OPINIÓN
Preguntas sin respuestas
Estamos en una fase en la que muchas preguntas quedan sin respuesta. Parece hasta cierto punto normal. A medida que constatamos que la “crisis” tiene dimensiones y escalas inéditas, vamos entendiendo que no nos basta cambiar las respuestas. Hemos de modificar las preguntas. En las políticas sociales, que no por casualidad concentran buena parte de los conflictos, ya no nos sirve discutir hasta que punto gastar más o menos recursos en sanidad, educación o servicios sociales, sino que lo que emerge es la duda sobre si todo ello debe seguir siendo responsabilidad básica de los poderes públicos. La coyuntura nos lleva a discutir de copago en sanidad, cuando en el horizonte hay quién piensa el mutualismo. Discutimos ahora de las líneas que cierra la Consejería responsable en una u otra escuela, pero algunos, de distinto pelaje, quieren un debate a fondo sobre la responsabilidad de los poderes públicos en todo el proceso educativo, de 0 a 100 años. Cada vez es más frecuente oír comentarios sobre derechos que si bien son reconocidos, no pueden ser correspondidos con las prestaciones previstas, dada la falta de fondos que permitan atender lo compromisos que la normativa tiene previstos. Nadie se atreve a preguntarse si no debería cambiarse la legislación y dejar de considerar derechos algo que está pendiente de cobertura presupuestaria. La creciente debilidad de los poderes públicos para atender a las exigencias de redistribución en un sistema cada vez más desigual, nos enfrenta a un horizonte desconocido.
Estamos pasando de un universalismo bastante consolidado en sanidad y más o menos camuflado en educación, a preguntarnos si lo podremos seguir pagando. En el ámbito de los servicios sociales, cuando parecía que habíamos logrado universalizar las ayudas a la autonomía de las personas (lo que denominamos “dependencia”), ha sido justo el momento en que parece que ya no somos capaces de implementarlo. Y así podríamos seguir. Las respuestas pueden modificarse y modularse, y podemos en esa línea relacionar más claramente niveles de renta y acceso a determinadas prestaciones. O podemos seguir la senda de la focalización, ya habitual en el ámbito de los servicios sociales, y trasladarla a las esferas sanitaria y educativa. Pero, esos movimientos tácticos, no nos eximirán del debate sobre las preguntas, sobre las prioridades colectivas, sobre a que concedemos importancia y a que no. En muchos casos el tacticismo lleva a algunos a sugerir mecanismos de “vouchers” o “cheques” para reforzar el vínculo de las clases medias con la contribución fiscal a cambio de poder elegir responsable del servicio. En otros casos, ya en marcha en distintos municipios, se buscan mecanismos que obliguen a realizar contraprestaciones a los beneficiarios de las ayudas públicas, a fin de reducir la percepción de que muchos cobran poco a cambio de nada.
Desde las posiciones más conservadoras, recelosas siempre del “pobre” que se aprovecha de la “generosidad” pública, cambiar la pregunta apunta a dejar de asumir toda esa carga de derechos y obligaciones que llevan a la bancarrota al erario público, y situar el conflicto social inherente a toda comunidad en la esfera del asistencialismo y la caridad. Desde posiciones más igualitarias, defensoras de la necesidad de garantizar un mínimo vital a cualquier persona, no acabamos de saber como replantearnos la pregunta, una vez que admitimos que quizás el Estado no es la (única) respuesta. ¿Toda demanda social es una necesidad pública? ¿Cuándo nos referimos a lo público lo confundimos con lo estatal? ¿Si hablamos de cambiar prioridades y de discutir desde cero la distribución del gasto público, estamos dispuestos a discutir también como estamos gestionando esos servicios públicos y que responsabilidades tenemos los que ejercitamos en ellos nuestra labor? ¿Podemos seguir defendiendo desde la esfera pública que nos hemos de ocupar solo de lo que son nuestras competencias, cuando el drama que crece y crece, interpela directamente a nuestras incumbencias? Preguntas pertinentes, respuestas no evidentes. Ha llegado el momento de atrevernos a hacer las preguntas y de buscar entre todos las respuestas. Incorporando estas cuestiones en el debate constituyente o refundador. Asumiendo nuestras responsabilidades y luchando para defender el zócalo de seguridad alcanzado, pero atreviéndonos también a ir más allá del “virgencita que me quede como estoy”.
Cada vez es más frecuente oír comentarios sobre derechos que son reconocidos pero no correspondidos con las prestaciones previstas por falta de fondos
Desde las posiciones más conservadoras, recelosas siempre del “pobre” que se aprovecha de la “generosidad” pública, cambiar la pregunta apunta a dejar de asumir toda esa carga de derechos y obligaciones que llevan a la bancarrota al erario público, y situar el conflicto social inherente a toda comunidad en la esfera del asistencialismo y la caridad. Desde posiciones más igualitarias, defensoras de la necesidad de garantizar un mínimo vital a cualquier persona, no acabamos de saber como replantearnos la pregunta, una vez que admitimos que quizás el Estado no es la (única) respuesta. ¿Toda demanda social es una necesidad pública? ¿Cuándo nos referimos a lo público lo confundimos con lo estatal? ¿Si hablamos de cambiar prioridades y de discutir desde cero la distribución del gasto público, estamos dispuestos a discutir también como estamos gestionando esos servicios públicos y que responsabilidades tenemos los que ejercitamos en ellos nuestra labor? ¿Podemos seguir defendiendo desde la esfera pública que nos hemos de ocupar solo de lo que son nuestras competencias, cuando el drama que crece y crece, interpela directamente a nuestras incumbencias? Preguntas pertinentes, respuestas no evidentes. Ha llegado el momento de atrevernos a hacer las preguntas y de buscar entre todos las respuestas. Incorporando estas cuestiones en el debate constituyente o refundador. Asumiendo nuestras responsabilidades y luchando para defender el zócalo de seguridad alcanzado, pero atreviéndonos también a ir más allá del “virgencita que me quede como estoy”.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.
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