No son 30 pesos, son 30 años…
- Hace un mes de ese 18 de octubre, en que el presidente Sebastián Piñera respondió a la desobediencia civil de los estudiantes secundarios en el Metro de Santiago con la fuerza brutal de la policía militarizada, haciendo estallar una insurrección social, que se manifiesta tanto en la violenta destrucción de los símbolos icónicos del modelo neoliberal, en actos de vandalismo y saqueos e incendios, como en el pacifismo de marchas multitudinarias, asambleas populares auto convocadas y organizaciones sociales exigiendo derechos y dignidad.
Piñera, muy debilitado por el incontrolable caos social, la masividad de las marchas, y las denuncias de violaciones de derechos humanos en su contra, la noche del 12 de noviembre hizo un llamado a la paz. Pues, aparentemente, no habría logrado apoyo para poner a las Fuerzas Armadas en control de la situación, como habría preferido, con un Estado de Excepción.
No ofreció ningún plan de cómo llegar a esta paz. Este escenario ha llevado a los partidos de la deslegitimada clase política a buscar, en conjunto, una urgente salida a la crisis. Por lo que han iniciado el proceso para la elaboración de una nueva Constitución, que reemplace a la de Augusto Pinochet.
Esto era inimaginable solo unos días atrás. Es un histórico primer paso, aunque no es una garantía de la legitimidad del proceso por venir. Por lo contrario, este está siendo cuestionado por las organizaciones ciudadanas y partidos políticos de la izquierda, fuera del acuerdo. Además, si quienes gobiernan no dan soluciones reales, a problemas tan serios como las pensiones, se entiende que seguirá la violencia.
Lo que está claro el lunes 18 de noviembre, es que Piñera ya no tiene poder real. Que el país ha cambiado. Que es el Estado el que debe ahora cambiar. Y que son los estudiantes los que abrieron el camino…
¿Intervención extranjera? o ¿son “extraterrestres”?
Desde la destrucción de estaciones del Metro de Santiago, la derecha lanza rumores que Cuba y Venezuela están detrás de las manifestaciones de violencia, y en redes sociales repiten ese mensaje.
Quienes los reenvían lo creen firmemente. Sin poder reconocer que Chile es una distopía, cuyos principios orientadores son lo opuesto a la justicia y solidaridad humanas. Que es el laboratorio social del capitalismo salvaje. Que la lista de iniquidades es larga y recurrente en la vida de millones de chilenos. Que Piñera y sus ministros no necesitaban poderosos enemigos, para crear el violento caos social y la crisis política e institucional más grande desde la vuelta de la democracia.
Si esta ha sido una rebelión popular porque sumó y transformó la experiencia subjetiva individual y de grupos, en una gran fuerza colectiva en rechazo al sistema, su expresión volcánica, directa y destructiva se origina en las condiciones abusivas permanentes del sistema, que se hacen cada día más intolerables bajo el gobierno de Piñera.
Es importante tomar en cuenta que esta explosión se produce poco después del fracaso del ambicioso proyecto de 100 reformas por la equidad que había prometido Michelle Bachelet en su segundo gobierno (2014-2018).
Esa agenda reformista había subido las expectativas de mejoras en las condiciones de vida para muchos de los jóvenes que hoy se enfrentan al gobierno en forma pacífica o con tanta violencia en las calles.
Las reformas fueron ferozmente combatidas por los políticos de la derecha hasta que lograron hacerlas inviables. A ellos les era entonces impensable ceder terreno a la equidad, dejar de abusar a la población, acostumbrados como están desde Pinochet a hacer y deshacer, amparados en su Constitución, en la propia tradición histórica y cultural, y en la complicidad de muchos en los partidos de centro-izquierda.
Todos los mismos que hoy están pensando en cómo disolver la ira de los abusados.
Las masivas y creativas movilizaciones de los estudiantes durante el primer gobierno de Sebastián Piñera, en 2011 y 2012, por lograr reformas en educación, marcaron un “antes y un después” en la conciencia colectiva del país, porque abrieron la discusión pública sobre el modelo neoliberal instalado en Chile, hasta ese momento considerado enormemente exitoso.
Cuestionaron la privatización de la educación y demandaron una educación pública, gratuita y de calidad; rompieron con la prohibición tácita de discutir las relaciones entre la política y la realidad social que dominaba el discurso público en colegios y universidades, en medios de comunicación, en reuniones sociales, a pesar del tiempo que había pasado desde la caída de la dictadura; y posibilitaron la aparición y visualización de otros movimientos sociales, tales como en salud, medioambiente, causa mapuche, feminismo; diversidad sexual, centralismo versus descentralización, pensiones y otros.
La agenda de reformas de Bachelet fue producto de las demandas sociales que había instalado el movimiento estudiantil. Como de las observaciones de la OCDE (Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos) sobre las inequidades en Chile.
Con las reformas que no se hicieron y el fracaso general de ese gobierno de Bachelet y lo que era la agenda original de Piñera hasta hace cuatro semanas, la conciencia de la opresión del sistema había ido creciendo.
Por otra parte, durante los últimos años, fueron saliendo a la luz diversos escándalos, que expusieron la colusión de la política con el dinero, los fraudes del Ejercito, los de Carabineros y su criminalidad, las miles de formas en que las empresas estafan a los consumidores, entre otros, y muy importante, los demoledores reportajes sobre los abusos sexuales de la Iglesia Católica.
Todo lo que en conjunto, han causado un daño irreparable en la confianza en las instituciones, en una sociedad que hace mucho ha vivido en la desconfianza.
Adriana Fernández es profesora de Estado de la Universidad Austral de Chile; Estudios en Literatura, Universidad de California, S.D. California; Educadora bilingüe, California, EStados Unidos; Educadora retirada, actualmente reside en Chile.
Este artículo fue publicado originalmente por Other News.
RV: EG
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