Telares en las mazmorras
EL PAÍS accede al primer eslabón de la industria textil de Bangladesh, lúgubres fábricas de telas con terribles condiciones laborales
Es imposible competir con la fealdad de Dacca. La capital de Bangladesh es el caos hecho ciudad, un amasijo de edificios inacabados, amontonados sin plan urbanístico alguno, que tratan de cobijar a unos 14 millones de habitantes. Solo la mitad son residentes oficiales. El resto ha llegado, procedente de los cuatro puntos cardinales de uno de los países más pobres del planeta, con la esperanza de darle un mordisco al 6% de crecimiento económico, un porcentaje que llena de orgullo al Gobierno y que convierte a la antigua Pakistán Oriental en uno de los ejemplos más exitosos del milagro económico del subcontinente indio.
Pero a los emigrantes rurales no se les encuentra en los relucientes centros comerciales que sirven de oasis de tranquilidad a la emergente clase media. No, hay que bregar con un tráfico imposible durante al menos una hora para dar con ellos en el cinturón industrial de Ashulia. Allí, cientos de miles de personas cuecen ladrillos con técnicas propias de la Edad Media, dan forma a pucheros, pegan suelas de zapato y, los más afortunados, tejen prendas de vestir en alguna de las innumerables fábricas que componen la Zona de Procesamiento de Exportaciones (EPZ, en sus siglas en inglés), escenario de las mayores tragedias de la industria textil del país.
Por 54 horas de trabajo a la semana, y siempre bajo la amenaza de derrumbes como el del Rana Plaza —más de 430 muertos— o incendios como el de Tazreen Fashions, con 110 fallecidos, la mayoría de los trabajadores cobra el salario mínimo más bajo del planeta: 3.000 takas (algo menos de 30 euros) al mes. No obstante, como apunta Jesmin, una joven que ha estado empleada tanto dentro como fuera de la EPZ, “aunque no existen medidas de seguridad adecuadas y muchas veces no se abonan las horas extra ni se conceden bajas por maternidad, todo el mundo quiere trabajar allí porque las condiciones laborales son mucho mejores”.
No en vano, de las EPZ —creadas en los ochenta para impulsar las exportaciones, disparar el crecimiento económico y crear empleo en barrios deprimidos— sale gran parte de la producción textil del país, ya la segunda en el mundo. El sector aporta en torno al 80% de los productos que Bangladesh exporta —casi 20.000 millones de euros—, y emplea a tres millones de personas en unas 4.500 fábricas.
“El empresario los fija en base a piezas por hora. Saben que ningún humano podría cumplirlos, pero da igual. Para llegar al cupo tenemos que trabajar dos o tres horas extra al día sin cobrar”, asegura Moni, empleada en Inmaculate. “Cada vez hay más presión de los clientes extranjeros para cumplir códigos de conducta que reducen los márgenes de beneficio”, reconoce Hashi, que cobra 3.500 takas (33 euros) en vez de los 4.200 takas que le corresponden por el nuevo baremo, y que ha llegado a trabajar tres meses sin un día de descanso y 15 noches seguidas en temporada alta. “Por eso, el peor trabajo se subcontrata a talleres a los que jamás ha ido un inspector”.
Lo sabe bien Ahmed R., un adolescente de 13 años que opera un vetusto telar en un cobertizo de uralita. Hay que alejarse varios kilómetros más del centro para dar con estos talleres, que nunca aparecen en los medios de comunicación y que, sin embargo, sufren condiciones laborales mucho peores. “Aquí producimos telas que, muchas veces, acaban en la EPZ y llegan a Europa y América ya confeccionadas”, reconoce el propietario, quien teme represalias, bajo condición de anonimato. “Muchos empresarios bangladesíes mienten sobre el origen del material”.
Ahmed y sus compañeros de trabajo, algunos niños de 12 años, son los subcontratados de los subcontratados, el último eslabón de una cadena que acaba en los escaparates de todo el mundo. La mayoría no ha oído hablar jamás de la responsabilidad corporativa de las grandes multinacionales que, de forma indirecta, acaban utilizando sus productos. “Muy pocas empresas controlan toda la cadena de producción”, reconoce Nazma Akter, presidenta de la Federación Textil Sommilito. “La presión ha conseguido que se realicen auditorías en las fábricas de las que sale el producto final para evitar la pésima publicidad de tragedias como la de Spectrum [que producía para Inditex y cuyo edificio se desmoronó provocando 64 muertos], pero pocos van más allá”.
La propia Inditex, que respondió a EL PAÍS a través de una dirección genérica de correo electrónico, reconoce que no era consciente de que allí se fabricara material para el principal grupo textil español. “Había recibido de un proveedor del grupo —sin nuestro conocimiento y, por tanto, sin nuestra autorización— una única orden de trabajo de 2.000 unidades”.
Otras marcas internacionales han tenido problemas similares, muchas veces por culpa de la opacidad de sus socios locales. “Las compañías extranjeras tienen gran responsabilidad, pero muchas veces los empresarios bangladesíes faltan a sus promesas y subcontratan sin dar cuenta a nadie”, apunta Amirul Haque Amin, presidente de la Federación Nacional de Trabajadores del Textil de Bangladesh.
Poco importan esos tejemanejes en la fábrica en la que trabaja Ahmed. En el interior, el tremendo golpeteo de las máquinas impide oír siquiera los propios pensamientos, y el adolescente ríe con ganas cuando se le pregunta si tiene protección para sus tímpanos. Apunta con su dedo índice a los pies descalzos, y asegura que lo que le preocupan son las agujas que se caen. Trabaja una media de 11 horas al día, y tiene suerte si le pagan a tiempo los 75 takas (unos 70 céntimos de euro) que gana por jornada. “No es mucho, pero ayudo a mantener a la familia”, asegura con orgullo indisimulado mientras posa en jarras frente a la máquina que opera.
La uralita del techo y las planchas de metal de las paredes convierten el lugar en un horno insufrible, pero el centenar de hombres que maneja la maquinaria parece no acusar el calor. La única corriente de aire que circula, y que levanta una fina capa de polvo que provoca estornudos constantes, es la que se cuela por las rendijas que ha dejado una construcción chapucera. “Y la puerta, que tenemos abierta para no asfixiarnos. Lo peor es en la temporada de lluvias, cuando no hay forma de impedir que entre agua”, comenta uno de los trabajadores, que, sin embargo, relativiza su trabajo. “Peor están los que fabrican ladrillos o trabajan el campo”.
El capataz de la fábrica reconoce que la situación no es ideal. “No nado en la abundancia, como los empresarios de la EPZ. Tengo problemas para pagar a los empleados porque mis clientes me abonan los pedidos tarde y mal. Al final, lo único que importa son el precio, la calidad y las fechas de entrega. No cómo se produzca”.
Pero a los emigrantes rurales no se les encuentra en los relucientes centros comerciales que sirven de oasis de tranquilidad a la emergente clase media. No, hay que bregar con un tráfico imposible durante al menos una hora para dar con ellos en el cinturón industrial de Ashulia. Allí, cientos de miles de personas cuecen ladrillos con técnicas propias de la Edad Media, dan forma a pucheros, pegan suelas de zapato y, los más afortunados, tejen prendas de vestir en alguna de las innumerables fábricas que componen la Zona de Procesamiento de Exportaciones (EPZ, en sus siglas en inglés), escenario de las mayores tragedias de la industria textil del país.
Por 54 horas de trabajo a la semana, y siempre bajo la amenaza de derrumbes como el del Rana Plaza —más de 430 muertos— o incendios como el de Tazreen Fashions, con 110 fallecidos, la mayoría de los trabajadores cobra el salario mínimo más bajo del planeta: 3.000 takas (algo menos de 30 euros) al mes. No obstante, como apunta Jesmin, una joven que ha estado empleada tanto dentro como fuera de la EPZ, “aunque no existen medidas de seguridad adecuadas y muchas veces no se abonan las horas extra ni se conceden bajas por maternidad, todo el mundo quiere trabajar allí porque las condiciones laborales son mucho mejores”.
Abrimos la puerta para no asfixiarnos. Lo peor es en la temporada de lluvias, no hay forma de impedir que entre agua
“El empresario los fija en base a piezas por hora. Saben que ningún humano podría cumplirlos, pero da igual. Para llegar al cupo tenemos que trabajar dos o tres horas extra al día sin cobrar”, asegura Moni, empleada en Inmaculate. “Cada vez hay más presión de los clientes extranjeros para cumplir códigos de conducta que reducen los márgenes de beneficio”, reconoce Hashi, que cobra 3.500 takas (33 euros) en vez de los 4.200 takas que le corresponden por el nuevo baremo, y que ha llegado a trabajar tres meses sin un día de descanso y 15 noches seguidas en temporada alta. “Por eso, el peor trabajo se subcontrata a talleres a los que jamás ha ido un inspector”.
Lo sabe bien Ahmed R., un adolescente de 13 años que opera un vetusto telar en un cobertizo de uralita. Hay que alejarse varios kilómetros más del centro para dar con estos talleres, que nunca aparecen en los medios de comunicación y que, sin embargo, sufren condiciones laborales mucho peores. “Aquí producimos telas que, muchas veces, acaban en la EPZ y llegan a Europa y América ya confeccionadas”, reconoce el propietario, quien teme represalias, bajo condición de anonimato. “Muchos empresarios bangladesíes mienten sobre el origen del material”.
Ahmed y sus compañeros de trabajo, algunos niños de 12 años, son los subcontratados de los subcontratados, el último eslabón de una cadena que acaba en los escaparates de todo el mundo. La mayoría no ha oído hablar jamás de la responsabilidad corporativa de las grandes multinacionales que, de forma indirecta, acaban utilizando sus productos. “Muy pocas empresas controlan toda la cadena de producción”, reconoce Nazma Akter, presidenta de la Federación Textil Sommilito. “La presión ha conseguido que se realicen auditorías en las fábricas de las que sale el producto final para evitar la pésima publicidad de tragedias como la de Spectrum [que producía para Inditex y cuyo edificio se desmoronó provocando 64 muertos], pero pocos van más allá”.
La propia Inditex, que respondió a EL PAÍS a través de una dirección genérica de correo electrónico, reconoce que no era consciente de que allí se fabricara material para el principal grupo textil español. “Había recibido de un proveedor del grupo —sin nuestro conocimiento y, por tanto, sin nuestra autorización— una única orden de trabajo de 2.000 unidades”.
Otras marcas internacionales han tenido problemas similares, muchas veces por culpa de la opacidad de sus socios locales. “Las compañías extranjeras tienen gran responsabilidad, pero muchas veces los empresarios bangladesíes faltan a sus promesas y subcontratan sin dar cuenta a nadie”, apunta Amirul Haque Amin, presidente de la Federación Nacional de Trabajadores del Textil de Bangladesh.
Poco importan esos tejemanejes en la fábrica en la que trabaja Ahmed. En el interior, el tremendo golpeteo de las máquinas impide oír siquiera los propios pensamientos, y el adolescente ríe con ganas cuando se le pregunta si tiene protección para sus tímpanos. Apunta con su dedo índice a los pies descalzos, y asegura que lo que le preocupan son las agujas que se caen. Trabaja una media de 11 horas al día, y tiene suerte si le pagan a tiempo los 75 takas (unos 70 céntimos de euro) que gana por jornada. “No es mucho, pero ayudo a mantener a la familia”, asegura con orgullo indisimulado mientras posa en jarras frente a la máquina que opera.
La uralita del techo y las planchas de metal de las paredes convierten el lugar en un horno insufrible, pero el centenar de hombres que maneja la maquinaria parece no acusar el calor. La única corriente de aire que circula, y que levanta una fina capa de polvo que provoca estornudos constantes, es la que se cuela por las rendijas que ha dejado una construcción chapucera. “Y la puerta, que tenemos abierta para no asfixiarnos. Lo peor es en la temporada de lluvias, cuando no hay forma de impedir que entre agua”, comenta uno de los trabajadores, que, sin embargo, relativiza su trabajo. “Peor están los que fabrican ladrillos o trabajan el campo”.
El capataz de la fábrica reconoce que la situación no es ideal. “No nado en la abundancia, como los empresarios de la EPZ. Tengo problemas para pagar a los empleados porque mis clientes me abonan los pedidos tarde y mal. Al final, lo único que importa son el precio, la calidad y las fechas de entrega. No cómo se produzca”.
El precio social de la ropa
La tragedia de la fábrica textil de Bangladesh reabre el debate de la responsabilidad de las marcas
El país es tan atractivo porque tiene el sueldo mínimo más bajo del mundo: 29 euros al mes
El papa Francisco verbalizó en su homilía del Primero de Mayo lo que, seguro, muchos habían pensado. “Me impresionó un titular del día de la tragedia de Bangladesh: ‘Vivir con 38 euros al mes’. Esto es lo que pagaban a los que murieron... ¡Eso se llama trabajo esclavo!”. Tras el primer impacto, todas las miradas se han vuelto, una vez más, hacia las grandes marcas que venden estilosos pantalones vaqueros por 19,95 euros, biquinis a la última por 14,90 o vestidos de cóctel por 39,99. Compañías con enormes beneficios que corrieron a Bangladesh cuando los costes laborales en China empezaron a subir.
Porque el negocio de la confección se traslada a toda velocidad. Bastan unos trabajadores, sus máquinas de coser y un techo. Bangladesh, tan atractivo con el peor sueldo mínimo del mundo (29 míseros euros al mes, varias veces menos de lo que una ONG calculó como necesario para llevar allí una vida decente), se ha convertido en problemático porque el derrumbe de la semana pasada —con más de 500 muertos y 2.500 heridos, incluidos muchísimos mutilados— llega tras otra tragedia en noviembre en Dacca y reabre el debate sobre las condiciones en las que las empresas fabrican la ropa que vestimos.
A Eva Kreisler, coordinadora en España de la red internacional Ropa Limpia, le inquieta especialmente que el edificio Rana Plaza, que colapsó un día después del descubrimiento de grietas, hubiera pasado dos auditorías de empresas occidentales. No es la primera vez. “Eso demuestra que el sistema no funciona, que las auditorías y los códigos de conducta son insuficientes”. La responsabilidad social corporativa (RSC) tiene hace años un lugar destacado en todas las grandes marcas. Y en sus informes anuales.
“Lo esencial es ser coherente. No pedir milagros. La clave es que la relación con el proveedor se consolide en el tiempo”, asegura Macarena Gross, coordinadora de RSC de Hoss Intropia. Ropa Limpia insiste en esa idea: “Las empresas deben abordar la conflictiva lógica de buscar precios más baratos y al mismo tiempo pretender el cumplimiento de unos mínimos laborales”.
Fuentes de los grandes españoles de la confección, Inditex (que fabricó 835 millones de prendas en 2011) y Mango (105 millones), sostienen que solo trabajan con plazos y volúmenes razonables y que está tajantemente prohibido que sus proveedores subcontraten sin permiso. Pero también es cierto que los fabricantes, agobiados por los plazos, subcontratan con tal de cumplir con el pedido, como ha quedado al descubierto en varias tragedias.
Walt Disney, la empresa que más vende vía licencias en el mundo, ha anunciado que abandona Bangladesh. Otras sopesan seguirle, pero las ONG quieren que se queden, den trabajos y salarios dignos y ejerzan presión —ellos que sí tienen el poder— para que mejoren las leyes y se apliquen. La corrupción es cotidiana en Bangladesh, y sus autoridades están ávidas por atraer extranjeros al sector textil, que ha convertido a mucho político en empresario. Es el caso de Sohel Rana, el dueño del edificio, ya detenido.
Es un negocio de 15.000 millones de euros al año que da trabajo (precario o incluso esclavo, pero trabajo) a tres millones de personas, supone el 70% de las exportaciones y el 17% del PIB. “Las compañías que se abastecen aquí y conocen las condiciones tienen que hacer mucho más para asegurarse de que las fábricas de las que se surten cumplen las normas, están bien construidas, correctamente inspeccionadas, tienen salidas de incendios y tratan a sus trabajadores correctamente”, declaró a la BBC Peter McAllister, director de Ethical Trading Initiative, una alianza de empresas, sindicatos y ONG que busca reducir el impacto social y medioambiental de la industria de bienes de consumo.
Fuentes de Inditex, Mango y El Corte Inglés presumen de transparencia, destacan su trabajo de auditoría social, los cursos de formación para trabajadores y otras iniciativas enmarcadas en la responsabilidad corporativa. Aseguran que solo empiezan a trabajar con un proveedor tras una inspección independiente. La suelen hacer empresas externas con personal local. Cuando el taller en cuestión ya cose para ellos, llega la auditoría. Se revisa que no haya trabajo infantil o forzado —por ahí sí que no pasan, recalcan—, los salarios, las horas extras (cuántas y a cuánto se pagan), la salubridad, las salidas de emergencia y, esencial, el derecho a sindicarse y a la negociación colectiva. Aunque sería útil para hacer frente a los poderosos capataces, a menudo es papel mojado. Solo el 1% de los bangladesíes están organizados, según la activista Kreisler. Una fuente del sector menciona que las peleas entre los departamentos de responsabilidad social corporativa y de compras son a menudo feroces. Gross precisa que “la auditoría es una guía, una foto de la situación”.
El Corte Inglés, que admitió que tenía “relación comercial con una de las cuatro fábricas” del edificio derrumbado —como la irlandesa Primark y la canadiense Loblaw— y ha anunciado ayudas de emergencia aún sin detallar, hizo en 2011 el 13% de sus auditorías en Bangladesh, según su memoria de 2011. El taller en cuestión pasó una inspección de Business Social Compliance Initiative (BSCI), otra alianza enmarcada en la responsabilidad corporativa. Una de las medidas que compañías, sindicatos y ONG contemplan para evitar futuros desastres es incorporar inspecciones de las infraestructuras en sus auditorías, según acordaron esta semana en Alemania. Las empresas del sector han recalcado desde que las ocho plantas del Rana Plaza se colapsaron que carecen de la capacidad técnica para evaluar el estado de los edificios. Human Rights Watch recuerda que solo hay 18 inspectores para ocuparse de los 100.000 talleres de la capital. Tras la anterior tragedia —cien muertos—, las ONG promovieron un pacto de seguridad que solo firmaron dos empresas.
Mango, que vinculó las etiquetas halladas entre los escombros con “unas muestras” para la empresa que “aún no se habían iniciado”, fabricó en Bangladesh el 4% de los 105 millones de prendas hechas en 2011 mediante 250 proveedores. Su memoria de 2011 destaca que trabaja con una firma de auditores recomendada por la ONG Setem, impulsora en España de la red Ropa Limpia.
Fuentes de Inditex explican que el año pasado salió de Bangladesh el 6% de sus prendas y que hicieron en ese país 250 auditorías, de las 3.500 totales. Añaden las fuentes que ante los incumplimientos, salvo los gravísimos, se aplican planes correctivos a los proveedores con un plazo tras el que se repite la auditoría. La memoria de 2011 (la última publicada) indica que tienen unos 1.400 proveedores. En torno a un 70% de ellos trabajan para ellos (nunca en exclusiva) hace más de tres años. El 91% de los proveedores examinados sacaron en 2012 una nota de A o B, las mejores en una escala que incluye también C y D, indican desde la sede de la compañía. La memoria de 2011 recoge “los últimos pagos al fondo de pensiones para los damnificados en el colapso de la fábrica Spectrum Garments [ocurrió en 2005 en una subcontrata no autorizada]”. Ropa Limpia quiere que el sistema de indemnizaciones de aquel caso sea ahora el modelo.
Kreisler, la representante de esta red de 300 organizaciones, entre ONG y sindicatos, sostiene que tras dos décadas de trabajo en la denominada responsabilidad social “en muy términos generales, sin entrar en empresas y países concretos, las condiciones laborales no han mejorado en absoluto”. Lo que sí ha cambiado, explica, “es que ya no se escaquean [en caso de tragedia]”. Asumen cierta responsabilidad.
Ropa Limpia hizo hace unos años un durísimo informe, titulado Buscando un apaño, que criticaba las auditorías anunciadas —ahora las hay por sorpresa— o que los capataces instruían a los trabajadores sobre qué responder —incluye el comentario de un jefe en Rumanía que exclama: “¿Quién ha dicho eso? ¡Lo despido!”—. Un trabajador de una fábrica que producía para WalMart y Sears en Kenia describía así las visitas de inspección: “Las auditorías [sociales] tienen más que ver con asegurarse pedidos que con la mejora del bienestar de los trabajadores, por eso los gerentes hacen solo cambios cosméticos para impresionar a los auditores y no mejoran nuestras condiciones”. El informe aseguraba que las marcas más conocidas están desarrollando sistemas auditores más exhaustivos y participativos.
El sindicato IndustriALL, que representa a 50 millones de trabajadores en todo el mundo, recuerda que en una camiseta fabricada en Bangladesh que se vende a 20 euros los costes laborales suponen 1,5 céntimos. Otro dato que impresionaría a Jorge Mario Bergoglio.
el dispreciau dice: mientras la Tierra gira y oscila como un trompo, el hombre miserable somete a sus hermanos, a sus prójimos, a sus otros de manera implacable... luego los medios corporativos venden una realidad china y/o india y/o asiática inexistente... donde los pobres se han vuelto más pobres que nunca antes, más parias que nunca antes, más esclavos que nunca antes... donde el tráfico de personas es algo temiblemente "natural", que esos mismos medios se preocupan en ocultar a los ojos de las gentes, del resto de ellas. La barbarie que se ejerce en el Asia o en África son delitos de lesa humanidad, protegidos por otros estados ausentes que alientan la mano de obra sacrificada al precio que sea, incluyendo en ella la destrucción de la dignidad humana. No sirve, pero se insiste... la trata reinante es una evidencia plena de la barbarie dominante... algo que no podría suceder si los estados cumpliesen con su rol. Hoy mismo, 6 de mayo de 2013, los excluidos superan en número largamente a los incluidos en sistema económico alguno [dos tercios de la humanidad está excluida versus un tercio que se está desarmando vertiginosamente]... todo ello mientras la crisis domina el paisaje, enriqueciendo a los pocos, empobreciendo a los muchos, excluyendo a los todos que no encajan en las inequidades impuestas. No hay mucho más que agregar... porque todo está expuesto a quien/es lo quiera/n ver... y un concierto humano, desconcertado y frustrado por inducción de mezquinos y miserables... no guarda futuro alguno. El universo entero lo sabe... el hombre lo desconoce. Mayo 06, 2013.-
Porque el negocio de la confección se traslada a toda velocidad. Bastan unos trabajadores, sus máquinas de coser y un techo. Bangladesh, tan atractivo con el peor sueldo mínimo del mundo (29 míseros euros al mes, varias veces menos de lo que una ONG calculó como necesario para llevar allí una vida decente), se ha convertido en problemático porque el derrumbe de la semana pasada —con más de 500 muertos y 2.500 heridos, incluidos muchísimos mutilados— llega tras otra tragedia en noviembre en Dacca y reabre el debate sobre las condiciones en las que las empresas fabrican la ropa que vestimos.
A Eva Kreisler, coordinadora en España de la red internacional Ropa Limpia, le inquieta especialmente que el edificio Rana Plaza, que colapsó un día después del descubrimiento de grietas, hubiera pasado dos auditorías de empresas occidentales. No es la primera vez. “Eso demuestra que el sistema no funciona, que las auditorías y los códigos de conducta son insuficientes”. La responsabilidad social corporativa (RSC) tiene hace años un lugar destacado en todas las grandes marcas. Y en sus informes anuales.
“Lo esencial es ser coherente. No pedir milagros. La clave es que la relación con el proveedor se consolide en el tiempo”, asegura Macarena Gross, coordinadora de RSC de Hoss Intropia. Ropa Limpia insiste en esa idea: “Las empresas deben abordar la conflictiva lógica de buscar precios más baratos y al mismo tiempo pretender el cumplimiento de unos mínimos laborales”.
Fuentes de los grandes españoles de la confección, Inditex (que fabricó 835 millones de prendas en 2011) y Mango (105 millones), sostienen que solo trabajan con plazos y volúmenes razonables y que está tajantemente prohibido que sus proveedores subcontraten sin permiso. Pero también es cierto que los fabricantes, agobiados por los plazos, subcontratan con tal de cumplir con el pedido, como ha quedado al descubierto en varias tragedias.
Walt Disney, la empresa que más vende vía licencias en el mundo, ha anunciado que abandona Bangladesh. Otras sopesan seguirle, pero las ONG quieren que se queden, den trabajos y salarios dignos y ejerzan presión —ellos que sí tienen el poder— para que mejoren las leyes y se apliquen. La corrupción es cotidiana en Bangladesh, y sus autoridades están ávidas por atraer extranjeros al sector textil, que ha convertido a mucho político en empresario. Es el caso de Sohel Rana, el dueño del edificio, ya detenido.
Es un negocio de 15.000 millones de euros al año que da trabajo (precario o incluso esclavo, pero trabajo) a tres millones de personas, supone el 70% de las exportaciones y el 17% del PIB. “Las compañías que se abastecen aquí y conocen las condiciones tienen que hacer mucho más para asegurarse de que las fábricas de las que se surten cumplen las normas, están bien construidas, correctamente inspeccionadas, tienen salidas de incendios y tratan a sus trabajadores correctamente”, declaró a la BBC Peter McAllister, director de Ethical Trading Initiative, una alianza de empresas, sindicatos y ONG que busca reducir el impacto social y medioambiental de la industria de bienes de consumo.
Fuentes de Inditex, Mango y El Corte Inglés presumen de transparencia, destacan su trabajo de auditoría social, los cursos de formación para trabajadores y otras iniciativas enmarcadas en la responsabilidad corporativa. Aseguran que solo empiezan a trabajar con un proveedor tras una inspección independiente. La suelen hacer empresas externas con personal local. Cuando el taller en cuestión ya cose para ellos, llega la auditoría. Se revisa que no haya trabajo infantil o forzado —por ahí sí que no pasan, recalcan—, los salarios, las horas extras (cuántas y a cuánto se pagan), la salubridad, las salidas de emergencia y, esencial, el derecho a sindicarse y a la negociación colectiva. Aunque sería útil para hacer frente a los poderosos capataces, a menudo es papel mojado. Solo el 1% de los bangladesíes están organizados, según la activista Kreisler. Una fuente del sector menciona que las peleas entre los departamentos de responsabilidad social corporativa y de compras son a menudo feroces. Gross precisa que “la auditoría es una guía, una foto de la situación”.
El Corte Inglés, que admitió que tenía “relación comercial con una de las cuatro fábricas” del edificio derrumbado —como la irlandesa Primark y la canadiense Loblaw— y ha anunciado ayudas de emergencia aún sin detallar, hizo en 2011 el 13% de sus auditorías en Bangladesh, según su memoria de 2011. El taller en cuestión pasó una inspección de Business Social Compliance Initiative (BSCI), otra alianza enmarcada en la responsabilidad corporativa. Una de las medidas que compañías, sindicatos y ONG contemplan para evitar futuros desastres es incorporar inspecciones de las infraestructuras en sus auditorías, según acordaron esta semana en Alemania. Las empresas del sector han recalcado desde que las ocho plantas del Rana Plaza se colapsaron que carecen de la capacidad técnica para evaluar el estado de los edificios. Human Rights Watch recuerda que solo hay 18 inspectores para ocuparse de los 100.000 talleres de la capital. Tras la anterior tragedia —cien muertos—, las ONG promovieron un pacto de seguridad que solo firmaron dos empresas.
Mango, que vinculó las etiquetas halladas entre los escombros con “unas muestras” para la empresa que “aún no se habían iniciado”, fabricó en Bangladesh el 4% de los 105 millones de prendas hechas en 2011 mediante 250 proveedores. Su memoria de 2011 destaca que trabaja con una firma de auditores recomendada por la ONG Setem, impulsora en España de la red Ropa Limpia.
Fuentes de Inditex explican que el año pasado salió de Bangladesh el 6% de sus prendas y que hicieron en ese país 250 auditorías, de las 3.500 totales. Añaden las fuentes que ante los incumplimientos, salvo los gravísimos, se aplican planes correctivos a los proveedores con un plazo tras el que se repite la auditoría. La memoria de 2011 (la última publicada) indica que tienen unos 1.400 proveedores. En torno a un 70% de ellos trabajan para ellos (nunca en exclusiva) hace más de tres años. El 91% de los proveedores examinados sacaron en 2012 una nota de A o B, las mejores en una escala que incluye también C y D, indican desde la sede de la compañía. La memoria de 2011 recoge “los últimos pagos al fondo de pensiones para los damnificados en el colapso de la fábrica Spectrum Garments [ocurrió en 2005 en una subcontrata no autorizada]”. Ropa Limpia quiere que el sistema de indemnizaciones de aquel caso sea ahora el modelo.
Kreisler, la representante de esta red de 300 organizaciones, entre ONG y sindicatos, sostiene que tras dos décadas de trabajo en la denominada responsabilidad social “en muy términos generales, sin entrar en empresas y países concretos, las condiciones laborales no han mejorado en absoluto”. Lo que sí ha cambiado, explica, “es que ya no se escaquean [en caso de tragedia]”. Asumen cierta responsabilidad.
Ropa Limpia hizo hace unos años un durísimo informe, titulado Buscando un apaño, que criticaba las auditorías anunciadas —ahora las hay por sorpresa— o que los capataces instruían a los trabajadores sobre qué responder —incluye el comentario de un jefe en Rumanía que exclama: “¿Quién ha dicho eso? ¡Lo despido!”—. Un trabajador de una fábrica que producía para WalMart y Sears en Kenia describía así las visitas de inspección: “Las auditorías [sociales] tienen más que ver con asegurarse pedidos que con la mejora del bienestar de los trabajadores, por eso los gerentes hacen solo cambios cosméticos para impresionar a los auditores y no mejoran nuestras condiciones”. El informe aseguraba que las marcas más conocidas están desarrollando sistemas auditores más exhaustivos y participativos.
El sindicato IndustriALL, que representa a 50 millones de trabajadores en todo el mundo, recuerda que en una camiseta fabricada en Bangladesh que se vende a 20 euros los costes laborales suponen 1,5 céntimos. Otro dato que impresionaría a Jorge Mario Bergoglio.
el dispreciau dice: mientras la Tierra gira y oscila como un trompo, el hombre miserable somete a sus hermanos, a sus prójimos, a sus otros de manera implacable... luego los medios corporativos venden una realidad china y/o india y/o asiática inexistente... donde los pobres se han vuelto más pobres que nunca antes, más parias que nunca antes, más esclavos que nunca antes... donde el tráfico de personas es algo temiblemente "natural", que esos mismos medios se preocupan en ocultar a los ojos de las gentes, del resto de ellas. La barbarie que se ejerce en el Asia o en África son delitos de lesa humanidad, protegidos por otros estados ausentes que alientan la mano de obra sacrificada al precio que sea, incluyendo en ella la destrucción de la dignidad humana. No sirve, pero se insiste... la trata reinante es una evidencia plena de la barbarie dominante... algo que no podría suceder si los estados cumpliesen con su rol. Hoy mismo, 6 de mayo de 2013, los excluidos superan en número largamente a los incluidos en sistema económico alguno [dos tercios de la humanidad está excluida versus un tercio que se está desarmando vertiginosamente]... todo ello mientras la crisis domina el paisaje, enriqueciendo a los pocos, empobreciendo a los muchos, excluyendo a los todos que no encajan en las inequidades impuestas. No hay mucho más que agregar... porque todo está expuesto a quien/es lo quiera/n ver... y un concierto humano, desconcertado y frustrado por inducción de mezquinos y miserables... no guarda futuro alguno. El universo entero lo sabe... el hombre lo desconoce. Mayo 06, 2013.-
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