miércoles, 15 de noviembre de 2017

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El desgarro de una violencia que no cesa en el sur de Colombia | Planeta Futuro | EL PAÍS

OPINIÓN

El desgarro de una violencia que no cesa en el sur de Colombia

Para muchos colombianos todavía no ha llegado la paz, pese a los acuerdos firmados entre Gobierno y FARC hace más de un año

Campesinos en la zona de Tumaco (Colombia).

Campesinos en la zona de Tumaco (Colombia). 



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José Jair Cortés era un campesino, un cultivador de cacao como tantos otros en el sur de Colombia. El pasado octubre fue asesinado en el área rural de Tumaco, a sangre fría. José había sido amenazado de muerte por grupos armados que proliferan tanto en el campo como la capital del departamento de Nariño. Era un líder en su comunidad, un luchador por su gente y por un territorio que no quería en manos de narcotraficantes, ni de criminales, ni de fuerzas militares. Buscaba futuro y encontró la muerte.
Para los habitantes de Tumaco y su zona rural, en un 90% afrocolombianos, no ha llegado la paz con el acuerdo firmado hace ahora un año entre el Gobierno y la guerrilla de las FARC. La violencia y el miedo que hace dos años sentía a mi lado, en esa tierra de voluptuosa naturaleza, inmensas playas y anchos ríos, siguen vivos. Y todo indica que no puede haber paz mientras sigan en el abandono.
He buscado el rostro de José Jair entre las fotos y los vídeos que grabé en la Comunidad de Alto Mira y Frontera hace dos años. Iba a conocer de primera mano los proyectos que la ONG Alianza por la Solidaridad en el territorio. Llevan 17 años ofreciendo ayuda humanitaria a los desplazados, ayudándoles a rehacer sus vidas con proyectos vitales y profesionales allá donde el Estado no llegaba y no llega. De camino, por una carretera-camino infame, encontré grandes extensiones de cultivos de palma africana, muchos tocones de árboles talados, críos descalzos.
No tengo la total certeza si José Jair era uno más de los muchos líderes que me mostraron, orgullosos, sus pequeños cultivos de cacao, las mini-piscifactorías que estaban montando, los campos cada vez menos productivos debido a la sequía, sus sencillas casas, los pocos animales que tenían… y también su río, el Río Mira, totalmente contaminado después de que las FARC explotaran el Oleoducto Trasandino apenas un mes antes: hubo un derrame de casi medio millón de galones de petróleo. Igual no estaba José Jair, pero si algo se repetía en los discursos de sus vecinos era su ansia por la llegada de la paz que aún se negociaba, su lucha por impedir que las bandas armadas se hicieran con las aldeas (veredas, las llaman), sus batallas para que los hijos no se enrolaran en la guerrilla en busca de dinero fácil y sus afanes para que las instituciones invirtieran en su territorio.
Resulta paradójico que la paz haya les haya traído a algunos campesinos más violencia y más miseria que la guerra
Ahora, resulta paradójico que la paz haya les haya traído más violencia y más miseria que la guerra. Una guerra que tuvo su origen, hace más de medio siglo, en una lucha contra esa misma miseria de la clase campesina y obrera en un país próspero como es Colombia. Es paradójico, pero hace dos años, en aquellas comunidades olvidadas por su Estado, la esperanza ya estaba trufada de temores: “¿Y qué pasará luego? ¿Y si surgen nuevos grupos armados, como cuando desaparecieron los paramilitares?”, aventuraban con angustia los que entonces parecían más agoreros.
Algo más de un año ha pasado desde las firmas en La Habana que le otorgaron al presidente Juan Manuel Santos otro precipitado Nobel de la Paz. Todo el mundo se alegró por ello, y luego todo el mundo se olvidó de Colombia. La ayuda humanitaria internacional, hoy más financiada por grandes instituciones que por algunos gobiernos (como el español, que en total ha recortado esta partida un 75% desde 2011), comenzó a escasear. Así lo han denunciado las ONG de varios países en el país latinoamericano. Esas grandes instituciones se parapetan detrás del “ya no hay conflicto”, mientras los exguerrilleros desmilitarizados más implicados han salido de sus zonas para crear un partido político y los gobernantes colombianos se han puesto manos a la obra para acabar con la coca que les financiaba, que es lo que más molesta al gran aliado del norte y a la clase alta y media de Bogotá.
Eso sí, ese Estado, que casi no lo es en Tumaco, ha tenido olvidos imperdonables. Por un lado, que esos cultivos ilegales también dan de comer a los campesinos y sus familias, pese a que están deseosos de poder cambiarlos por otros que no conlleven acosos ni violencia. Por otro, que los acuerdos de La Habana también hablaban de ayudas para el campesinado, de un desarrollo y una prosperidad que en Tumaco no han visto por ninguna parte. Olvidaron que, además de las FARC, había otros grupos armados a los que todo indica que se han sumado guerrilleros no desmovilizados. Y obviaron que los jóvenes siguen sin futuro y que el negocio de los narcotraficantes —redes que logran sacar la droga del país desde la costa hacia Norteamérica— siguen funcionando a destajo. Bien armados. Con miles de minas antipersona que siembran como quien planta tomates.
José Jair Cortés fue uno de los líderes que denunció la masacre de campesinos cocaleros el pasado 5 de octubre, cuando se manifestaban contra las fuerzas del orden que acudieron a arrasar sus campos para no dejar nada más que hambre. Bien lo sabe el vicepresidente del país Oscar Naranjo quien, en una visita días después, reconocía que aún están “estudiando” programas de sustitución de cultivos. Menos estudios ha habido para analizar las consecuencias de la quema.
Resulta evidente que las 23.000 hectáreas de cultivo ilegal de Tumaco deben desaparecer, pero ¿es lógico hacerlo sin dar alternativa? Y, por otro lado ¿a qué viene tanta prisa tras 50 años? ¿Acaso hay presiones internacionales, como apuntan algunos medios colombianos? ¿Dónde están los programas de desarrollo rural prometidos? ¿Sigue siendo el sur de Colombia una zona prioritaria para la cooperación europea?
Quizás algunas de estas preguntas también se las hacía José Jair Cortés cuando le dispararon. En las respuestas está el evitar otro conflicto, más muerte y miseria. Está en las manos de Colombia, pero también de las de gobiernos que desde el exterior pueden apoyar y presionar para que se genere prosperidad y no pobreza y violencia. Durante años, este líder campesino luchó por su gente y en contra la coca. También fue uno de los que denunció la reciente masacre de campesinos cocaleros. ¿Quién le mató?
Aunque no encuentro su rostro en mis fotos, sé que no estaba lejos.
Rosa M. Tristán es periodista, autora del blog Laboratorio para Sapiens.

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