Lágrimas detrás de cada bolsita de té
Las condiciones laborales de los recolectores en India, el segundo país más exportador, se parece muy a menudo a la esclavitud de hace siglos
MATTEO FAGOTTO BENGALA OCCIDENTAL (India) 8 OCT 2015 - 10:09 CEST
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A mediodía, cuando el sonido de la sirena que marca el final del turno de mañana recorre la hacienda de té de Mogulkata de la región de los Duars, en el este de India, Mina Sharma, de 45 años, recoge a toda prisa su sombrilla y sus pantuflas y se une a una interminable cola de mujeres harapientas y sudorosas que esperan a que les pesen las hojas de té. Delante de ellas, dos hombres de la administración vestidos con camisas y bermudas exquisitos e impecables, comprueban el peso y garabatean la cantidad de kilos recogidos en pequeños pedazos de papel que entregan a las recolectoras. En cuanto ha vertido su carga en el remolque, Shalma corre a su casa para prepararse un exiguo almuerzo a base de verduras, lo único que puede permitirse con su mísero salario. Al cabo de 90 minutos, cuando la sirena vuelva a sonar, saldrá de su ruinosa vivienda para recoger el resto de los 25 kilos de hojas de té que tiene asignados para el día. “Mi vida es un ajetreo constante”, cuenta mientras engulle la comida. Sharma, que tiene un hijo a su cargo, empezó a trabajar como recolectora a los 30 años, cuando relevó a su madre en su empleo. Igual que sus compañeras, esta mujer pobre y sin recursos gana 112,50 rupias diarias (menos de dos dólares), a pesar de que trabaja para una de las empresas más importantes de India.
Nacida y criada en Pakka Line, una de las aldeas que salpican Mogulkata, Sharma vive con sus padres en una casa que les dio la empresa de la plantación hace más de 50 años. “Nunca la han arreglado”, dice con amargura mirando el tejado de chapa oxidada. “Cada vez que llueve, dentro tenemos que usar paraguas”. La casa no tiene cuarto de baño, y el único grifo instalado en la zona sirve a 500 personas, de manera que las trabajadoras se suelen ver obligadas a recoger agua de apestosos pozos abiertos llenos de tierra y hojas caídas. La fiebre y la diarrea son corrientes, pero si las recolectoras están de baja por enfermedad, solo les pagan la mitad del jornal.
India es el segundo mayor productor de té del mundo después de China, representa el 14% de las exportaciones mundiales y emplea a 3,5 millones de personas en más de 1.500 provincias. Su té llega a todos los rincones del planeta envasado tanto en las bolsas instantáneas baratas que se encuentran en los estantes de los supermercados como en las elegantes cajas de madera de Darjeeling, el té más caro del mundo. Aun así, 68 años después de la independencia de India, los trabajadores de sus plantaciones de té siguen sometidos a los residuos del sistema esclavista que los colonialistas británicos concibieron en el siglo XIX.
Los obreros actuales, la mayoría mujeres empleadas como recolectoras, suelen ser descendientes directos de los trabajadores forzosos introducidos en las plantaciones hace más de 100 años. Sus condiciones de vida todavía reflejan las de sus predecesores. Alojados en colonias aisladas perdidas en medio de las fincas, ganan menos de dos dólares diarios y dependen de las empresas productoras de té para toda clase de servicios, desde las raciones de comida, el agua y las instalaciones sanitarias, hasta los colegios y la electricidad. No tienen propiedades, ya que las casas en las que viven pertenecen a las empresas, y pueden ser expulsados de ellas si otro miembro de la familia no los reemplaza cuando dejan de trabajar. En caso de no poder hacer frente a los pagos, las plantaciones cierran de la noche a la mañana, dejando que los obreros, sin salario, agua ni comida, mueran literalmente de hambre. Según las ONG de la zona, en los últimos 15 años, más de 2.000 trabajadores del té han muerto a causa de la malnutrición.
Con sus hileras interminables de arbustos verde oscuro perfectamente podados y separados por árboles tropicales, las fincas dedicadas al cultivo del té emanan un aire de paz del que no pueden hacer gala muchas plantaciones. Las mujeres trabajan en silencio recolectando las hojas más altas, de color verde dorado, y metiéndolas en los sacos de malla que cuelgan de sus cabezas. Los administradores siguen vistiendo bermudas en homenaje a las viejas costumbres británicas, y sus residencias encaladas completan la imagen de postal de un lugar aparentemente idílico.
Según las ONG de la zona, en los últimos 15 años, más de 2.000 trabajadores del té han muerto a causa de la malnutriciónSin embargo, a tan solo unos centenares de metros de sus despachos y de las factorías de procesado adyacentes, se encuentra la desagradable verdad de una de las industrias más despiadadas de nuestra época. Viviendas destartaladas desprovistas de aseos bordean los caminos sin pavimentar de las colonias. Las escuelas disponen de uno o dos maestros para cientos de alumnos, y a los niños se los traslada como si fuesen ganado en los mismos remolques utilizados para transportar las hojas de té. Los hospitales no suelen consistir más que en un par de salas sucias y malolientes equipadas con unas cuantas camas de madera, duchas que gotean y un dispensario con los estantes desoladoramente vacíos. “Detrás del té que bebemos cada día hay muchas lágrimas”, denuncia Víctor Basu, líder de Duars Jagron, una asociación de apoyo a los trabajadores del té del estado indio oriental de Bengala Occidental, uno de las principales zonas productoras de esa planta del país.
El estado, que acoge 276 haciendas de cultivo de té repartidas por las regiones de Terai, Duars y Darjeeling, es famoso por sus pésimas condiciones laborales. En 2013, un sondeo del Gobierno reveló que solo 61 fincas tenían instalaciones de agua potable adecuadas, que 107 carecían de hospitales, y que 44 no tenían letrinas, todos ellos servicios que las empresas productoras de té están obligadas por ley a proporcionar. A casi 96.000 de los 262.000 trabajadores no se les había facilitado alojamiento, mientras que 35 plantaciones llevaban retraso en los pagos y 41 no habían depositado fondos de previsión para la jubilación de sus obreros. Otras fueron calificadas de “enfermas”, o estaban pasando apuros financieros. “Los trabajadores del té de Bengala Occidental carecen del más mínimo de los mínimos”, denuncia Abhijit Mazumdar, presidente de la Unión de Trabajadores del Té en Lucha de Terai. “Se les mantiene en esas condiciones deliberadamente, con el fin de abastecer al sector de mano de obra barata”.
Apenas a unas docenas de kilómetros de las llanuras de los Duars se extienden las pintorescas colinas, verdes y brumosas de Darjeeling, cuna de uno de los tés más apreciados del mundo. A diferencia de las regiones sobre las que se levanta, cuya producción se centra en el CTC (hojas de té trituradas y despedazadas destinadas a las bolsitas corrientes de la infusión), Darjeeling es conocida como la Champaña del té por su producto ortodoxo, al servicio de la calidad, que se vende casi totalmente en el extranjero. Entre las marcas más famosas de Darjeeling está Makaibiri, una finca situada en una cadena de colinas próxima al pueblo de Kurseong. El año pasado, Makaibiri —que fue colaborador oficial de los Juegos Olímpicos de Pekín de 2008—, vio como su té se vendía al precio récord de 1.850 dólares el kilo. Dirigida por el extravagante y enérgico Rajah Banerjee, hace tiempo que la empresa ha hecho de la calidad su máxima prioridad: la hacienda, la primera en el mundo en recibir el certificado de ecológica en 1988, es conocida por su enfoque integral del cultivo del té y por sus esfuerzos de conservación de la selva circundante.
Los trabajadores viven en casas que les facilitan las empresas. Si cierran se quedan literalmente sin nada
Es más, Makaibari se precia de haber creado un ambiente armonioso entre la dirección y sus trabajadores gracias a una serie de iniciativas sociales enfocadas a capacitar a las mujeres y a las comunidades locales. Entre ellas figuran el empleo de mujeres como capataces, las becas, las bibliotecas y los centros sociales para las jóvenes generaciones, y la posibilidad de tener huéspedes en la aldea, lo cual permite a algunas de las familias ganar dinero hospedando a los numerosos turistas que visitan la finca. Desde su despacho de madera con las paredes cubiertas de fotos con crónicas de viaje de todo el mundo elogiando la plantación, a Banerjee le gusta afirmar que los empleados de Makaibari “no son trabajadores, sino miembros de la comunidad”.
Efectivamente, da la impresión de que los obreros están mejor alimentados y vestidos que sus compañeros de los Duars. Sin embargo, a tan solo unos cientos de metros de la carretera principal, junto a la cual se concentran la mayoría de las iniciativas sociales de Makaibari, en la cercana aldea de Thapathali un grupo de recolectoras acepta hablar de sus condiciones de vida siempre que sus identidades se mantengan en secreto por temor a las represalias. “Desde fuera, Makaibari parece muy bonito, pero solo nosotras sabemos cómo sobrevivimos aquí”, se lamenta Ful Kumari Rai (nombre ficticio), de 40 años. La mujer explica que las casas no se reparan, y que, hasta hace dos años, los pagos solían ser muy irregulares. Además, en Thapathali no hay una carretera en condiciones ni tuberías que la conecten con la fuente de agua más cercana, situada a tres kilómetros. Mientras que unas 10 familias han conseguido montar un sistema privado pagado de sus propios bolsillos, quienes no se lo pueden permitir tienen que caminar hasta allí cada día. Como la pista pedregosa y resbaladiza que enlaza con la carretera principal es prácticamente intransitable durante la estación de lluvias, las mujeres se quejan de que se puede tardar hasta cuatro horas en llegar al hospital más próximo, y que los pacientes con frecuencia son trasladados en tractores, ya que las ambulancias no consiguen circular por el camino. “Una vez una mujer tuvo que dar a luz en el tractor”, prosigue Rai. “Nos hemos quejado varias veces a los administradores, pero nada ha cambiado. Lo mismo les da, mientras las hojas se recojan”.
Desde comienzos de la década de 1990, el sector del té de India ha sufrido el azote de las crisis cíclicas causadas por la falta de inversiones, la baja calidad de la producción, la renovada competencia internacional y la mala gestión. Actualmente, en Bengala Occidental, 118 haciendas están dirigidas por gestores sin formación profesional en el sector del té, a menudo contratados por especuladores que no tienen interés en impulsar las plantaciones a largo plazo. Algunas fincas no han invertido en renovar los arbustos de té en más de 100 años, lo cual ha hecho que los rendimientos caigan en picado. “Una plantación de té requiere mucha inversión. Te da dinero, pero hay que ser paciente”, advierte Amitangshu Chakraborty, asesor de la Asociación India de Cultivadores de Té. “Si alguien espera rendimientos en unos días o en un mes, el té no es su negocio”. A mediados de la década de 2000, cuando la industria local experimentó su peor crisis, 14 plantaciones cerraron. Actualmente están cerradas siete, lo cual afecta a unos 5.000 trabajadores y a sus familias, es decir, un total de 25.000 personas.
Las viviendas de los recolectores de té suelen ser míseras, sin mantenimiento, baño, ni acceso directo de aguaEn medio del mar de cantos blancos y brillantes que llenan el lecho del río Diana, en los Duars, Shoma y Sugi Munda, de 56 y 45 años, respectivamente, dejan caer rítmicamente sus martillos sobre las piedras que acaban de recoger. A unos 100 metros está la exuberante hacienda Red Bank Tea, en la que la pareja trabajó desde 1969. Cuando, el 19 de octubre de 2013, la plantación cerró, limitándose a dejar una nota en el tablón de anuncios, 888 trabajadores y sus familias quedaron abandonados con una mano delante y otra atrás. Al igual que sus antiguos compañeros, ahora los Munda sobreviven a base de las raciones de alimentos de emergencia que reciben del Gobierno. Durante la estación seca van cada día al río a picar piedra para el sector local de la construcción y trabajan 12 horas por 3,75 dólares. “Antes la empresa nos lo daba todo: comida, ropa, medicinas... Ahora tenemos que comprarlo nosotros”, explica Shoma, el marido, con amargura. Cuando las lluvias monzónicas llenen el cauce, intentarán encontrar empleo como trabajadores temporales en alguna de las plantaciones cercanas, una posibilidad que no está ni muchos menos garantizada. “No tenemos esperanzas de que la plantación vuelva a abrir pronto”, continúa Shoma con la vista fija en los guijarros que tiene delante.
Aunque en los últimos tiempos el Gobierno ha intervenido proporcionando alimentos, agua y unos servicios sanitarios mínimos a los trabajadores de las fincas cerradas, volver a poner en marcha las plantaciones supondría arrancar sectores enteros de arbustos viejos e improductivos y sustituirlos por plantas nuevas, un esfuerzo sumamente caro que desanima a la mayor parte de los inversores. Mientras tanto, los trabajadores no pueden permitirse mudarse a otro sitio y empezar una nueva vida, ya que no tienen ahorros, y emigrar significaría perder su derecho a la vivienda y al empleo si las plantaciones vuelven a funcionar. Mientras aguardan sin esperanza que lleguen buenas noticias, muchos de ellos son víctimas de los traficantes de personas que pululan por las fincas cerradas, tentando a los más jóvenes con falsas promesas de buenos empleos y dinero para que se vayan a otras partes de India.
En la plantación Bundapani, lo primero que salta a la vista son las altas hierbas que invaden los descuidados arbustos de té. La finca, en la que vivían 1.215 obreros y un total de más de 7.700 personas, cerró en julio de 2013. Durante un tiempo, los trabajadores siguieron recogiendo. Vendían las hojas a intermediarios a precio rebajado, pero pronto la falta de cuidados y fertilizantes afectó a la calidad del té, obligándoles a parar. Con la esperanza de que la plantación vuelva a abrir algún día, vigilantes voluntarios patrullan la factoría de procesado colindante con el fin de evitar que los saqueadores roben la maquinaria y los equipos. Según un trabajador social de la zona, desde el cierre ha habido más de 300 casos de tráfico de personas en Bundapani. De 100 de ellos se sigue sin tener noticias.
Los obreros actuales suelen ser descendientes directos de los trabajadores forzosos introducidos en las plantaciones hace más de 100 años
Hira Munda tiene 32 años. Es una mujer delgada de aspecto triste, madre de cinco hijos y trabajadora fija de Bundapani. “Empecé a recolectar té a los 15 años junto con mi madre y mi hermana”, cuenta mientras sostiene a Shonali, su bebé de 10 meses, en el regazo. Tras el cierre y la muerte de su esposo, Munda se encontró con que no podía alimentar a su familia. Cuando su tía le propuso ir a Nueva Delhi por un empleo, aceptó gustosa. Sin embargo, el día de su marcha su pariente no apareció, y en su lugar se presentó un agente. Munda acabó en Batala, en la región del Punjab, donde fue asignada a una familia como trabajadora doméstica. Entonces empezó su verdadera pesadilla. “El propietario me obligaba a tener relaciones sexuales con él la mayoría de las noches”, relata con su rostro atravesado por una inquietante sonrisa inexpresiva. Munda intentó que la mujer del propietario tomase cartas en el asunto, pero fue en vano. “Nadie tenía derecho a dudar de él”, prosigue. Fuera de sí, se fugó en dos ocasiones. Al no conocer la ciudad y no conseguir llegar a una comisaría, el hombre volvió a capturarla las dos veces. Doce meses después, cuando se quedó embarazada de Shonali, por fin le permitieron marcharse y volver a Bundapani. Dio a luz al niño a los dos meses de su llegada. Todo ese calvario no le proporcionó más que 2.500 rupias, menos de 40 dólares. “Si la plantación no hubiese cerrado, nunca me habría ido”, dice con acritud. Con la carga de su bebé, Munda no puede trabajar, y sobrevive gracias a las raciones del Gobierno, a los subsidios y a las escasas ayudas de sus parientes. La denuncia que puso el jefe de la aldea contra el violador de Munda no tuvo ningún resultado, ya que la policía no pudo dar con la pista de su nombre completo y su dirección.
La de Munda no es más que una de las muchas historias descorazonadoras que abundan en las plantaciones de té. Pero, a pesar de todos los riesgos e incertidumbres, emigrar parece la única forma de salir de la miseria. Casi todas las familias tienen al menos un miembro, generalmente un hombre, trabajando en el extranjero o en una gran ciudad como Nueva Delhi o Bombay. Chandan Chetri, un inteligente joven de 24 años nacido y criado en Mogulkata, ha perdido la esperanza de tener futuro allí. Ha vivido toda su vida en la finca, donde su madre trabaja como recolectora, pero está firmemente decidido a marcharse pronto a un lugar mejor. “Si encuentro un trabajo en otro sitio, me pagarán al menos el doble”, asegura sentado en el pulcro cuarto de estar de su casa. “Quiero irme de aquí, a donde sea”. Chetri, que estudia primer curso de la carrera de Humanidades en Birpara, una ciudad a 50 kilómetros de Mogulkata, pronto seguirá los pasos de su padre y su hermano mayor, que trabajan en una fábrica de acero en Hyderabad y en una empresa distribuidora de alimentos en Kerala, respectivamente. La falta de oportunidades, la baja calidad de los servicios y la difícil relación entre los trabajadores y la dirección se han sumado para hacerle tomar una decisión que el joven considera inevitable: “Aquí todo es malo, desde la educación hasta la salud”, concluye.
India es el segundo mayor productor de té, representa el 14% de las exportaciones mundiales y emplea a 3,5 millones de personas en más de 1.500 provinciasA pesar de las dificultades por las que está pasando el sector del té en India, el organismo gubernamental responsable no parece darse por aludido, y prefiere atribuirlas a una crisis de crecimiento. “Las plantaciones de té no pasaron a manos indias hasta 1972. Antes, la mayoría seguían gestionadas por los británicos”, explica K. K. Bhattacharya, subdirector de la delegación de la Junta India del Té en la vecina ciudad de Siliguri. “El desarrollo solo puede producirse paulatinamente, como pasa con todas las actividades basadas en la agricultura”. Como la mayor parte del té se vende en subasta, los propietarios aseguran que no tienen control sobre los precios y que no pueden prever lo que van a ganar, así que proporcionar a los trabajadores todas las prestaciones que exige la ley arruinaría a muchas plantaciones. “Los precios de subasta los mantiene artificialmente bajos un cártel formado por corredores y grandes compañías compradoras. Eso es lo que hace que el sector lo esté pasando mal”, aclara Chakraborty, asesor de los plantadores. Con todo, confía en que la situación mejorará en los próximos años gracias a la renovada atención a la calidad por parte de los propietarios. Desde su despacho de madera, Mriganka Battacharjee, el nuevo director de Mogulkata, de 43 años, comparte la misma opinión. “Todos hemos aprendido una lección en los últimos años, y las cosas están cambiando a mejor”, observa. “Por desgracia, nuestros obreros cualificados son menos cada día por culpa de los bajos salarios. ¿Cómo puede alguien mantener a una familia con solo 3.000 rupias al mes?”
La escasez de mano de obra no preocupa solo a las compañías de té. A medida que los jóvenes van perdiendo interés por esta ingrata labor, los trabajadores del té como Sharma, la recolectora de Mogulkata, se ven atrapados entre el deseo de un futuro mejor para sus personas queridas y el miedo a perder las pocas seguridades que tienen ahora, por pequeñas que sean. “Las jóvenes generaciones ya no quieren quedarse”, dice con un deje de desánimo en la voz. “Todos quieren emigrar”. Igual que sus padres, la mujer probablemente envejecerá aquí con la esperanza de que su hija casada de 25 años la reemplace en los campos. Después de décadas de sacrificios y de una vida dedicada exclusivamente al té, su única recompensa sería seguir viviendo en la casa que alberga todos sus recuerdos, pero a la que nunca podrá llamar suya.
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