarecerse con la noción de discriminación interseccional que sugiere que los modelos de opresión basados en el racismo, sexismo, religión, identidad de género, nacionalidad, orientación sexual, clase, entre otros, no actúan de forma independiente. Dichas formas de opresión se interrelacionan, actuando muchas veces simultáneamente, creando un sistema de opresión que refleja la suma de múltiples formas de discriminación. De esta manera es importante tener presente que cada vez que hablamos de discriminación, estamos hablando de grupos con privilegios que actúan en distintos niveles.
Es así que retomando el planteamiento inicial, el espacio público, definido como un espacio de privilegios masculinos por haber sido reconocido socialmente como un lugar y medio exclusivo de los hombres para acceder a otros derechos y oportunidades (trabajo, educación y ocio, por citar algunos), tiene que ser cuestionado y transformado desde la autonomía de las mujeres en el espacio público, en un ejercicio constante que permita pensarnos en ciudades democráticas y en espacios públicos libres de violencia.
Sin dejar a un lado el papel de las leyes para garantizar los derechos de las mujeres, resulta prioritario diseñar de manera colectiva estrategias que permitan responder a las mujeres por sí mismas, que siembren seguridad para exigir y defender nuestros derechos, que no reproduzcan estereotipos y nos revictimicen. Estrategias sociales que contrarresten a las políticas centradas en una perspectiva de seguridad pública, entendida esta únicamente como el aumento de agentes policiacos en las calles y en el transporte, o el incremento de cámaras de vigilancia y patrullas.
El reto para la la Reunión del Programa Global Ciudades Seguras Libres de Violencia contra las Mujeres y Niñas de Naciones Unidas, que se celebrará en febreo en México, será incorporar una perspectiva que visibilice y atienda la discriminación interseccional, que recupere e involucre la experiencia de la sociedad civil organizada en la lucha por la construcción de espacios públicos libres de violencia, y que no priorice la criminalización para la construcción de ciudades seguras. Asimismo, será fundamental la incorporación del tema de la educación y del diseño de los espacios urbanos no sexistas e incluyentes de la diversidad. Finalmente es tarea de las y los ciudadanos vigilar que sus demandas no se conviertan en capital político únicamente y sean atendidas por los gobiernos con ligereza y sin un compromiso sostenido en el tiempo. Esta será una de las primeras tareas de transformación para lograr que las ciudades sean para todas y todos.
María Josefina Millán Horita es cofundadora y directora de Habitajes: Centro de Estudios y Acciones sobre el Espacio Público.
A través de una serie de seis columnas, las organizaciones de la sociedad civil, integrantes de la Plataforma Global por el Derecho a la Ciudad en América Latina, CLACSO, Habitajes, Hábitat para la Humanidad, Instituto Pólis, la Coalición Internacional del Hábitat HIC y TECHO, buscarán responder según sus miradas y experiencias particulares, cuáles son los desafíos que enfrentan actualmente las ciudades en la recta final hacia la Tercera Conferencia sobre Vivienda y Desarrollo Urbano Sostenible de las Naciones Unidas, Hábitat III. Esta serie de columnas se enmarca en la iniciativa que el conjunto de organizaciones lanzó en 2015: No es una ciudad si no es para todxs.
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