Opinión
El síndrome de la desmesura
Roberto Russell
Para LA NACION
Jueves 24 de febrero de 2011 | Publicado en edición impresa.
El incidente con Estados Unidos por el caso de las armas y equipos confiscados en Ezeiza vuelve a mostrar un rasgo peculiar de la política exterior argentina: la curiosa propensión a la desmesura de su dirigencia política. El contraste es grande cuando se confronta la conducta internacional del país con la de naciones como Brasil, Chile o México.
Sin duda, Malvinas fue el caso más desgraciado. La decisión de recuperarlas por la fuerza y la derrota en la guerra constituyen un muy pesado legado para las generaciones futuras. El operativo también ha dejado una profunda huella, no sólo por su nivel de improvisación y las razones poco nobles que lo causaron, sino también por haber sido lanzado por el gobierno de Leopoldo Fortunato Galtieri, que se había comprometido, en otra gala de abuso, a ser el aliado más fiel de Estados Unidos en América latina en la lucha "contra el imperio del mal", entonces encarnado en la Unión Soviética.
La saga de excesos tiene sus antecedentes ya en los primeros años del segundo centenario del país y no sería difícil hallar otros todavía más lejanos. Hipólito Yrigoyen, por ejemplo, tuvo una actitud principista y fuera de lugar cuando ordenó el retiro de la delegación argentina de la primera Asamblea General de la Liga de Naciones realizada a fines de 1920, luego de que las propuestas de la Argentina, atendibles pero extemporáneas, fueron consideradas inaceptables e impracticables por los vencedores en la guerra. Un país que había sido neutral llegaba a Ginebra con condiciones -entre otras, el reconocimiento del principio de universalidad y del derecho de todos los Estados a ser admitidos en la nueva organización, incluso los derrotados- que iban a contramano de lo que ya habían resuelto las potencias aliadas en los meses previos. Mientras la Argentina hacía las valijas, Brasil se aprestaba a jugar un papel activo en la Liga y, poco tiempo después, definiría como una prioridad de su política exterior la obtención de un asiento permanente en el Consejo de ese foro multilateral.
En 1938, el canciller José María Cantilo inauguró la delicada VIII Conferencia Internacional de Estados Americanos, realizada en Lima, con un discurso apasionado en defensa de los vínculos con Europa y de oposición a los deseos de Estados Unidos de establecer mecanismos de solidaridad continental en esa hora crítica, para irse inmediatamente después de vacaciones en su flamante crucero rumbo a los lagos chilenos. El episodio ocurrió antes de la llegada del secretario de Estado de Estados Unidos, Cordell Hull, con quien Cantilo no quería cruzarse, y dejó la impresión de que la diplomacia argentina solo intentaba boicotear la conferencia.
Tiempo después, Juan Domingo Perón procuró convertir a la Argentina y al movimiento peronista en el eje de un proyecto de integración regional cuando el país ya no tenía los recursos económicos ni el prestigio para liderar esa empresa; la iniciativa fue interpretada en las naciones vecinas como un intento expansionista y no como un proyecto cooperativo.
Arturo Frondizi jugó con la idea de mediar entre Estados Unidos y Cuba sin comprender que para el presidente John F. Kennedy la cuestión cubana era un problema de todo el hemisferio y no un conflicto entre Washington y La Habana. En los años 70, el débil e inepto gobierno de Isabel Perón todavía presentaba a la Argentina como una "potencia" y quiso convertirse en el vocero de América latina en el "Nuevo Diálogo" ofrecido por Henry Kissinger a la región, sin que nadie le prestara la más mínima atención.
Sin embargo, nada igualó en sus excesos a la dictadura militar que gobernó el país entre 1976 y 1983. Ya en el crepúsculo, el gobierno de Bignone definió a la Argentina como una "potencia moral" orientada a buscar la paz, la justicia y la democracia en las relaciones internacionales. Luego de su discutible trayectoria ética, esta apelación a la moralidad en un momento agónico fue una de las expresiones más incongruentes del Proceso. En los 90, se hizo de necesidad, virtud, y la sobreactuación fue un ingrediente sustancial de la política exterior hacia Estados Unidos, particularmente durante el primer mandato de Menem. El presidente llegó a veces a ser más papista que el papa en sus críticas al régimen de Fidel Castro o en sus deseos de dolarizar la economía o de acoplarse de algún modo a la Organización del Tratado del Atlántico Norte.
La primera década del siglo XXI tampoco estuvo despojada de desmesuras. La mayor tuvo lugar en diciembre de 2001, cuando el Congreso argentino aplaudió de pie y jubilosamente la declaración del default de la deuda externa dando muestras penosas de inmadurez y de ignorancia sobre las consecuencias de ese acto para las relaciones exteriores del país. Igualmente, los Kirchner no se quedaron atrás, aunque nunca alcanzaron la dimensión de tamaño desacierto.
No es sencillo encontrar una explicación a esta constancia en la desmesura que ha atravesado a la clase política sin distinción de banderas y que suele encontrar a una población dispuesta a apoyarla en sus extravagancias y singulares aventuras. Toda aproximación al tema conduce inexorablemente a la cultura política de los argentinos, cuyas raíces más profundas quizá se encuentren en un problema de origen: el éxito rápido que puso a la Argentina en pocas décadas en un lugar internacional respetable y que produjo en la clase dirigente una valoración desproporcionada de sus méritos y de la condición real del país en el mundo.
La desmesura es un síndrome que se atribuye habitualmente a la posesión de poder, en particular el poder que se asocia con el éxito abrumador. Bertrand Russell denominó a este fenómeno "la intoxicación del poder". Es probable que los excesos internacionales de la Argentina de las primeras décadas del siglo XX sean una expresión particular del síndrome de la desmesura que habría que asociar, en este caso, con la "intoxicación de la riqueza" producida de manera arrolladora. Más adelante, las desmesuras de la política exterior pueden haber arrastrado algo de esta marca, a la que deberían agregarse la mediocridad -y en ocasiones la ignorancia- de los gobernantes y la autonomía de la que gozaron en circunstancias de alta concentración de poder, o la que les fue concedida para manejar situaciones de crisis o tolerada en los buenos momentos económicos.
También habría que considerar que la política exterior fue en ocasiones una herramienta para buscar el lustre personal. ¿Qué otra cosa que no fuera la aspiración a obtener el Premio Nobel de la Paz podría explicar la intención de Menem de mediar en el conflicto de Medio Oriente o su afán en la creación de los cascos blancos? Con aspiraciones más modestas, Alfonsín fantaseó en su apogeo que podía alcanzar la presidencia del Movimiento de Países No Alineados, algo entonces fuera de toda lógica y de dudosa conveniencia para la Argentina. Otras veces, la tendencia a la desmesura resultó de situaciones políticas internas adversas que llevaron a los presidentes o sus cancilleres a buscar crédito a través de jugadas fuertes en el exterior.
Es probable que las desmesuras argentinas no tengan parangón en América latina, así como que se hayan agravado a partir de los años 70; ellas constituyeron un elemento presente en la política exterior que otorgó una cierta singularidad a la Argentina en América latina y, sin suda, en el Cono Sur. Precisamente, su repetición dio lugar, al término de la última dictadura, al surgimiento de una idea que ha pasado a formar parte del discurso habitual de los gobernantes: hacer de la Argentina un país normal.
Ser normal puede querer decir muchas cosas diferentes, según quienes formulen la proposición, pero la idea que subyace a estos dichos es siempre la misma: que se tome conciencia de la verdadera gravitación del país en el mundo, que no hay que hacer cosas raras y que hay que lograr correspondencia entre la presencia que se quiere y el poder que se tiene. Así, la desmesura en acto encontró su propio opuesto en la normalidad como meta por lograr. Sin embargo, las desmesuras de estos días revelan cuán lejos estamos de alcanzar ese objetivo tantas veces proclamado desde el retorno de la democracia. © La Nacion
El síndrome de la desmesura - lanacion.com
el dispreciau dice: damos vergüenza, damos lástima, damos pena. No le hace bien a la democracia sostenerse en la cultura de los conflictos y la inducción de incidentes... No le hace bien a la democracia funcionarios que no saben llamarse a silencio y ser discretos... No le hace bien a la democracia vender una imagen y hacer exactamente lo opuesto... No le hace bien a la democracia inventar enfrentamientos inútiles... No le hace bien a la democracia construir disidencias... Nada de esto ni de muchas otras cosas le hace bien al país. Quizás sí beneficia a un grupúsculo de intereses y otras conveniencias, pero ARGENTINA ya conoce las consecuencias. Que se insista en un modelo de destrucción social masiva que además se expande hacia otros vínculos le hace un flaco favor al "ser nacional". El problema no es Estados Unidos de Norteamérica, somos nosotros que no sabemos qué queremos y seguimos vendiendo ilusiones a los que no tienen qué comer ni tampoco en qué pensar. Si se tratase de errores operativos todo se hubiese resuelto por la vía diplomática sin que nada de esto hubiese trascendido, que es lo que corresponde. El circo es para exclusivo de los cirqueros y sus entelequias fabulosas, no por lo extraordinario de ellas, sino por su carácter de fábulas... Febrero 24, 2011.-
jueves, 24 de febrero de 2011
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