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Estalla la Euroguerra Fría
La incapacidad para resolver la crisis del euro divide la unión en dos bloques
Europa es la primera potencia económica del mundo. El segundo bloque comercial del planeta. El primer donante de ayuda humanitaria. Un gigante en lo militar. Su déficit público agregado será del 3% del PIB este año. Su modelo de economía social de mercado, el Estado del Bienestar, ha sido un faro resplandeciente durante décadas. Mantiene un enorme poderío cultural y algunos de los grandes centros financieros internacionales, es la cuna de la democracia y un remanso de paz —salvo las guerras en los Balcanes— desde hace 60 años. Todo eso no impide que sus problemas sean variados, agudos y profundos, y que en estos momentos coprotagonice, junto a EE UU, un declive imparable frente al auge de Asia, de los vientos fuertes del Pacífico.
La crisis del euro supone ya un lustro perdido, que pronto será una década —por lo menos— si el continente no resuelve sus múltiples aprietos. Uno: su poder se encuentra completamente fragmentado, y por lo tanto es ineficaz tanto en la política exterior como en la economía, en especial en el plano fiscal. Dos: el desencanto funciona como una losa que está sólidamente incrustada entre la ciudadanía, el demos europeo, y va a costar mucho deshacerse de ella. Y sobre todo, tres: la UE es un proyecto inacabado; a pesar de su metamorfosis, la esencia de la Unión no ha dejado de ser lo que hasta hace 20 años predicaba su propio nombre, una comunidad económica, y punto. Las piezas que faltan son las que se necesitarían para atacar la enésima fase de esta crisis mutante. Son eminentemente políticas. Y el fiasco del liderazgo, si persiste, conduce al riesgo de una Euroguerra Fría en el continente, que ha desempolvado el lenguaje del enfrentamiento ideológico, de dos bloques con dos retóricas aparentemente irreconciliables como hace 30 o 40 años (salvando las distancias).
La prueba más tangible de ese riesgo es Grecia, origen y destino de una crisis vírica, que ha sido financiera y económica, social y fiscal, que ahora es sobre todo una crisis política —todas las grandes crisis económicas acaban travestidas en crisis políticas— y que, por toda su relación con los mercados, tiene ribetes de lo que el exprimer ministro británico Gordon Brown denomina “bancarrota moral”. Grecia es un polvorín: los partidos griegos fueron incapaces de formar Gobierno tras las elecciones de hace unas semanas y han pospuesto un mes la agonía. Algunos de los principales líderes griegos amenazan con incumplir los acuerdos con Europa, que a cambio de las ayudas ha exigido ajustes de una dureza extrema, que han desembocado en una larga y dolorosa recesión. La Unión se niega a renegociar esos pactos y amenaza con retirar la respiración asistida a Atenas. En fin, amenazas cruzadas y posiciones congeladas, estilo Guerra Fría, que funcionan como gasolina para los análisis cada vez más numerosos que apuestan por una fractura del euro de consecuencias potencialmente devastadoras. “Las dos partes, tanto Atenas como Europa, tienen la bomba nuclear; si Grecia sale del euro provocará un cataclismo; si Europa le niega los fondos, el caos está asegurado”, ha asegurado esta semana Alexis Tspiras, el líder del partido griego de izquierda radical que encabeza las encuestas para las elecciones de junio, cruciales para el proyecto europeo.
Se impondrá el pragmatismo
Ricardo M. de Rituerto
Nicolas Sarkozy y Angela Merkel gustaban de hacer en Bruselas ostentación de su entendimiento, no ya solo entrando juntos a la sala de reuniones del Consejo Europeo, sino compareciendo al unísono ante la prensa cuando querían enfatizar alguna cuestión. Y siempre preparaban antes el frente unido que iban a presentara a los otros 25.Era Merkozy. De ahí lo llamativo de que el nuevo presidente francés, François Hollande, dejara bien patente en la cumbre del miércoles sus diferencias con Merkel, adelantadas, por lo demás, en su primera visita presidencial a Berlín y puestas teatralmente de manifiesto con su llegada a Bruselas junto a Mariano Rajoy y su entrada en el Consejo al lado de Mario Monti, el primer ministro italiano.
“Merkozy se ha acabado y, francamente, ha habido un alivio general”, certifica uno de los asistentes al Consejo. “Todo el mundo habló, lo que antes no siempre se podía dar por hecho”. Fuera, pues, drama, malos modos y lágrimas como las que Sarkozy hizo verter el pasado octubre, según testigos, a la entonces primera ministra eslovaca, Iveta Radicôvá.
La pequeña Eslovaquia es, precisamente, uno de los países ahora alineados con Alemania frente a Hollande en el contencioso de los eurobonos. No son muchos y cada ves son menos, según los especialistas, pero países virtuosos en el uso de las cuentas públicas como la propia Eslovaquia, Holanda y Finlandia secundan firmemente a la canciller alemana en su no a los eurobonos. Alguno, como dijo Hollande, con más fervor rigorista que la misma Merkel: “Son ciudadanos de países del norte que no quieren dar más”.
Hollande señaló cómo en la discusión entre los líderes europeos se había abierto todo el abanico de posibilidades, desde los que no aceptan ninguna de las ideas para salir del estancamiento económico y laboral hasta los que consideran que todas son necesarias y buenas, con distintas variaciones entre medias.
El choque más visible gira en torno a los eurobonos, la idea fuerza de Hollande apoyada por Monti: “Italia está muy a favor de ellos cuando llegue el momento, que no tardará mucho”. La Comisión Europea también está en ello, aunque a plazo indeterminado.
“Se llegará a un acuerdo. Llevamos 60 años haciéndolo”, vaticina una fuente comunitaria implantada a fondo en el sistema. Los analistas están de acuerdo. “No creo que lleguen a formarse dos frentes, ni que haya choque”, adelanta Janis Emmanouilidis, politólogo del European Policy Centre, un gabinete de estudios con sede en Bruselas. “Se impondrá el pragmatismo. De aquí al Consejo decisorio de finales de junio queda tiempo suficiente para pactar un paquete en el que irán de la mano recortes de gastos y apoyos económicos y financieros. Habrá algún tipo de colateralización de deuda, que se podrá presentar como una especie de eurobonos, y Francia dirá que se va por el buen camino”. Emmanouilidis apunta que la recalcitrante Holanda ya habla de esta posible salida del embrollo: “No se trata de abandonar la posición, sino de dar más tiempo a los países para reformarse”, porque Alemania se está planteando los costes para ella misma de la rigidez impuesta a otros, dice.
Este analista descarta que el desacuerdo franco-germano vaya a producir una parálisis en al Unión Europea. “La presión es demasiado alta, y la incertidumbre del momento, alta. Hace falta una respuesta”, señala. Con él concuerda Charles de Marcilly, responsable de la Fundación Robert Schuman en Bruselas. “Alemania y Francia tienen que entenderse, aunque tengan visiones políticas y económicas diferentes”, apunta De Marcilly. “Saben que no se pueden permitir la parálisis y que hay que ser pragmáticos”.
Una alta fuente europea define la posición comunitaria, amenazante con Grecia: “Hay que respetar la decisión de la democracia griega, hay que respetar a una ciudadanía que ha hecho enormes sacrificios. Pero hay que respetar también a las otras 16 democracias del euro, y a los contribuyentes europeos, que han proporcionado ya 150.000 millones en ayudas a Grecia y suscribieron un acuerdo a cambio de esa solidaridad. La salida de Grecia provocaría el caos: por eso son absurdas esas informaciones que hablan de planes de contingencia, de planes B por si Grecia abandona el euro. Hay que confiar en que eso no ocurra, pero la decisión está en manos de los votantes griegos”.
Europa se ha enrocado en ese discurso que toma como rehenes a los votantes griegos. La cumbre de esta semana ha profundizado en este análisis. No hay nada para Grecia. Potenciales palos. Solo habrá zanahoria si cumple: la UE flexibilizará los plazos de rebaja del déficit y llevará dinero a través del Banco Europeo de Inversiones y de los fondos estructurales para estimular la maltrecha economía helénica. En caso contrario, si de las urnas sale un Gobierno que desobedece a Europa, kaput. A pesar de las consecuencias potencialmente desastrosas.
Jacques Delpla, del Consejo de Análisis Económico de París, ha formulado esta semana el vaticinio más extremo relacionado con una salida del euro de Grecia, más allá incluso de los inmensos costes económicos que provocaría: “Habría una guerra civil, una completa fractura en la sociedad y en la economía. El dracma no se devaluaría un 50%, sino un 90%. Desestabilizaría los Balcanes y crearía una especie de Somalia en medio de Europa”. Goldman Sachs, en un análisis más desapasionado, advierte de que la salida del euro “sería cualquier cosa menos fácil, de consecuencias imprevisibles”. Frente a ese peligro, Europa no mueve un solo párpado: “La UE quiere a Grecia en la zona euro mientras respete sus compromisos. Esperamos que tras las elecciones el nuevo Gobierno tome ese camino”, según el frío comunicado que parieron los Veintisiete en la cumbre informal del pasado miércoles.
Grecia es el paradigma de la crisis europea, incluso en el capítulo actual de la interminable serie. Alemania, Finlandia, Austria y, en menor medida, Holanda —los países ricos, los que se consideran pagadores de la crisis, a pesar de que todos los países del euro pagan por igual los rescates en función de su peso económico— insisten en que Grecia cumpla, en que honre sus compromisos. Un bloque menos severo, algo más indulgente, se ha rearmado alrededor de François Hollande, el nuevo presidente francés, del que cada vez están más cerca José Manuel Barroso y Herman Van Rompuy, presidentes de la Comisión y del Consejo Europeo, y al que se aproximan gradualmente el italiano Mario Monti e incluso Mariano Rajoy, hasta esta misma semana un fiel aliado de Merkel. Pero Grecia es paradigmática, porque esos mismos bloques se están formando en otras áreas: a un lado, el rigor y los ajustes de raíz alemana; al otro, los nuevos vientos que trae Hollande y esa voluntad de rimar austeridad con crecimiento. “La austeridad está consagrada en los tratados, con cifras, metas y líneas rojas que pueden hacerse respetar incluso en los tribunales; el crecimiento, por ahora, es nada más que palabras: no hay una sola cifra, no se ha añadido un apéndice al Pacto Fiscal. No hay más remedio que lidiar con la sospecha de que ese impulso durará lo que dure la campaña electoral francesa, hasta que Hollande tenga que ponerse a ajustar sus cuentas públicas para que los mercados no tumben a Francia”, vaticinan fuentes diplomáticas.
En las urgencias a corto plazo se ven esos las diferencias entre esos dos bloques, a veces con claridad y a veces algo más difuminadas. España y Francia quieren que el Banco Central Europeo (BCE) actúe por la vía urgente para suavizar la presión en el mercado de deuda; Alemania y sus satélites se niegan. Hollande y Monti quieren utilizar los llamados Project Bonds y el BEI como palanca para atraer inversión privada y estimular las economías con más problemas: Alemania ha transigido en ese punto, pero insiste en que se trata solo de proyectos piloto y que hay que discutir easa propuestas y evitar comprometer grandes sumas de dinero público. La Comisión, Francia y España apuestan por flexibilizar también las metas de déficit para dar un respiro a los países en recesión. Alemania no ha abierto la boca aún en ese aspecto.
Pero las diferencias son más apreciables cuando Europa pone las luces largas y trata de solucionar las grietas del edificio institucional europeo. Van Rompuy quiere poner en marcha una especie de comité Delors, un grupo de sabios que estudien opciones para ir más lejos en el proyecto europeo: un ministro de Finanzas continental, un Tesoro común, eurobonos, unión bancaria con mecanismos de resolución y una garantía de depósitos común, auténticos mecanismos de solidaridad. Palabras mayores: un superestado europeo, unos Estados Unidos de Europa. Ahí las diferencias no son de matiz: en algunos casos, como en la mutualización de la deuda pública, son abismales.
“La Europa del euro se construyó inicialmente como un poder débil al que le faltaban parte de las herramientas de prevención de las crisis y todas las de su gestión. Las decisiones tomadas en los últimos dos años y medio corrigen parcialmente esas carencias”, indica Jean Pisani-Ferry, director del laboratorio de ideas Bruegel. “Pero en realidad lo único que ha hecho el débil liderazgo político europeo es retocar el edificio: el euro seguirá en peligro mientras los fallos en su estructura no se subsanen”, añade en su libro El despertar de los demonios. Para eso hace falta una integración económica más avanzada, que evite la repetición de los fenómenos de divergencia (crecimiento en el Norte, falta de competitividad sureña). Se requiere una unión presupuestaria sobre la base de los principios de solidaridad y responsabilidad. Y se necesita una unión política para que la integración no sea una tutela de una euroburocracia ilustrada.
Alemania se toma muy en serio la cuestión europea y ha debatido todo eso a fondo: se caricaturiza a Berlín por sus reticencias a la solidaridad, por poner palos en las ruedas de las soluciones a fuerza de prudencia, de vacilaciones y de errores de bulto en algunas fases de la gestión de la crisis. Pero el hecho es que Berlín, por ahora, se niega a casi todo. Y que sus soluciones no acaban de funcionar. La alternativa es Francia. “Hollande llega con una nueva ambición, pero es lógico que Alemania imponga sus normas cuando se habla de unión fiscal: al fin y al cabo tiene el mando, tiene el dinero y tiene la impresión de haber sido engañada por sus socios. Goza de un estatus de país refugio y se va a mostrar intratable con las contrapartidas”, explica Alfredo Pastor, del IESE.
Alemania, cada vez más aislada y liderando un bloque cada vez menos numeroso por los estragos que causa la crisis, contra una Francia renovada que va ganando apoyos, a veces inesperados como en el caso de España esta semana. Ese es el estado de la cuestión. El mundo entero espera el deshielo de esa Guerra Fría con una respuesta europea a la altura del envite. Un euro incompleto y renqueante que degenere en una ruptura por arriba (Alemania y el club de la Triple A) o por abajo (Grecia y la periferia), o aquel sueño de Delors de crear “una auténtica federación de Estados nación”. “La UE es irreversible, siquiera porque los costes de deshacerla serían inasumibles. Pero los socios de la eurozona están completamente paralizados a la hora de dar el salto definitivo hacia una unión plena”, escribe José Ignacio Torreblanca (La fragmentación del poder europeo). La crisis obliga a actuar: al final es el dinero quien acaba imponiendo su voluntad. Paradójicamente, lo que los mercados exigen hoy más que nunca es claridad política acerca de un par de preguntas: ¿Qué quieren hacer los europeos con el euro? ¿Quieren hacerlo juntos?
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Frustración en la cumbre
Es, efectivamente, la hora de la política europea. Pero el Gobierno español también en este punto debe acertar en la elección de sus aliados
Una vez más, la Unión Europea ha sido incapaz de adoptar una decisión que aleje los desenlaces amenazadores que se ciernen sobre el futuro de la eurozona. En la fase actual, la combinación de los resultados de la convocatoria electoral del próximo 17 de junio en Grecia y la salud del sistema bancario español está condicionando de forma significativa la estabilidad del conjunto del área euro. Aunque tarde, estaba en lo cierto Mariano Rajoy en distinguir entre lo urgente y lo importante en la pasada cumbre informal de la UE. La actuación decidida del BCE, apoyando el fortalecimiento de la liquidez bancaria y comprando deuda pública italiana y española en los mercados secundarios, es prioritaria a la discusión de las vías de perfeccionamiento de la integración fiscal. E incluso de la necesaria concreción de las propuestas de un pacto por el crecimiento. Reducir la inestabilidad de los mercados de deuda soberana es condición imperativa para dejar de alimentar ese bucle diabólico que define el deterioro del valor de la deuda pública de las economías periféricas y la erosión de la solvencia de los bancos. Es cierto que la actuación del BCE no constituye por si sola la solución a los problemas que sufre la eurozona, pero es la señal necesaria para poder abordar con la mínima tranquilidad soluciones de mayor alcance, como la mutualización de los riesgos en la eurozona o la instrumentación de iniciativas comunes tendentes a paliar los devastadores efectos de unas políticas presupuestarias homogénea y simultáneamente dominadas por la contracción del gasto y la inversión pública en un entorno recesivo.
A pesar de los apoyos de otros máximos mandatarios, el presidente español no ha conseguido que su aliada Merkel le respalde. Debería constituir una lección a la hora de definir sus políticas en el seno de la UE. La alineación de hecho con la negativa alemana a articular un sistema de solidaridad basado en algo similar a la emisión de eurobonos no aporta, por el momento, los resultados esperados. La subordinación a las orientaciones del Gobierno alemán está acarreando un sacrificio de las condiciones económicas de los europeos y, por supuesto, de los españoles.
Rajoy no parece haber sido suficientemente convincente de la bondad de las reformas enunciadas por su Gobierno. De poco valen reconocimientos en reuniones más o menos privadas con la canciller alemana si en las instancias en las que deben adoptarse propuestas concretas para atenuar la crisis Merkel se enroca en sus tradicionales planteamientos. Que son justamente los que ahora menos convienen a la población española. Jornadas adicionales como las vividas en las dos últimas semanas en las que la desconfianza inversora se manifiesta sobre la solvencia del sistema bancario y la del Tesoro seguirán agravando la recesión española, una de las más intensas de las que sufren las economías europeas, y, en todo caso, dificultando el cumplimiento de los excesivamente ambiciosos objetivos de saneamiento fiscal. Es, efectivamente, la hora de la política europea. Pero el Gobierno español también en este punto debe acertar en la elección de sus aliados y en la correcta transmisión del estado cercano a la frustración de los ciudadanos españoles.
Frustración en la cumbre | Opinión | EL PAÍS
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EN PORTADA / Análisis
El fin del optimismo
La confianza en el progreso hizo posible que antiguos enemigos en la Segunda Guerra Mundial se comprometiesen en la Unión Europea. Pero también ha empujado a los políticos a pensar que para superar una crisis no hace falta decidir y basta con gestionar
La facilidad con la que se recurre al término crisis en los discursos contemporáneos no es tanto una prueba de rigor en el “diagnóstico de nuestra situación” como de resignación ante “una forma difusa de hablar”. El historiador alemán Reinhart Koselleck, fallecido en 2006, no relaciona esta sugerente observación con el momento que atraviesa la construcción europea, sino que la sitúa en el contexto más amplio del uso y el abuso de una nómina de conceptos como progreso, decadencia, enemigo o revolución, que han influido en la percepción de los fenómenos políticos y sociales a lo largo de los siglos, y que han determinado, por ello, la manera de abordarlos desde los instrumentos que ofrece el poder. En el libro póstumo Historias de conceptos (Trotta), Koselleck identifica hasta tres sentidos distintos de crisis, los tres fruto de las grandes transformaciones ideológicas que ha ido experimentando Europa desde la Edad Media y los tres vigentes en la actualidad.
En su etimología griega, crisis aludía, según Koselleck, a una “resolución definitiva, irrevocable”, e “implicaba alternativas extremas que ya no permitían ninguna revisión: triunfo o fracaso, justicia o injusticia, vida o muerte, en definitiva, la salvación o la condena”. Al incorporarse a las lenguas vernáculas europeas, el término va perdiendo esta univocidad originaria y, siempre según Koselleck, “se registra una creciente y gradual expansión” de su significado. Una primera acepción, un primer sentido que habría adquirido el término crisis erigiría a la historia en tribunal de última instancia que dicta la “resolución definitiva, irrevocable” del devenir humano. A esta primera acepción, a este primer sentido se añadiría un segundo en el que crisis haría referencia a la acumulación de conflictos que, “resquebrajando el sistema, se unen para dar lugar a un nuevo contexto” y provocan “la superación del umbral de una época”. La última acepción, el tercer y último sentido que identifica Koselleck, aludiría al acabamiento de todo, al Apocalipsis. “Es un puro concepto de futuro”, escribe, “y apunta a una resolución final”.
El trágico fracaso de las grandes utopías concebidas en el siglo XIX y llevadas a la práctica en el XX parecía haber desacreditado el primer sentido del término crisis apuntado por Koselleck. Apelar hoy a la historia como tribunal de última instancia evoca de inmediato la coartada en la que coincidieron los totalitarismos de distinto signo para justificar sus atrocidades, y tiñe de sospecha los propósitos de cualquier gobernante que remita el juicio sobre sus acciones al momento en el que estas agoten sus resultados. La sospecha se reveló fundada en algunos acontecimientos de la última década como la guerra de Irak, donde el programa de democratizar el mundo mediante las armas fue orgullosamente enarbolado para justificar una agresión militar y su inevitable cortejo de muerte y destrucción. Puesto que se trataba de una guerra, es decir, de la más grave, de la más trascendental decisión que puede adoptar el poder político, invitaba implícitamente a extraer la equívoca conclusión de que el primer sentido del término crisis apuntado por Koselleck solo estaría presente en circunstancias donde lo que está en juego es la legitimidad o la ilegitimidad del recurso a la fuerza.
“Política de austeridad” es un eufemismo, el acta de defunción de la solidaridad como valor inspirador de la Unión
Como están demostrando las políticas europeas para hacer frente a la más difícil coyuntura económica desde 1929, la tragedia excepcional de ayer estaría ocultando el drama cotidiano de hoy. Los Gobiernos de la Unión parecen haber perdido de vista que, aun no tratándose del recurso a la fuerza, aun no tratándose de la situación extrema de una guerra, están gestionando la economía desde el primer sentido del término crisis apuntado por Koselleck; esto es, están remitiendo el juicio sobre sus acciones al momento en el que estas agoten sus resultados. Cada recorte del gasto público que arroja a la exclusión y la miseria a millones de ciudadanos europeos; cada gesto de indiferencia de los Gobiernos y las instituciones comunes hacia la angustia y el sufrimiento provocado por la bancarrota de países como Grecia, Irlanda y Portugal, a los que podían seguir otros como España o Italia; cada decisión adoptada bajo el paraguas de la denominada “política de austeridad” —en realidad, un eufemismo apenas velado para designar el acta de defunción de la solidaridad como valor inspirador de la Unión—, exige erigir a la historia en tribunal de última instancia para juzgar lo que se está haciendo.
Quién sabe lo que dirá la historia de la “política de austeridad”, si es que la historia fuese una criatura capaz de tomar la palabra por sí misma y no a través de sus ventrílocuos nunca inocentes. Lo que sí se sabe, lo que sí está ya demostrado, es que remitir el juicio sobre la “política de austeridad” al tribunal de última instancia de la historia, remitirlo a la prosperidad que se supone que habrá de producir en un futuro más próximo o más lejano, está permitiendo a los Gobiernos desentenderse de la suerte de quienes desean lo mismo que cualquier ser humano en cualquier lugar del mundo, y se encuentran con que de un día para otro no pueden garantizar a sus hijos ni siquiera el alimento y el techo bajo el que viven. Las políticas que se apliquen podrán ser unas u otras, como también serán unos u otros sus efectos económicos, tanto inmediatos como diferidos, y por eso es preciso que los Gobiernos actúen con equidad y discernimiento. Pero que el poder político, que los Gobiernos se desentiendan de la suerte de los ciudadanos afectados por esas políticas, que deje de tenerlos presentes salvo en la retórica necesaria para no hundirse en las encuestas y en las citas electorales, abre un abismo moral donde la desesperación cebará el nihilismo que solo aspira a destruir lo que existe sin importar lo que haya de venir después.
Los europeos que votaron contra la Constitución se sintieron estafados cuando sus líderes siguieron adelante pese al rechazo
Mientras duró el tiempo de bonanza, la Unión Europea adoptó la mayor parte de sus decisiones instalándose en el segundo sentido del término crisis. No sin cierta frivolidad, solía repetirse desde los Gobiernos y las instituciones comunes que el proyecto de la Europa unida siempre había avanzado a golpe de crisis; en palabras de Koselleck, mediante la acumulación de conflictos que, “resquebrajando el sistema, se unen para dar lugar a un nuevo contexto” y provocan “la superación del umbral de una época”. La ventaja de que la Unión Europea adoptara la mayor parte de las decisiones instalándose en este segundo sentido del término crisis es que concedía simultánea carta de naturaleza al optimismo y al progreso. Era, en efecto, una ventaja porque sin la concurrencia de ambas premisas, sin optimismo y sin confianza en el progreso, habría resultado difícil, cuando no imposible, que los antiguos enemigos en el conflicto más devastador de todos los tiempos, la Segunda Guerra Mundial, aceptasen comprometerse en un ambicioso proyecto de integración. Pero era también un inconveniente, un formidable aunque subrepticio inconveniente, puesto que inducía en los Gobiernos y las instituciones comunes la idea de que las dificultades, de que las crisis surgidas en el proceso de la construcción europea, estaban abocadas a un desenlace siempre feliz. O una vez más en palabras de Koselleck, estaban inexorablemente abocadas al alumbramiento de “un nuevo contexto”, a la constante “superación del umbral de una época”.
El optimismo y la confianza en el progreso que derivaba de la adopción por parte de los Gobiernos y las instituciones comunes del segundo sentido del término crisis apuntado por Koselleck explica la burocratización del proyecto europeo que ha denunciado, entre otros, Hans Magnus Enzensberger. En El gentil monstruo de Bruselas o Europa bajo tutela (Anagrama), Enzensberger reproduce, o finge literariamente reproducir, las preguntas y las críticas que dirige a un funcionario de la Comisión. De no tomar en consideración el optimismo y la confianza en el progreso en que se inspiran las respuestas, parecerían el soliloquio circular de un enajenado para quien el rumbo prefijado de la Unión Europea hacia su completa realización no exige decidir ante los obstáculos que sobrevengan, sino tan solo gestionar. La quiebra de Lehman Brothers y el inicio de los ataques especulativos contra el euro han puesto de manifiesto que, para que el proyecto de la Europa unida no fracase, para que alcance un desenlace feliz, es preciso decidir además de gestionar. Pero han puesto de manifiesto otra cosa, quizá más relevante: el optimismo y la confianza en el progreso desactivaron durante mucho tiempo las alarmas que debían haber saltado ante algunos obstáculos sobrevenidos en el proceso de construcción de la Europa unida.
La acepción de ‘crisis’ que está apareciendo no es la que augura un nuevo contexto sino la de Apocalipsis
El Tratado de Lisboa fue la criatura surgida de un precedente, convalidado al iniciarse los ataques especulativos contra el euro, por el que la voluntad de los líderes europeos comenzó a prevalecer sobre los procedimientos pactados. Hoy ese precedente está convirtiendo a la Unión, y más en concreto a la eurozona, en un espacio regido por lo que Jürgen Habermas considera en La constitución de Europa (Trotta) simples acuerdos internacionales al estilo clásico, que “poco tienen que ver con la formación de una voluntad política común de la Unión Europea”. Para hacer frente a los ataques especulativos contra el euro, la Alemania de Merkel y la Francia de Sarkozy, aunque no así la de Hollande, se erigieron en dueños absolutos de la situación y han venido imponiendo unilateralmente su criterio al resto de los miembros de la Unión. Entre las múltiples consecuencias que ha acarreado esta suplantación de los procedimientos pactados por la imposición del criterio de los líderes europeos, de algunos líderes europeos, hay una que remite a la reflexión de Koselleck en Historias de conceptos. La acepción, el sentido del término crisis que está haciendo acto de aparición en Europa, y también en el ánimo de los europeos, no es ya el que erigía a la historia en tribunal de última instancia ni tampoco el que auguraba el alumbramiento de “un nuevo contexto” y la “superación del umbral de una época”. Es la tercera acepción, el tercer sentido del término crisis, que Koselleck caracterizaba como acabamiento de todo, como Apocalipsis, el que está ganando un inquietante terreno.
Historias de conceptos. Estudios sobre semántica y pragmática del lenguaje político y social. Reinhart Koselleck. Traducción de Luis Fernández Torres. Trotta. Madrid, 2012. 320 páginas. 22 euros.
La constitución de Europa. Jürgen Habermas. Traducción de Javier Aguirre Román, Eduardo Mendieta, María Herrera, Francesc Jesús Hernández i Dobon, Benno Herzog y José María Carabante Muntada. Trotta. Madrid, 2012. 128 páginas. 15 euros.
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el dispreciau dice: La Guerra Fría dejó temibles lecciones, la mayoría de ellas no aprendidas, ni siquiera asumidas, no obstante ello, Europa entendió la necesidad de "unirse" y lo hizo como supo, como pudo, como entendió que debía hacerlo, pero, las evidencias indican que las segundas intenciones han deformado la esencia de la iniciativa. A estas alturas de un mundo atrapado en sutilezas y con políticos de "cuarta", nada es esperable, sin embargo en su momento, otro paisaje era esperable... lamentablemente no se dió. A pesar de la caída del Muro de Berlín, otros muros nacieron manipulados por criterios corporativos insoportables, que se reiteran de manera oportunista intentando justificar lo injustificable. Esta vez, han producido tanto daño social que éste (daño) se torna irreparable. Justificando las deudas de países a los que se les ha inducido zozobra, se han fabricado circunstancias que diezman sociedades y no resuelven problema alguna, ya que según las matemáticas, 2+2= debería ser 4, aunque no siempre, según quien manipule el crédito, quien maneje la deuda, qué sobres pasen bajo las mesas, qué intereses se muevan por los laterales, y nuevos y espantosos etcéteras de una economía colonialista por excelencia, que no ha aprendido a vivir de sus capacidades, sino robando a los otros más débiles. Eso que le sirvió a los reinos y sus perversidades, hoy aparece como una receta "nula" donde aquel 2 + 2 dará cualquier resultado perjudicial para las gentes. La primera lección no aprendida de la Guerra Fría es que las manipulaciones políticas ya no tienen espacio luego de la caída del muro de Berlín... pero la segunda, y tal vez la más importante, es que la saturación de las variables matemáticas da una inversión geométrica de los resultados, por lo tanto, si lo que se pretende es dañar a la economía de un país débil, la resultante dará daños mayores en todas direcciones que harán de la gente (sociedad, pueblo, grupo, tribu) una bomba de tiempo que dará vuelta cualquier resultante de los empecinamientos. Los banqueros judíos de la segunda guerra mundial no aprendieron lección alguna, apenas si manipularon la realidad para adecuarla a sus intereses... y los resultados están a la vista... Europa está a punto de estallar en mil pedazos, del mismo modo que Estados Unidos de Norteamérica recibirá un tsunami inesperado que lo arrasará implacablemente... sin embargo, peor aún, el Reino Unido de Gran Bretaña, padecerá más que los dos anteriores y ello ocasionará un daño de magnitud al resto del mundo que contiene colonias disfrazadas de repúblicas. Traducido, la receta no da para más... el mercado que alimentó a las corporaciones no existe más, e irá consumiéndose más rápido o más despacio sin regresar jamás... y al mismo ritmo crecerán los pobres, los marginados y los indigentes sociales consecuentes a recetas estúpidas gestionadas por idiotas con cara de feliz de cumpleaños e intenso poder político viciado de nulidad... de hecho, España es un buen ejemplo de lo que no se debe (debería) hacer... esto es, si tienes un Gobierno socialista, la sociedad debe exigir una economía al tono, ya que de no ser así, el regreso a criterios conservadores derivará en resultados pavorosos, tal se los puede apreciar... el socialismo no suele entender las lecturas de la realidad, pero el resto de los paisajes políticos ni siquiera guardan capacidades para comprender las consecuencias sociales de sus decisiones e imposiciones. Europa está envuelta en un desconcierto espantoso... nada distinto a lo que ocurre en el resto del mundo humano... y mientras el empecinamiento domine las visiones, el abismo se hará cada vez más profundo... no para los países, sí para las personas que nada hicieron para merecer semejante daño. Mayo 27, 2012.-
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