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No le echemos la culpa a China
- A fines de noviembre del 2019, en mi último viaje oficial al interior de China como embajador ante ese país, visité el mercado de Huanan en la ciudad de Wuhan, la capital de la provincia de Hubei. Fue para ese entonces que allí se produjo esa misteriosa mutación virósica que dio origen a covid-19.
Se vendían en ese lugar desde pescados hasta pangolines, pasando por murciélagos, serpientes, alacranes, grillos, ratas, erizos de mar, gusanos y más de 100 animales de diferentes especies.
Wuhan es una ciudad hípermoderna de 11 millones de habitantes, con supermercados muy bien provistos de todo tipo de productos chinos y extranjeros que cuentan con los estándares más altos de calidad y sanidad. Esta “ciudad del futuro” convive con resabios de la milenaria historia china que incluye la memoria de las peores hambrunas del planeta.
En el periodo 1850-1950 -el “siglo de las humillaciones”, para los chinos- las guerras internas y las ocupaciones extranjeras -desde ingleses y franceses hasta rusos y japoneses, pasando por estadounidenses y holandeses- produjeron la necesidad de incorporar proteínas “allá donde las encontraran”.
“Todo bicho que camina, va a parar al asador”, dicho que los argentinos conocemos bien y asociamos con vacas, ovejas o chanchos, pero a los cuales la mayoría de los chinos no tenían forma de acceder.
Esos mercados, como el de Wuhan, son el vestigio de esos tiempos de carencias absolutas y, esas especies salvajes, eran la única opción posible para complementar una miserable porción de arroz.
Hasta enero del 2020, que se prohibieron, estos mercados eran el testigo folklórico de ese pasado, transformado en una gastronomía “exótica” y muy cara.
Los virus aparecen en forma mágica en los lugares más disimiles: la llamada gripe española, se originó en la base militar de Fort Riley, en Estados Unidos, en marzo de 1918 y causó 50 millones de muertos en todo el mundo.
Era también un coronavirus y provocaba una neumonía fatal.
Sus “clientes” favoritos eran jóvenes de 20 a 40 años y, así como llegó, desapareció en 1920. Se llamó así por que fue en España donde más se habló de la pandemia (en la mayoría de los países, la censura ocultó la difusión pública en un mundo todavía abrumado por el fin de la Primera Guerra Mundial).
La peste negra, que mató a un tercio de la población europea entre 1347 y 1353, se generó en ese continente y provino de una bacteria llamada Yersinia pestis.
Conclusión: las pestes pueden aparecer en cualquier parte.
Lo destacable en este caso, es que, a partir del 1 de enero de 2020, China puso en marcha una campaña sanitaria sin precedentes en la historia de la humanidad: decretó la Cuarentena Total en la Provincia de Hubei (60 millones de habitantes) y estrictísimas medidas en todo el territorio chino.
Pero durante diciembre del 2019 y la primera semana de enero del 2020, millones de chinos salieron al mundo y millones de extranjeros circularon por China. La epidemia estaba lista para convertirse en una pandemia universal devastadora.
El mundo occidental demoró dos meses en reaccionar, sintió que ese nuevo virus era una enfermedad lejana, que así como había aparecido, desaparecería por arte de magia.
La OMS, la Organización Mundial de la Salud, fue lenta y negligente, porque todos los datos respaldaban desde el primer momento la tesis de que la pandemia era inevitable y que debía reaccionarse en forma rápida y agresiva.
No ocurrió así y, para marzo, ya era muy tarde. El virus circulaba libre por Europa, Asia Central, Medio Oriente y Estados Unidos. En América Latina, había comenzado su devastador derrotero.
Si todos hubiéramos actuado al unísono, ya estaríamos ante el fin de la pandemia, como hoy ocurre en China, y no iniciando el proceso que tantos recursos humanos y materiales nos consumirá.
Así que debemos agradecerle a China su decidida reacción. Si no lo hubieran hecho de esta forma, esta pandemia tendría ya la extensión de la gripe española o la peste negra.
Esperemos que nosotros -y muchos otros- hayamos actuado a tiempo.
RV: EG
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