Domar la corrupción exige cambios institucionales en Brasil
- Brasil parece cerca de superar la actual epidemia de corrupción en los centros del poder político y económico, pero para que se produzcan cambios que conviertan ese tipo de delitos en excepcionales se requieren batallas mucho más largas.
La corrupción sistémica, de relaciones promiscuas entre grandes empresas y casi todos los políticos influyentes en un asalto al Estado, es lo que se desarrolló en el país durante al menos la última década, indican las investigaciones del Ministerio Público (fiscalía) y la Policía Federal, especialmente de la llamada operación Lava Jato (lavado de vehículos).
Pero hay otras dos dimensiones del problema que se combinan en Brasil, dificultando el combate, según Luiz Hanns, sicólogo especializado en análisis de comportamientos individuales y colectivos.
“Eso viene de la tradición portuguesa e ibérica de controlar e inspeccionar todo, basada en la desconfianza y contrastando con la sajona, de control por muestreo. Es disfuncional, con reglas incumplibles, donde corromper aparece como única forma de oxigenar la economía”: Luiz Hanns.
Una es la forma endémica, en una sociedad que practica y tolera deslices generalizados como coimas para borrar infracciones u obtener beneficios ilegales, fomenta el todo vale en el sistema político-electoral, restando eficacia a la represión del delito.
A eso se suma el síndrome del subdesarrollo o sindrómica, en que “la corrupción se amalgama a la burocracia y la mala gestión, por un exceso de reglas cuya violación es la única alternativa a la quiebra de los negocios”, destacó Hanns a IPS.
“Eso viene de la tradición portuguesa e ibérica de controlar e inspeccionar todo, basada en la desconfianza y contrastando con la sajona, de control por muestreo. Es disfuncional, con reglas incumplibles, donde corromper aparece como única forma de oxigenar la economía”, explicó.
“Atacar esos tres tipos de corrupción”, con leyes duras y castigos efectivos, campañas educativas contra la deshonestidad y la desburocratización, es necesario para superar la dramática situación que vive Brasil, concluyó.
La denominada economía institucional, una corriente de pensamiento nacida en Estados Unidos a fines del siglo XIX y actualizada en los años 70, adquirió un renovado interés para los brasileños ante la avalancha de escándalos que asombran a sus 212 millones de habitantes casi diariamente desde que empezó el caso Lava Jato hace tres años.
Esa corriente considera decisivas para el desarrollo las instituciones nacionales, que comprenden no solo las organizaciones y las leyes sino también las reglas no escritas y los comportamientos habituales.
Brasil se encuentra en una “trampa” en que “todos creen que la corrupción es la regla del juego”, evaluó Marcus André Melo, profesor de ciencias políticas de la Universidad Federal de Pernambuco, en el Nordeste brasileño, en un artículo publicado en el diario Folha de São Paulo el 29 de mayo.
En ese contexto quien “juega limpio será un perdedor” y se instaura el “equilibrio inferior”, aquel donde lo común es la deshonestidad, por contrapartida al superior donde la honestidad predomina y la corrupción es la excepción.
Ese equilibrio está vigente en muchos países de bajo o mediano ingreso por persona, definió, con base en las ideas del estadounidense Douglass North, ganador del Premio Nobel de Economía en 1993 y uno de los renovadores del institucionalismo.
Salir de esa trampa no parece factible mediante una evolución gradual, incluso porque su vigencia en Brasil se consolidó a lo largo de al menos un siglo. El “choque institucional” que está sufriendo el país podría abrir paso a un real cambio en las instituciones, pero las fuerzas contrarias a ello son muy poderosas, concluyó Melo.
La oportunidad, sin embargo, puede cristalizar con la ola de persecución a la corrupción que parece que extinguirá la generación actual de dirigentes políticos, por condenas judiciales o por la desmoralización al trascender denuncias contra ellos por ese delito, lavado de dinero y organización para delinquir.
Autoridades parlamentarias, judiciales y ejecutivas de primer rango disfrutan del llamado “foro privilegiado”, por el que solo pueden ser juzgados por tribunales superiores. Ello es casi sinónimo de impunidad por la lentitud de esas cortes, abrumadas por la cantidad de recursos provenientes de instancias inferiores.
Se trata de un privilegio de muerte anunciada, tras desnudarse el dominio del dinero sucio en las elecciones y en la compra de partidos para ampliar coaliciones y de apoyos parlamentarios para la aprobación de leyes.
El mismo Senado ya aprobó el 31 de mayo la restricción de ese privilegio, que alcanzó el récord mundial de 45.300 autoridades beneficiadas, según la Asociación de Jueces Federales, reduciéndolo a los jefes de los tres poderes.
Falta su aprobación por la Cámara de Diputados con una mayoría de 60 por ciento, por tratarse de una enmienda al texto constitucional.
Los escándalos al parecer prepararon la opinión pública para los cambios institucionales. Las denuncias del grupo empresarial JBS, mayor procesadora mundial de carnes, elevaron al extremo el envilecimiento del sistema político brasileño.
Un total de 1.829 candidatos de 28 partidos fueron financiados en las elecciones de 2014 con dinero de la JBS, revelaron los propietarios y directores del grupo, en testimonios bajo la fórmula de “delación premiada” (colaboración con justicia a cambio de reducción de penas), hechos públicos a partir del 19 de mayo.
Los aportes, ilegales en su mayoría, habrían ayudado a elegir un tercio de los senadores y diputados y 16 de los 27 gobernadores estadales, además de la expresidenta Dilma Rousseff (2011-2016) y su vice, ahora mandatario titular, Michel Temer.
La resistencia del sistema político, sin embargo, se comprueba en la permanencia en sus cargos del presidente Temer, un tercio de sus 28 ministros y decenas de parlamentarios, todos involucrados en varias investigaciones o ya enjuiciados.
La persistencia del dinero sucio en la actividad política, pese a las 205 personas encarceladas y 274 enjuiciadas dentro de Lava Jato, aún en plena fase ofensiva, confirma a la corrupción como hidra de múltiples cabezas y el oxígeno que se ha hecho indispensable para el sistema.
Temer, en el poder desde mayo de 2016, ya perdió cuatro de sus cinco asesores especiales en los seis últimos meses, todos involucrados en recepción de sobornos.
El último, el entonces diputado Rodrigo Rocha Loures, fue filmado el 28 de abril en São Paulo recibiendo una valija con 500.000 reales (160.000 dólares) entregada por el director de Relaciones Institucionales de JBS, Ricardo Saud.
Esa suma seria, según directivos de JBS, el primer pago para que el grupo empresarial obtuviera precios más bajos en la compra de gas para su central termoeléctrica EPE, en la centro-occidental ciudad de Cuiabá.
El grupo petrolero estatal Petrobras compra ese gas de Bolivia y lo vende a precios extorsivos, se quejó el propietario de JBS, Joesley Batista, a Temer, quien indicó a Loures para negociar la rebaja reclamada por la empresa.
Lo asombroso es que los pagos serían semanales durante los 20 años de duración del contrato de suministro del gas, según los portavoces de JBS.
Saud aseguró que “el soborno” se acordó con Temer, Loures sería solo un “mensajero” del presidente para hacer las gestiones a favor de JBS y recibir el dinero, que él ya devolvió a la Policía Federal.
Si se confirma la denuncia, queda el misterio: ¿Para que querría Temer ese dinero durante dos décadas, si tiene 76 años? Podría destinarse quizás a asegurar su mayoría parlamentaria, ancla de su gobierno atormentado por una alta impopularidad y los continuos escándalos.
¿Por qué se habría arriesgado Temer a recibir en su residencia presidencial, el 7 de marzo, muy tarde en la noche, a Joesley Batista, ya conocido como gran corruptor? El diálogo grabado por el empresario desató la crisis que puede sacarlo de la presidencia anticipadamente y acentúa la necesidad de cambios institucionales en Brasil.
Editado por Estrella Gutiérrez
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