El Laboratorio Latinoamericano
de Evaluación de la Calidad de la Educación (LLECE), dependiente de la Oficina Regional de Educación de la UNESCO para América Latina y el Caribe, ha realizado dos Estudios Regionales Comparativos y Explicativos (ERCE). Como se ve, en el LLECE hay gente que ama los acrónimos: al primer estudio lo llamaron PERCE, al segundo SERCE, y al tercero, que está empezando este año, TERCE. (¡Alarma de aniquilación por autolisis semántica en el sexto, atención!).
El uso que los especialistas de los ERCE hacen de una palabra clave explica algunos de los problemas de la educación actual en América Latina. Esa palabra es “lectura”.
En la página 28 del libro Aportes para la enseñanza de la lectura, publicado por la UNESCO para dar cuenta de los mencionados procesos, se pone un ejemplo de prueba de evaluación elocuentísimo acerca de la confusión que reina entre los especialistas. El libro comienza extendiendo de manera redundante la definición del diccionario para “lectura”:
“Lectura” hace referencia al acto o proceso de leer
y, en consecuencia, a las habilidades cognitivas que pone en juego el estudiante al interactuar con un texto a partir de diversas tareas propuestas en las preguntas.
Desgraciadamente el libro no dedica espacio para definir “leer” ni para explicar qué consideran sus autores algo a lo que se refieren como “texto”, de manera notablemente vaga
y descuidada.
El libro explica:
La información que debe comprender [el alumno] se encuentra en un texto narrativo enteramente gráfico y de cuatro cuadros.
Este “texto narrativo” es una secuencia de cuatro dibujos sin palabras. En un cuadro auxiliar en la misma página, define:
Clase de texto y género: narrativo y gráfico verbal (historieta).
Véase lo que el libro presenta a los alumnos bajo el rótulo de “texto”, que carece por completo de cualquier cosa que pueda considerarse “verbal”:
Los estudiantes deben contestar la siguiente pregunta: “¿Cuál de los dibujos (A, B, C o D) muestra el final de la historia?”
Hay que suponer que los autores del libro reconocen la diferencia entre una secuencia de dibujos y una secuencia de palabras. Es evidente que emplean deliberadamente la palabra “texto” para referirse a ambas clases de secuencias, y por lo tanto hay que concluir que consideran que lo que hay que evaluar del proceso de “lectura” ocurre del mismo modo ante una secuencia de palabras que ante una secuencia de dibujos.
Cuando el mundo era tres mil millones de humanos más chico, hace cuarenta años, era de buen tono, entre críticos de la cultura, como Gillo Dorfles, o de semiólogos como André Helbo, o de gente mejor formada, como Umberto Eco cuando aun no incurría en la novela, emplear el término “leer” en un sentido tan amplio que servía para cualquier desciframiento. Además de la horda de hermeneutas que invadió las praderas académicas después de la guerra, influyó, quizá, en esas acepciones abarcadores, gente como Edward T. Hall, agudo antropólogo que inventó la palabra “proxémica”, que definiría la ciencia de la interpretación de las distancias interpersonales y en términos generales, la gestualidad humana.
Todo se podía “leer”: los textos escritos, las distancias interpersonales, el enrojecimiento del rostro, la música, el cine, la disposición en la página de los titulares de los diarios, el orden en que un medio de prensa presentaba sus diferentes secciones de noticias.
Pero incluso el más enloquecido defensor de la lectura universal de cualquier cosa no puede negar el hecho de que una secuencia de dibujos es un objeto muy distinto a una secuencia de palabras, como seguramente saben los amables autores del libro de la UNESCO. Son objetos lingüísticamente muy distintos. En efecto, una secuencia de palabras organizada en forma coherente, es decir, como discurso (no importa si es narrativo o de otra clase) tiene lo que los lingüistas llaman “doble articulación”. El lenguaje verbal humano, con el que se fabrican los textos, funciona poniendo en contacto entre sí, en primer lugar, elementos que significan algo (que algunos llaman semantemas, y que son partes de palabras o palabras enteras), para generar unidades más complejas de significado (palabras, oraciones). Esa puesta en contacto entre partes con alguna clase de significado se llama primera articulación. En segundo lugar, el lenguaje verbal humano pone en contacto elementos que no significan nada (los fonemas, que en nuestra lengua en buena medida coinciden con las letras del alfabeto); esta es la segunda articulación.
La existencia de una segunda articulación es lo que hace que el lenguaje humano sea tan eficiente: con un número limitadísimo de fonemas arbitrarios (sonidos que no tienen ningún significado, por ejemplo las veintipico letras del idioma castellano), se pueden construir cuatrillones de discursos distintos.
Una secuencia de dibujos también pone en contacto entre sí elementos que significan algo (los dibujos); sería, si queremos atribuir a las secuencias de dibujo el carácter de lenguaje, una primera articulación. Pero en el universo del dibujo no existe la segunda articulación, porque no hay elementos que no signifiquen nada, un equivalente a los fonemas del lenguaje verbal.
Por eso muchos lingüistas se niegan a decir que el cine (o la historieta) son manifestaciones de un lenguaje: carecen de segunda articulación.
Es radicalmente diferente el proceso cognitivo que realiza la persona que examina cada uno de los dibujitos propuestos por el SERCE a lo que haría ante un discurso verbal que narrara lo que ocurre. Ante un texto construido con palabras, el lector se obliga al tránsito a través de las dos articulaciones. Da un salto entre dos universos —glorioso, infinito, absoluto— entre los fonemas y los semantemas (entre la segunda articulación, donde los vínculos se producen en un mundo carente de significado, de vínculos entre signos convencionales, y la primera, donde de pronto los agrupamientos de signos se llenan de significado); es el salto vital entre el caos del mundo antes de la letra y el orden lleno de sentido del mundo después de la letra. Es el Génesis, y ocurre cada vez que alguien lee algo.
Esa experiencia es de una clase esencialmente distinta a la que se experimenta cuando se ordena una secuencia de dibujos, y, si no lo entienden los evaluadores, es inútil abrigar esperanzas de que sean ellos quienes mejoren la situación de la enseñanza, al menos en su área de influencia, América Latina.
¿De dónde salió la metáfora sesentista que permite entender leer como acto general de interpretación? Quizá del convencimiento de que la cultura oficial, tradicional, enseñaba a leer y escribir mientras manipulaba las conciencias de la pobre gente a través de medios como la televisión, no precisamente basado en la lectura. Leer “de verdad” debía de ser otra cosa, tenía que ser otra cosa, si en este mundo cabía algo de esperanza. En los sesenta comenzó a cundir la fantasía de que el cine, la televisión y otras formas de difusión de lo que vagamente se llamaba “la imagen” también tenían potencial educativo o formativo.
Esa visión triunfó, al punto de que los responsables de la educación creen que “leer” puede ser interpretar una secuencia de dibujos. ¿Por qué imaginan los evaluadores que alguien que sabe ordenar una secuencia de dibujos tiene determinadas habilidades en el campo del lenguaje verbal? Lo que es seguro es que sabrá ordenar secuencias de dibujos.
Así las cosas, la formación de nuevos lectores está en manos de personas que no logran distinguir la lectura de la interpretación de secuencias de imágenes. En otra parte del mismo libro se puede leer la siguiente frase:
Es evidente que el texto tiene, además de un propósito ortográfico y otro valórico, una forma y un contenido que no se encuentran en los textos extraescolares.
Vaya uno a saber qué quiere decir “valórico”, referido a los propósitos. A un evaluador de habilidades lectoras uno le pediría cierto decoro, en un sentido amplio. ¿Qué necesidad hay de crear nuevas palabras, si su finalidad no es que sirvan para algo?
El libro del LLECE no se reduce a estas dos tonterías, ya que contiene una serie de indicadores interesantes, de observaciones atinadas, y de ideas que sin dudas contribuyen a una mejor comprensión de algunos de los problemas de la educación de los niños en la actualidad. Pero estas dos tonterías dan idea del desconcierto que reina en los niveles más altos del mundo académico de la educación.
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