Los mendigos enfermos
La indiferencia es una forma sutil de racismo, no agresiva, pero sí de vergonzosa aceptación
Un mendigo pide limosna junto a una tienda del centro de Madrid. Samuel Sánchez
No hay nada que me provoque más asco que un grupo de varones burlándose de una mujer. Asco, esa es la palabra. Por eso me he resistido estos días a ver la escena de los hinchas del equipo holandés en la Plaza Mayor de Madrid tirando monedas al suelo a unas mendigas rumanas. Finalmente lo he hecho porque no podía eludirlo para escribir sobre el asunto. Y sí, es repugnante. Algo hay en el hooliganismo masculino que enlaza deporte de masas con ideología basura y que parece ser incontrolable por las fuerzas del orden. Por fortuna, hubo unos cuantos valientes que increparon a esta gentuza, porque valiente hay que ser para reprender a quien está ciego de alcohol y arropado por el grupo. Lo que no acabo de comprender, leyendo lo aparecido sobre el suceso, es por qué la policía apartó a las muchachas de la escena y no a los tipejos que la habían provocado. Tanto celo policial destinado a reprimir expresiones titiriteras y cuánta tolerancia con algo evidentemente amenazador.
Tengo la sospecha, puede que pecando de optimista o ingenua, de que estos comportamientos tan abiertamente racistas y a la luz del día no nos caracterizan como país, pero tal vez es que pese sobre mí lo que la cuestión de raza intervino en la Europa de la II Guerra Mundial. Xenofobia, racismo, falta de humanidad también intervienen ahora en cómo Europa está negando la entrada de refugiados. Pero un artículo no puede tratar solamente de aquello en lo que tantos coincidimos: la escena fue vergonzosa, cierto, y debiéramos atrevernos a intervenir casi antes de que se persone la policía. Hasta ahí todos de acuerdo. Y lo podemos expresar con las mismas palabras de la alcaldesa Carmena, o con las de Miguel Ángel Rendón, el profesor gaditano que presenció la escena junto a unos alumnos que sin duda se habrán llevado a casa una buena lección de hasta dónde puede ser infame el ser humano.
Pero este incidente me recordó algunas otras cuestiones que a diario asaltan a una paseante contumaz como yo. Seguro que las reconocen. El centro de Madrid está poblado de mendigos rumanos. Nuestras calles más señoriales tienen en casi cada esquina a un mendigo o a una mendiga. Y no todos son muchachas jóvenes como estas que recogían céntimos del suelo. Se trata de algo aún más doloroso y patético. Situados estratégicamente a las puertas de los establecimientos de moda más caros del barrio de Salamanca pasan el día pobres de solemnidad de origen rumano, que se nos muestran con unos problemas atroces de salud y en ocasiones con aparatosas deformaciones físicas. Hombres con muñones, mujeres con extremidades retorcidas como ramas de árbol que soportan los rigores del frío y dentro de poco del sol. Está claro que no han llegado solos a esas aceras. Alguien los ha dejado allí bien de mañana, alguien los ha repartido como si fueran mercancía. Un coche o una furgoneta. Los mismos que a lo largo de la jornada pasan a hacer recuentos de las monedas que los viandantes hemos dejado en el cubilete del mendigo; los mismos que los recogerán para devolverlos, imagino, a algún poblado del extrarradio. ¿Dónde duermen estos enfermos?
Eso sucede a diario, a la vista de todos, y estoy segura de que muchos ciudadanos se preguntan, como yo, cómo puede darse este negocio de casi esclavitud sin que ningún control humanitario tome cartas en el asunto. A las puertas del establecimiento de prensa y pan de mi barrio hay un pobre hombre sin piernas con un vaso de plástico en la mano. Cuando pasas te da los buenos días con la mirada perdida. Si le echas una moneda da las gracias como si fuera un muñeco. Creo que son las únicas palabras que sabe en español y es probable que no sepa decir muchas más en su lengua.
Cada mañana, por temprano que sea, allí está el pobrecillo, solo, sin capacidad para hablar con nadie, viendo la vida pasar como un perro que estuviera atado a su caseta. Por la tarde, se lo llevan.
¿Nunca, nadie, en el Ayuntamiento o en las múltiples organizaciones que tan meritoriamente trabajan en asuntos de ayuda al inmigrante, se ha planteado enfrentar esta explotación descarada de gente visiblemente desamparada? ¿O tal vez tenemos tan interiorizada la figura del mendigo en la ciudad que ya no cabe preguntarse de qué manera esos seres remotos han llegado hasta ahí? La indiferencia es, aunque nos cueste reconocerlo, una forma sutil de racismo. No agresiva, como la de los hinchas holandeses, pero si de vergonzante aceptación: esos seres no tienen que ver con nosotros, no los sentimos como propios. Son mendigos, lisiados, tienen problemas mentales, pero además están en nuestro país de manera irregular. Su deformación nos provoca tanta piedad como aprensión. Pero una vez que pasamos de largo hacemos por borrar de nuestra mente esta insoportable estampa medieval.
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