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El alto coste del lado oscuro
La corrupción frena la salida de la crisis, genera ineficiencias en la economía y degrada la imagen de España en el extranjero
La corrupción es un viaje a la noche más oscura del ser humano. Allí donde el escritor Francis Scott Fitzgerald narraba que son siempre las tres de la mañana. Es una travesía que tiene un peaje moral y ético, pero también un coste económico. Y aunque no hay cifras precisas, los expertos nos acercan a algunos números que revelan la magnitud de la herida. Friedrich Schneider, profesor de Economía de la Universidad Johannes Kepler en Linz (Austria) y una referencia en estos temas, ha elaborado un cálculo para España. “El 1% del PIB”, dice. O sea, unos 10.500 millones de euros anuales. Es el daño de la corrupción en las cuentas españolas.
Pero hay otras cifras. El Banco Mundial estima que el coste oscila entre el 0,5% y el 2% de la riqueza nacional en los países de la OCDE. Mario Monti, ex primer ministro de Italia, quiso conocer también ese precio y averiguó que el 3,8% (60.000 millones de euros) de los bienes y servicios producidos en su país desaguaba en las alcantarillas de la corrupción. Ahora bien, todos estos cálculos podrían quedarse cortos por razones como la negativa de las víctimas a denunciar las situaciones corruptas.
Sean o no exactos, ponerle números a la corrupción ayuda a entender que este comportamiento tiene una repercusión directa en la economía y en la vida de todos. “No forma parte de una extraña realidad ajena a temas cotidianos y vitales como la sanidad, la educación o la cultura. Dinero que se llevan los corruptos, dinero que no llega a nuestras escuelas y hospitales. Además, compromete nuestro futuro”, apunta Enrique Alcat, profesor en el Instituto de Empresa (IE). “La corrupción está obstaculizando la salida de España de la crisis, genera inestabilidad política, empeora la imagen del país, degrada la confianza del inversor y aumenta la incertidumbre financiera”, reflexiona José María Mella, catedrático de Economía de la Universidad Autónoma de Madrid, quien recalca que “es un mecanismo depredador de los recursos de la sociedad”. ¿Por qué? Porque desvía el dinero de una mayoría hacia una minoría que acapara la riqueza y que suele estar bien conectada con los centros de decisión. Y a la vez es una artimaña empobrecedora, ya que reduce el gasto público social y merma el Estado del bienestar.
El pasado mes de junio, la ONG Transparencia Internacional reunió en Lisboa a 150 activistas de todo el mundo para analizar hasta dónde ha calado la corrupción. Los datos referidos a la Unión Europea fueron desoladores. Entre un 10% y un 20% de los contratos públicos se pierden por la corrupción, el 5% del presupuesto anual europeo no se justifica y se malogra cerca de un billón de euros en inversión al año. La Comisión Europea, en un borrador de trabajo fechado ese mismo mes, da precisión a esas cifras. Calcula Bruselas que la corrupción cuesta 120.000 millones de euros anuales, el 1,1% de la riqueza de la Europa de los Veintiocho. Sobre los países de la UE se extienden como un lodo oscuro, viscoso y pegadizo 20 millones de casos de corrupción a pequeña escala en el sector público. Por si fuera poco, todo esto sucede dentro de unas fronteras donde operan, según la Oficina Europea de Policía (Europol), 3.600 organizaciones criminales.
El anterior es un mapa que cartografía la preocupación. Sobre todo porque revela hasta qué punto está extendida y hasta qué punto la toleramos. “España siempre ha sido muy permisiva con la corrupción”, apunta Jesús Lizcano, presidente de la ONG Transparencia Internacional España. “Le doy un dato: el 70% de los políticos que estaban imputados por corrupción han sido reelegidos en las últimas elecciones locales”. Pese a todo, hay algún atisbo de cambio. El Barómetro de Opinión del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) de julio pasado sitúa a la corrupción como el segundo problema (37,4%) que más preocupa a los españoles después del paro (80,9%).
Es una buena noticia porque esa mayor preocupación abre la puerta a luchar contra nuestros propios demonios. “En España, históricamente se ha convivido con la idea de que todo el mundo defrauda”, recuerda Carlos Cruzado, presidente de los Técnicos de Hacienda (Gestha).
Las grandes empresas y las todopoderosas fortunas (42.711 millones de euros al año) son los principales defraudadores en nuestro país. Le siguen, a bastante distancia, las pymes (10.150 millones) y los autónomos (5.111), rompiendo ese mito urbano de que es en la pregunta “¿con IVA o sin IVA?” donde reside el mayor fraude. Lo que sí habría que cuestionarse es qué supone que en torno al 20% de la riqueza de España la genere la economía sumergida.
Es evidente que la corrupción afecta a las arcas del Estado. No solo por la evasión fiscal, sino también debido al aumento del gasto público improductivo, ya que sube los costes de licitaciones que no son competitivas. Además disminuye la capacidad inversora de la Administración y baja la calidad de los servicios públicos. Y en el lado de la iniciativa privada también causa sus destrozos, pues elimina la competencia al promover regulaciones ineficientes y amañadas para generar ingresos.
Pero este viaje hacia la noche oscura no se detiene aquí. Va más allá. “La corrupción supone que la actividad económica se genere de manera ineficiente, ya que distorsiona el mercado e impide que determinadas actividades las desarrollen aquellas empresas que podrían hacerlo de una forma más eficaz”, relata Beñat Bilbao-Osorio, director asociado y economista del Centro de Competitividad y Rendimiento Global (Foro Económico Mundial). Y también te lleva a lugares donde no quisieras estar. “Los escándalos nos meten en la liga de Grecia, Italia, Chipre. En la que nosotros no estábamos. Jugábamos en la del déficit, el paro, la ineficacia. Pero no en esa”, observa el economista José Carlos Díez.
Cada país tiene una forma de corrupción definida por su propio ADN. En el caso español está vinculada a actividades relacionadas con el mundo inmobiliario (suelo, construcción y obras públicas). El escritor Rafael Chirbes, en su premonitoria novela Crematorio (2007), narró los entresijos de ese submundo en el que se mezclaban corrupción, política municipal y ladrillo. Aquellas páginas eran “un fuego que ardía deprisa”, como las ha calificado el propio autor. Y también fácilmente, como señala José María Mella, de la Universidad Autónoma de Madrid: “En esos sectores es sencillo apoderarse de las rentas generadas a través de concesiones y relaciones privilegiadas con las Administraciones públicas, ya sean locales o autonómicas”.
Sin embargo, el ladrillo, y sus aledaños no son la única fuente de corrupción. Muchos expertos apuntan a la financiación de los partidos. “Ha bajado la virulencia de los escándalos inmobiliarios porque con la crisis la burbuja estalló, pero el problema de cómo se financian los partidos permanece. Es un tema que no puede continuar siendo opaco”, razona Manuel Escudero, director general de Deusto Business School (Universidad de Deusto). Luz y taquígrafos que los analistas transcriben en varias propuestas: limitar los mandatos de los cargos públicos, no incluir en las listas a encausados por corrupción, eliminar los privilegios de los aforados, que muchas veces les hace impunes al delito, y tener un Tribunal de Cuentas que sea eficaz. Y por extensión, como escribía hace poco en EL PAÍS el experto en derecho Segismundo Álvarez Royo-Villanova, “terminar con la impresentable práctica de que las grandes empresas de sectores regulados sean el retiro dorado de toda clase de ex”.
Hay quien, como el prestigioso jurista Antonio Garrigues Walker, mantiene el optimismo en esa mirada hacia nuestro pasado y nuestro porvenir. “Un alto porcentaje de los escándalos guarda relación con la época de la borrachera económica. No por ello quiero decir que pierdan impacto, pero lo que está claro es que al final todo se descubre, y que lo que está ocurriendo es una lección dura, pero muy positiva, para reducir la corrupción que ya sucede a todos los niveles. Vamos hacia una época mejor en este tema, y la Ley de Transparencia [que quiere abarcar desde la Casa del Rey hasta el poder ejecutivo] ayudará mucho”, asegura Garrigues.
¿Pero de verdad es así? ¿Mejoramos? En los rankings internacionales de corrupción, como el que publica Transparencia Internacional, España ocupa el puesto 30º sobre un total de 176 naciones. En concreto, entre Botsuana y Estonia. Lejos de Italia (72º), que tiene un serio problema en este ámbito, pero también de la prístina Dinamarca (1º). En España, la corrupción en una década deja 800 casos y 2.000 detenidos, de acuerdo con fuentes policiales. Una alcuza que pesa mucho menos de lo que podríamos pensar, sobre todo en los insensibles mercados financieros, que se rigen por sus propias normas.
“Los casos de corrupción resultan indiferentes a los mercados de bonos”, observa Emilio Ontiveros, presidente de Analistas Financieros Internacionales (AFI). “Es decir, piensan que no afecta a la solvencia de la deuda pública española y que, por tanto, su inversión no se encuentra en peligro”. De hecho, apunta Federico Steinberg, investigador principal de Economía Internacional del Real Instituto Elcano, “si no se ve una crisis política de gran magnitud, los inversores van a lo suyo”.
Precisamente Cristina Manzano, directora de la publicación online de análisis político Esglobal, citando un reciente trabajo del Instituto Elcano (Las agencias de rating y su influencia sobre la imagen de España), revela qué significa ir a lo suyo: “Las informaciones de las firmas de calificación de riesgos sí influyen en el mercado español y también las que proceden de la Unión Europea. Sin embargo, el resto de instituciones que emiten información no afectan en nada a nuestros mercados de capitales”. Ya lo dice Daniel Pingarrón, analista de IG Markets: “Un dato de empleo de Estados Unidos tiene más repercusión sobre la Bolsa española que uno de empleo de España. La globalización de los mercados así lo dicta”.
Keith Salmon, investigador experto en política española del think tank Oxford Analytica, explica que en Reino Unido se percibe la corrupción en España como “un asunto muy serio” que “encuentra similitudes no solo con los países del sur de Europa, sino con algunos de América Latina”. Además, avisa, existe un coste mayor en el que se repara poco, que “es la pérdida de fe de una generación de jóvenes españoles en el Gobierno, en el sistema democrático y en el entorno económico. Lo cual empuja a que emigren trabajadores de enorme talento. Y esto tiene un importante coste económico para el país, ahora y en el futuro”.
Pero hay otras cifras. El Banco Mundial estima que el coste oscila entre el 0,5% y el 2% de la riqueza nacional en los países de la OCDE. Mario Monti, ex primer ministro de Italia, quiso conocer también ese precio y averiguó que el 3,8% (60.000 millones de euros) de los bienes y servicios producidos en su país desaguaba en las alcantarillas de la corrupción. Ahora bien, todos estos cálculos podrían quedarse cortos por razones como la negativa de las víctimas a denunciar las situaciones corruptas.
Sean o no exactos, ponerle números a la corrupción ayuda a entender que este comportamiento tiene una repercusión directa en la economía y en la vida de todos. “No forma parte de una extraña realidad ajena a temas cotidianos y vitales como la sanidad, la educación o la cultura. Dinero que se llevan los corruptos, dinero que no llega a nuestras escuelas y hospitales. Además, compromete nuestro futuro”, apunta Enrique Alcat, profesor en el Instituto de Empresa (IE). “La corrupción está obstaculizando la salida de España de la crisis, genera inestabilidad política, empeora la imagen del país, degrada la confianza del inversor y aumenta la incertidumbre financiera”, reflexiona José María Mella, catedrático de Economía de la Universidad Autónoma de Madrid, quien recalca que “es un mecanismo depredador de los recursos de la sociedad”. ¿Por qué? Porque desvía el dinero de una mayoría hacia una minoría que acapara la riqueza y que suele estar bien conectada con los centros de decisión. Y a la vez es una artimaña empobrecedora, ya que reduce el gasto público social y merma el Estado del bienestar.
El pasado mes de junio, la ONG Transparencia Internacional reunió en Lisboa a 150 activistas de todo el mundo para analizar hasta dónde ha calado la corrupción. Los datos referidos a la Unión Europea fueron desoladores. Entre un 10% y un 20% de los contratos públicos se pierden por la corrupción, el 5% del presupuesto anual europeo no se justifica y se malogra cerca de un billón de euros en inversión al año. La Comisión Europea, en un borrador de trabajo fechado ese mismo mes, da precisión a esas cifras. Calcula Bruselas que la corrupción cuesta 120.000 millones de euros anuales, el 1,1% de la riqueza de la Europa de los Veintiocho. Sobre los países de la UE se extienden como un lodo oscuro, viscoso y pegadizo 20 millones de casos de corrupción a pequeña escala en el sector público. Por si fuera poco, todo esto sucede dentro de unas fronteras donde operan, según la Oficina Europea de Policía (Europol), 3.600 organizaciones criminales.
El anterior es un mapa que cartografía la preocupación. Sobre todo porque revela hasta qué punto está extendida y hasta qué punto la toleramos. “España siempre ha sido muy permisiva con la corrupción”, apunta Jesús Lizcano, presidente de la ONG Transparencia Internacional España. “Le doy un dato: el 70% de los políticos que estaban imputados por corrupción han sido reelegidos en las últimas elecciones locales”. Pese a todo, hay algún atisbo de cambio. El Barómetro de Opinión del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) de julio pasado sitúa a la corrupción como el segundo problema (37,4%) que más preocupa a los españoles después del paro (80,9%).
Es una buena noticia porque esa mayor preocupación abre la puerta a luchar contra nuestros propios demonios. “En España, históricamente se ha convivido con la idea de que todo el mundo defrauda”, recuerda Carlos Cruzado, presidente de los Técnicos de Hacienda (Gestha).
Las grandes empresas y las todopoderosas fortunas (42.711 millones de euros al año) son los principales defraudadores en nuestro país. Le siguen, a bastante distancia, las pymes (10.150 millones) y los autónomos (5.111), rompiendo ese mito urbano de que es en la pregunta “¿con IVA o sin IVA?” donde reside el mayor fraude. Lo que sí habría que cuestionarse es qué supone que en torno al 20% de la riqueza de España la genere la economía sumergida.
Es evidente que la corrupción afecta a las arcas del Estado. No solo por la evasión fiscal, sino también debido al aumento del gasto público improductivo, ya que sube los costes de licitaciones que no son competitivas. Además disminuye la capacidad inversora de la Administración y baja la calidad de los servicios públicos. Y en el lado de la iniciativa privada también causa sus destrozos, pues elimina la competencia al promover regulaciones ineficientes y amañadas para generar ingresos.
Pero este viaje hacia la noche oscura no se detiene aquí. Va más allá. “La corrupción supone que la actividad económica se genere de manera ineficiente, ya que distorsiona el mercado e impide que determinadas actividades las desarrollen aquellas empresas que podrían hacerlo de una forma más eficaz”, relata Beñat Bilbao-Osorio, director asociado y economista del Centro de Competitividad y Rendimiento Global (Foro Económico Mundial). Y también te lleva a lugares donde no quisieras estar. “Los escándalos nos meten en la liga de Grecia, Italia, Chipre. En la que nosotros no estábamos. Jugábamos en la del déficit, el paro, la ineficacia. Pero no en esa”, observa el economista José Carlos Díez.
Cada país tiene una forma de corrupción definida por su propio ADN. En el caso español está vinculada a actividades relacionadas con el mundo inmobiliario (suelo, construcción y obras públicas). El escritor Rafael Chirbes, en su premonitoria novela Crematorio (2007), narró los entresijos de ese submundo en el que se mezclaban corrupción, política municipal y ladrillo. Aquellas páginas eran “un fuego que ardía deprisa”, como las ha calificado el propio autor. Y también fácilmente, como señala José María Mella, de la Universidad Autónoma de Madrid: “En esos sectores es sencillo apoderarse de las rentas generadas a través de concesiones y relaciones privilegiadas con las Administraciones públicas, ya sean locales o autonómicas”.
Sin embargo, el ladrillo, y sus aledaños no son la única fuente de corrupción. Muchos expertos apuntan a la financiación de los partidos. “Ha bajado la virulencia de los escándalos inmobiliarios porque con la crisis la burbuja estalló, pero el problema de cómo se financian los partidos permanece. Es un tema que no puede continuar siendo opaco”, razona Manuel Escudero, director general de Deusto Business School (Universidad de Deusto). Luz y taquígrafos que los analistas transcriben en varias propuestas: limitar los mandatos de los cargos públicos, no incluir en las listas a encausados por corrupción, eliminar los privilegios de los aforados, que muchas veces les hace impunes al delito, y tener un Tribunal de Cuentas que sea eficaz. Y por extensión, como escribía hace poco en EL PAÍS el experto en derecho Segismundo Álvarez Royo-Villanova, “terminar con la impresentable práctica de que las grandes empresas de sectores regulados sean el retiro dorado de toda clase de ex”.
Hay quien, como el prestigioso jurista Antonio Garrigues Walker, mantiene el optimismo en esa mirada hacia nuestro pasado y nuestro porvenir. “Un alto porcentaje de los escándalos guarda relación con la época de la borrachera económica. No por ello quiero decir que pierdan impacto, pero lo que está claro es que al final todo se descubre, y que lo que está ocurriendo es una lección dura, pero muy positiva, para reducir la corrupción que ya sucede a todos los niveles. Vamos hacia una época mejor en este tema, y la Ley de Transparencia [que quiere abarcar desde la Casa del Rey hasta el poder ejecutivo] ayudará mucho”, asegura Garrigues.
¿Pero de verdad es así? ¿Mejoramos? En los rankings internacionales de corrupción, como el que publica Transparencia Internacional, España ocupa el puesto 30º sobre un total de 176 naciones. En concreto, entre Botsuana y Estonia. Lejos de Italia (72º), que tiene un serio problema en este ámbito, pero también de la prístina Dinamarca (1º). En España, la corrupción en una década deja 800 casos y 2.000 detenidos, de acuerdo con fuentes policiales. Una alcuza que pesa mucho menos de lo que podríamos pensar, sobre todo en los insensibles mercados financieros, que se rigen por sus propias normas.
“Los casos de corrupción resultan indiferentes a los mercados de bonos”, observa Emilio Ontiveros, presidente de Analistas Financieros Internacionales (AFI). “Es decir, piensan que no afecta a la solvencia de la deuda pública española y que, por tanto, su inversión no se encuentra en peligro”. De hecho, apunta Federico Steinberg, investigador principal de Economía Internacional del Real Instituto Elcano, “si no se ve una crisis política de gran magnitud, los inversores van a lo suyo”.
Precisamente Cristina Manzano, directora de la publicación online de análisis político Esglobal, citando un reciente trabajo del Instituto Elcano (Las agencias de rating y su influencia sobre la imagen de España), revela qué significa ir a lo suyo: “Las informaciones de las firmas de calificación de riesgos sí influyen en el mercado español y también las que proceden de la Unión Europea. Sin embargo, el resto de instituciones que emiten información no afectan en nada a nuestros mercados de capitales”. Ya lo dice Daniel Pingarrón, analista de IG Markets: “Un dato de empleo de Estados Unidos tiene más repercusión sobre la Bolsa española que uno de empleo de España. La globalización de los mercados así lo dicta”.
Keith Salmon, investigador experto en política española del think tank Oxford Analytica, explica que en Reino Unido se percibe la corrupción en España como “un asunto muy serio” que “encuentra similitudes no solo con los países del sur de Europa, sino con algunos de América Latina”. Además, avisa, existe un coste mayor en el que se repara poco, que “es la pérdida de fe de una generación de jóvenes españoles en el Gobierno, en el sistema democrático y en el entorno económico. Lo cual empuja a que emigren trabajadores de enorme talento. Y esto tiene un importante coste económico para el país, ahora y en el futuro”.
La losa de la inseguridad jurídica
A nuestros vecinos europeos no solo les preocupan los escándalos y la corrupción en España. Hay otros problemas que añaden pólvora al fuego, como los abruptos cambios normativos que el Gobierno ha impuesto a diferentes sectores y lo que podríamos llamar “hiperinflación legislativa”. En 2012, según datos del Congreso de los Diputados, se dictaron 8 leyes orgánicas, 17 leyes y la asombrosa cantidad de 29 reales decretos ley. Juan Ramón Rallo, director del Instituto Juan de Mariana, calcula que el Estado (central y autonómico) produce al año casi un millón de páginas entre boletines y normas. Sometidos a este mundo que haría las delicias de Bartleby, el contumaz burócrata que creó el novelista Herman Melville, la reforma del sector eléctrico, que, entre otras consecuencias, encarece el autoconsumo a través de paneles solares y veta la posibilidad de verter la energía a la red, ha puesto en pie de guerra a este sector. “Es dar la puntilla a todo un sector tecnológico”, se queja José Donoso, director general de la Unión Española Fotovoltaica (Unef), que representa al 85% de las firmas de esta industria. Los inversores alemanes, franceses, suizos o americanos que “han aportado el 35% del capital de las centrales termosolares” con las nuevas medidas (en la práctica, las energías renovables sufren un recorte de 1.350 millones de euros) ven cómo “se quiebra la seguridad jurídica del país”, incide Luis Crespo, secretario general de Protermosolar (Asociación Española de la Industria Solar Termoeléctrica). Y hay quien incluso pinta un paisaje más desolador. “En inversiones en renovables, la confianza en España ha caído al mínimo”, asevera Juan Carlos Hernanz, socio del bufete Cuatrecasas. Este es el intranquilizador retrato de un país que a veces pretende escribir recto con renglones torcidos. La eliminación —tras la reciente sentencia del Supremo que las declara nulas si no se contrataron con las suficientes garantías de transparencia— de las cláusulas suelo de las hipotecas le costará este año al BBVA un 27% del beneficio de la filial española, según la agencia de valores Norbolsa. Aunque no será la única entidad en pagar el peaje. De aplicarse, también afectaría negativamente a los resultados del Banco Popular (17%), Banco Sabadell (45%) y Caixabank (10%). El impacto es mayor en el BBVA porque tiene unos 40.000 millones de euros comprometidos con hipotecas que tienen este tipo de cláusulas frente a los 13.000 millones de media de Popular, Sabadell y Caixabank. Con esta sentencia, “los bancos dejarán de ingresar entre 200 y 300 euros mensuales por cada cliente”, estima Rodrigo García, analista del bróker XTB.
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pulso a españa | 1
Un país decepcionado
EL PAÍS comienza una serie para analizar la situación de la nación a través de los ciudadanos
El primero refleja una población profundamente enfadada y desilusionada con sus instituciones
España es un país serio y decente, en el que se puede confiar. Pero aunque sobreabundan los datos sociológicos que avalan esta afirmación, lo cierto es que la propia ciudadanía expresa al respecto reacciones contradictorias. Por un lado, el 74% cree que los españoles somos ciertamente gente seria y decente; pero al mismo tiempo son mayoría (54% frente a 42%) quienes pese a ello piensan que España no es un país responsable y de fiar. Son 32 los puntos (74% frente a 2%) que separan a ambos diagnósticos.
El actual desaliento ciudadano no respondería tanto a una pérdida de autoestima y confianza en nosotros mismos cuanto a la cada vez más insoportable constatación de que buena parte de nuestras instituciones y figuras públicas no están sabiendo estar a la altura que nuestra sociedad merece. Y no sobra decir que este desazonante diagnóstico ciudadano, reflejado mes a mes en los sondeos de Metroscopia para este diario, resulta coincidir milimétricamente con lo que llevan ya tiempo denunciando muchos de nuestros más fiables politólogos y analistas sociales. Lo que de su juicio experto, y de la intuición ciudadana, se desprende es que, de nuevo, nos hallamos ante una España real y una España oficial, pero dando ahora a estas expresiones un sentido distinto del que les prestaran, cuando las acuñaron y popularizaron, Joaquín Costa y Ortega y Gasset. Ahora, un Francisco Silvela redivivo no podría concluir que España está sin pulso, sino más bien que los encargados de conducirla y regentarla no saben encontrárselo. Nuestra sociedad está viva, pero muchas de sus instituciones languidecen y se muestran incapaces de seguirle el paso.
A principios de los años sesenta del pasado siglo, España era un país socialmente desigual, económicamente atrasado y padecía una dictadura que nos aislaba de nuestro solar europeo. En apenas una generación el panorama cambió radicalmente. Los españoles, los ciudadanos de a pie, se tomaron muy en serio el cambio político y llevaron a cabo una transición que fue modélica; se tomaron en serio resistir y hacer frente, con entereza, al terrorismo; se tomaron en serio el pluralismo de ideas, valores y estilos de vida, culminando así esa “revolución del respeto” que ansiara Fernando de los Ríos; se tomaron en serio el europeísmo y nuestra integración en Europa. Además, al hacerse una economía potente, España cambió su mentalidad colectiva en el terreno económico, con una nueva y positiva actitud, cada vez más generalizada, respecto del emprendimiento y de la función empresarial (sobre todo en el caso de las pymes, que ahora son la tercera institución mejor evaluada por los españoles, según el último Barómetro de Confianza Ciudadana realizado por Metroscopia). Se sigue recelando, eso sí, —y fuertemente, y no sin buenos motivos— de esa economía financiera desbocada, que nos ha descarrilado. En proporción de dos a uno, los españoles creen que las cosas van mejor cuando el Estado ejerce un control razonable sobre la vida económica y no cuando le permite esa absoluta libertad, sin regulación alguna, que algunos preconizan. Se recela fuertemente de la globalización y se abomina de la cultura del pelotazo y del enriquecimiento súbito. Es este, se mire por donde se mire, un país decente, y en modo alguno un país corrupto. Es, además, un país sereno, y moderado, que abomina de extremismos y violencias. Cuando en alguna ocasión se satura la capacidad de paciencia social, lo que se producen son movimientos como el 15-M o como la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, que si atraen una atención universal es, precisamente, por su carácter cívico, por lo básicamente razonable —y aun prudente— de sus planteamientos y por su afán regenerador de una democracia que languidece. La España violenta y cainita es un mito del pasado. Nadie cuestiona, hoy, ni siquiera en medio de la actual catástrofe económica y social, el sistema democrático. No parece fácil encontrar en nuestro entorno europeo una sociedad que sepa mantenerse tan paciente, solidaria y generosa en medio de una crisis tan profunda y con una tal carencia de liderazgo público. Porque ese es el principal problema que pesa sobre nuestra sociedad: el derrumbamiento (por anquilosamiento, incompetencia o ceguera partidista) de algunas instituciones de crucial importancia para la vigorización de nuestra vida pública.
El actual desaliento ciudadano no respondería tanto a una pérdida de autoestima y confianza en nosotros mismos cuanto a la cada vez más insoportable constatación de que buena parte de nuestras instituciones y figuras públicas no están sabiendo estar a la altura que nuestra sociedad merece. Y no sobra decir que este desazonante diagnóstico ciudadano, reflejado mes a mes en los sondeos de Metroscopia para este diario, resulta coincidir milimétricamente con lo que llevan ya tiempo denunciando muchos de nuestros más fiables politólogos y analistas sociales. Lo que de su juicio experto, y de la intuición ciudadana, se desprende es que, de nuevo, nos hallamos ante una España real y una España oficial, pero dando ahora a estas expresiones un sentido distinto del que les prestaran, cuando las acuñaron y popularizaron, Joaquín Costa y Ortega y Gasset. Ahora, un Francisco Silvela redivivo no podría concluir que España está sin pulso, sino más bien que los encargados de conducirla y regentarla no saben encontrárselo. Nuestra sociedad está viva, pero muchas de sus instituciones languidecen y se muestran incapaces de seguirle el paso.
A principios de los años sesenta del pasado siglo, España era un país socialmente desigual, económicamente atrasado y padecía una dictadura que nos aislaba de nuestro solar europeo. En apenas una generación el panorama cambió radicalmente. Los españoles, los ciudadanos de a pie, se tomaron muy en serio el cambio político y llevaron a cabo una transición que fue modélica; se tomaron en serio resistir y hacer frente, con entereza, al terrorismo; se tomaron en serio el pluralismo de ideas, valores y estilos de vida, culminando así esa “revolución del respeto” que ansiara Fernando de los Ríos; se tomaron en serio el europeísmo y nuestra integración en Europa. Además, al hacerse una economía potente, España cambió su mentalidad colectiva en el terreno económico, con una nueva y positiva actitud, cada vez más generalizada, respecto del emprendimiento y de la función empresarial (sobre todo en el caso de las pymes, que ahora son la tercera institución mejor evaluada por los españoles, según el último Barómetro de Confianza Ciudadana realizado por Metroscopia). Se sigue recelando, eso sí, —y fuertemente, y no sin buenos motivos— de esa economía financiera desbocada, que nos ha descarrilado. En proporción de dos a uno, los españoles creen que las cosas van mejor cuando el Estado ejerce un control razonable sobre la vida económica y no cuando le permite esa absoluta libertad, sin regulación alguna, que algunos preconizan. Se recela fuertemente de la globalización y se abomina de la cultura del pelotazo y del enriquecimiento súbito. Es este, se mire por donde se mire, un país decente, y en modo alguno un país corrupto. Es, además, un país sereno, y moderado, que abomina de extremismos y violencias. Cuando en alguna ocasión se satura la capacidad de paciencia social, lo que se producen son movimientos como el 15-M o como la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, que si atraen una atención universal es, precisamente, por su carácter cívico, por lo básicamente razonable —y aun prudente— de sus planteamientos y por su afán regenerador de una democracia que languidece. La España violenta y cainita es un mito del pasado. Nadie cuestiona, hoy, ni siquiera en medio de la actual catástrofe económica y social, el sistema democrático. No parece fácil encontrar en nuestro entorno europeo una sociedad que sepa mantenerse tan paciente, solidaria y generosa en medio de una crisis tan profunda y con una tal carencia de liderazgo público. Porque ese es el principal problema que pesa sobre nuestra sociedad: el derrumbamiento (por anquilosamiento, incompetencia o ceguera partidista) de algunas instituciones de crucial importancia para la vigorización de nuestra vida pública.
Las cuatro entregas de esta serie constituyen un avance de Pulso por España 3 (junio 2012-junio 2013) que, dirigido por José Juan Toharia, elabora Metroscopia para la Fundación Ortega-Marañón, con la colaboración de Telefónica.
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Que las variables económicas y financieras no reflejen de forma contemporánea los episodios de corrupción que dominan la escena política, no significa que aquellos carezcan de impacto. Lamentablemente, la percepción de la frecuencia con que tienen lugar esas violaciones de la ley, la forma en que la clase política las aborda y el sistema judicial las resuelve acaban deteriorando la confianza en una sociedad, su capacidad para hacer negocios o para infundir credibilidad en sus agentes e instituciones. Antes o después, eso se traduce en costes y pérdidas de bienestar que acaban sufriendo todos los ciudadanos. El primer impacto para los contribuyentes es soportar mayores costes por el funcionamiento de las Administraciones públicas, en sus decisiones de gasto e inversión. Los costes adicionales que, por ejemplo, pagan empresas que contratan con el sector público que acaban destinándose al enriquecimiento ilícito de políticos o partidos actúan agravando las cargas tributarias o directamente sacrificando servicios y prestaciones de las propias Administraciones públicas. La situación es más irritante si mientras aparecen casos de corrupción se reduce la inversión en sanidad o en educación.
Que en la realización de transacciones económicas públicas medie cualquier modalidad de soborno, impide, además, la libertad de mercado que en tantas ocasiones reclama la retórica de los políticos. Adultera la igualdad de oportunidades perjudicando a quien no soborna, bien porque sus habilidades y relaciones no alcanzan a ello, bien porque no lo admiten sus códigos de conducta.
La verificación de prácticas tales no favorece, desde luego, la inversión extranjera. En primer lugar, porque el país en el que la corrupción está extendida, y en cierta medida tolerada, genera desconfianza. Ni que decir tiene que la imagen de sus empresas, de sus propios bienes y servicios queda significativamente condicionada por las malas prácticas. Y cuando la inversión tiene lugar, acaba incorporando un componente por riesgo impropio de economías avanzadas que gangrena todos los ámbitos económicos y sociales.
La percepción de una clase política tolerante con la corrupción no solo erosiona la imagen exterior de un país y de su economía, aproximándola a ese capitalismo de amiguetes en el que las puertas giratorias entre el sector privado y el público enriquecen a unos cuantos, sino que mina la confianza del conjunto de los agentes económicos del propio país. La calidad de las instituciones acaba poniéndose en entredicho y con ella la posibilidad de asentar las relaciones económicas en la seguridad, en la confianza. Hasta la contabilidad de las empresas, la base de la información económica, puede quedar en entredicho si la contabilidad de los partidos políticos lo está.
De la forma y rapidez con que se aborde la hoy cuestionada integridad de algunas instituciones y de la propia clase política dependerá el alejamiento de las amenazas que pesan sobre la estabilidad política y, en consecuencia, sobre la recuperación económica. También pende de ese hilo el afianzamiento de la necesaria transición a la modernización económica del país. La corrupción, y la desconfianza que lleva asociada, es la peor de las gangrenas para una economía que está dejando al borde de la miseria a un número creciente de ciudadanos.
Que en la realización de transacciones económicas públicas medie cualquier modalidad de soborno, impide, además, la libertad de mercado que en tantas ocasiones reclama la retórica de los políticos. Adultera la igualdad de oportunidades perjudicando a quien no soborna, bien porque sus habilidades y relaciones no alcanzan a ello, bien porque no lo admiten sus códigos de conducta.
La verificación de prácticas tales no favorece, desde luego, la inversión extranjera. En primer lugar, porque el país en el que la corrupción está extendida, y en cierta medida tolerada, genera desconfianza. Ni que decir tiene que la imagen de sus empresas, de sus propios bienes y servicios queda significativamente condicionada por las malas prácticas. Y cuando la inversión tiene lugar, acaba incorporando un componente por riesgo impropio de economías avanzadas que gangrena todos los ámbitos económicos y sociales.
La percepción de una clase política tolerante con la corrupción no solo erosiona la imagen exterior de un país y de su economía, aproximándola a ese capitalismo de amiguetes en el que las puertas giratorias entre el sector privado y el público enriquecen a unos cuantos, sino que mina la confianza del conjunto de los agentes económicos del propio país. La calidad de las instituciones acaba poniéndose en entredicho y con ella la posibilidad de asentar las relaciones económicas en la seguridad, en la confianza. Hasta la contabilidad de las empresas, la base de la información económica, puede quedar en entredicho si la contabilidad de los partidos políticos lo está.
De la forma y rapidez con que se aborde la hoy cuestionada integridad de algunas instituciones y de la propia clase política dependerá el alejamiento de las amenazas que pesan sobre la estabilidad política y, en consecuencia, sobre la recuperación económica. También pende de ese hilo el afianzamiento de la necesaria transición a la modernización económica del país. La corrupción, y la desconfianza que lleva asociada, es la peor de las gangrenas para una economía que está dejando al borde de la miseria a un número creciente de ciudadanos.
el dispreciau dice: los medios internacionales suelen hacer hincapié en la corrupción en las américas... aparecen ranking´s de toda índole, que este primero, que el otro después, y que los santos de arriba están libres de toda culpa... la realidad es bien distinta... la corrupción política y corporativa es patrimonio de la cultura occidental europea, proviene de los reinos, los virreinos, los condados, los ducados, los principados, y cualquier otro "ado" que habilite a tomar por asalto los fondos públicos... de allí que los estados sean declamantes y ausentes... de allí que los discursos estén vacíos de contenidos ciertos... de allí que los estados sean meros recaudadores que hipotecan el futuro de sus ciudadanos según los antojos del poder de turno... de allí que los estados ninguneen las necesidades de las gentes... de allí que los políticos anden por la vida con "cara de feliz cumpleaños", sonriendo, para luego traicionar sus declamaciones y hacer un trapo viejo de sus falaces convicciones... léase, la corrupción es un hecho de los reinos, transferido a las repúblicas, luego a las democracias, y enaltecido durante las dictaduras. Por lo pronto, nadie puede negar que una de las mayores corrupciones anida en el propio Vaticano, donde los pobres son víctimas de cuanta tropelía se les ocurre a los obispos, miserables con sotana de lujo, que no temen a Dios a la hora de meter sus manos en las latas de las miserias de los otros, esas mismas que ellos supieron fabricar a efectos de asegurarse el "trabajo"... "Dios te regresará lo que te he quitado"... por ende Dios nunca regresará nada, y los obispos se envolverán en la impunidad de lujos inadmisibles. Como sea, esa corrupción europea y occidental por excelencia, se ha ido diseminando por el mundo entero, justificándose a través de acciones militares, bancarias, económicas, corporativas que no escatiman esfuerzos en arrasar con cuanta cosa se les cruza... de allí que los ranking´s respondan a intereses sectoriales que llevan los lavados de dineros de aquí para allá, según los antojos de Bruselas y sus socios en este renovado nazismo que está re-invadiendo el mundo... cabe preguntarse qué será de las sociedades humanas y qué será de sus futuros... cabe preguntarse quiénes serán los que ocuparán, esta vez, los nuevos campos de concentración que se están instalando en lugares "privilegiados"... ¿serán palestinos?... ¿serán latinos?... ¿serán chinos?... no se sabe aún, pero sí se puede asegurar que serán pobres anónimos con bajo poder de queja, con nulo poder de reclamo, inaudibles... algo que los poderes saben fabricar... preparando el terreno para las catástrofes humanitarias por venir. A estas alturas nada es creíble... por ende aquellos que aseguran, a quien los quiera escuchar, su calidad de "santos", son corruptos disfrazados de ovejas, que diseñan indicadores a través de socios estratégicos para colocar las miradas lejos de sus fechorías. Más allá de las intenciones, los reinos se han podrido desde adentro... y han enseñado al resto del mundo cómo podrirse... y los ejemplos son tantos que tiñen la historia humana. Claro está, una vez más, el modelo ha caducado... ha vencido... y por consiguiente, lo que sucederá será una reacción en cadena, social, anónima, que se llevará puesto a todos estos idiotas que sonríen brevemente, para inmediatamente manotear a sus víctimas de ocasión... Para concluir, la corrupción es un delito de lesa humanidad, un acto de terrorismo, y así debería ser considerado por las generaciones por nacer... porque nadie puede tener más de lo que puede administrar para una vida efímera... estos son derechos humanos por nacimiento: nacer dignamente, derecho a una alimentación balanceada, derecho a un hogar, derecho a una niñez sana, derecho a una vestimenta digna, derecho a una educación de calidad, derecho a una salud protegida hasta el final de los días, también de calidad, derecho a movilizarse,... derecho a una labor personal y otra social, comprometidas... un poco más allá, los políticos no tienen por qué facturar por sus servicios ni recibir retribución pública alguna, ya que la función pública es un acto de caridad social... para pensar... AGOSTO 11, 2013.-
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