domingo, 21 de enero de 2018

Camboyanos deportados, no son de aquí ni son de allá

Camboyanos deportados, no son de aquí ni son de allá



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Camboyanos deportados, no son de aquí ni son de allá

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Chhean tenía cuatro años cuando llegó a Estados Unidos. Sus padres, pobres y conmocionados, terminaron viviendo en un barrio marginado. "La vida era dura. Éramos la minoría de la minoría”. Crédito: Pascal Laureyn/IPS.
Chhean tenía cuatro años cuando llegó a Estados Unidos. Sus padres, pobres y conmocionados, terminaron viviendo en un barrio marginado. "La vida era dura. Éramos la minoría de la minoría”. Crédito: Pascal Laureyn/IPS.
PHNOM PENH, 18 ene 2018 (IPS) - Tres amigos descansan tranquilos en un patio, conversan sobre sus complicados barrios en inglés y con fuerte acento estadounidense. Sus tatuajes reflejan la dura vida de la calle. Uno de ellos siente que  Massachusetts es su hogar, y los otros se criaron en Georgia, Estados Unidos.
Pero desde hace unos años, viven en Camboya en contra de su voluntad, deportados por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos hacia su país de origen, pero del que no sabían nada. La mayoría no habla jemer, la lengua camboyana.
Esos estadounidense-camboyanos forman parte de un grupo de 500 “deportados” en 2002, cuando habían pasado la mayor parte de su vida en el país norteamericano.
Sus padres huyeron en la década de los años 80, cuando Camboya estaba devastada por el Jemer Rojo y la consiguiente guerra civil. Entre 1975, cuando el partido llegó al poder, y 1994, cuando terminó la guerra civil, 150.000 camboyanos se refugiaron en Estados Unidos.
“Nací en Tailandia, en un campamento de refugiados. Antes de que me deportaran, nunca había estado en Camboya”, explicó Chhean*, de 35 años. “No sabía nada de este país, no hablaba jemer. Me crié en Estados Unidos y soy estadounidense”, remarcó.
Chhean tenía cuatro años cuando llegó a Estados Unidos. Sus padres pobres e impactados por lo que habían sufrido, quedaron marginados.
“La vida era dura. Éramos la minoría de la minoría. Era difícil sobrevivir, había mucha violencia. Me tenía que proteger; así fue como terminé en una pandilla”, explicó.
“Tomé decisiones equivocadas. Era una amenaza para la sociedad. No tengo excusas, es mi culpa”, reconoció. Por ello, cuando salió de la cárcel, lo deportaron.
Cinco años por una pelea a golpe de puños
En Estados Unidos, los residentes legales sin ciudadanía convictos pueden ser deportados a su país de origen, sin apelación, y sin tomar en cuenta la naturaleza del delito.
Los de “inmigración vinieron a mi casa a detenerme”, recordó Jock, de 49 años. “Me habían condenado por pelearme en la escuela, cuando tenía 18. Veinte años después, me deportaron por una pelea a golpe de puños”, acotó.
“Pasé cinco años en una celda, creyeron que tenía riesgo de escape. ¡Cinco años, por una pelea hace 20!”, exclamó. “Durante años les rogué que me deportaran: ‘por favor, depórtenme’”, relató.
Su amigo Chhean también estaba preso antes de que lo “devolvieran” a Camboya, pero “solo” dos años.
Jock vive en este país, que no conocía para nada, desde hace seis años. “Lloré durante mucho tiempo cuando llegué. Pensé que se me había terminado la vida. A una persona que roba un banco, la liberan después de 15 años y puede volver a empezar. Yo no”, relató.
Los camboyanos deportados tienen dificultades para encontrar trabajo porque este país tiene un gran número de desempleados. No hablan bien jemer y no están capacitados.
Camboya tiene una economía agraria, y ellos son hombres de ciudad. Además, no inspiran confianza porque se visten y actúan diferente. En el ámbito local, sus tatuajes traducen una vida relacionada con la delincuencia.
“Trabajé los primeros seis años en arrozales. Es fácil, pero es duro. No podía encontrar nada más”, relató otro de los muchachos deportados que no quiso revelar su identidad.
El año pasado, obtuvo un título para enseñar inglés, y ahora trabaja en un aula.
“En Estados Unidos, trabajaba en la construcción, pero acá se saca poco dinero, y me volví un campesino”, explicó Jock. “Cuando recolecto mangos, puedo dejar de pensar”, apuntó.
Chhean tiene problemas personales. “Cuando llegué aquí, tenía ataques de pánico. Y todavía no estoy adaptado. Soy oficialmente camboyano, pero no me siento como tal”, explicó.
“Estados Unidos es mi país, pero no me quieren allí. Ahora Camboya es mi ‘tierra de oportunidades’. Tengo que sacarle el mayor provecho posible. Pero no planeo grandes cosas para mi vida”, comentó con resignación.
Un trauma persistente
Washington quiere que Camboya acepte a más de sus “hijos” perdidos, una obligación en el marco del derecho internacional para los camboyanos deportados. Pero Phnom Penh no está convencido, pues son personas que desconocen la cultura local y no se integrarán realmente a la sociedad.
Algunos tienen graves problemas psicológicos, observó Jock.
“Conozco a un deportado loco en mi barrio. Camina todo el día en medio de la calle. No se da cuenta dónde está, cree que está en Estados Unidos. No deberían traer a esas personas”, opinó.
Las familias que encontraron un nuevo hogar en Estados Unidos en los años 80 llevaron pocas pertenencias, pero muchos traumas.
“Mi padres sobrevivieron al hambre y a asesinatos colectivos”, indicó el maestro. “No hablan mucho al respecto; tratan de olvidar”, acotó.
Una investigación del Centro Leitner, en Nueva York, señala que 62 por ciento de los refugiados camboyanos de California sufrieron estrés postraumático, y 52 por ciento, depresión severa. Muchos estaban conmocionados y no podían cuidarse a sí mismos ni a sus hijos y terminaban viviendo en barrios con una delincuencia generalizada.
En ese casos concretos, psiquiatras y abogados sostienen que los refugiados de Camboya requieren de un tratamiento especial. Pero el presidente Donald Trump solo quiere aumentar el número de deportaciones. Unas 1.900 personas son pasibles de ser devueltas a sus países de origen, según el ICE.
En el “reino de las maravillas”, como los camboyanos llaman a su país, muchos refugiados tienen problemas con el abuso de alcohol y drogas. Muchos sufren depresión y, por lo menos, seis se suicidaron.
“Extraño a mis tres hijos (de 24, 18 y 13 años)”, confesó Jock. “Los llamo una vez por semana. No les cuento cómo me va aquí, no quiero que se preocupen”, añadió.
El maestro también tiene una hija en Estados Unidos. “Le hablo por Messenger. No puedo hacer más. Puedo extrañarla todo lo que quiera, pero nada va a cambiar”, comentó con resignación.
Una vez deportado, no hay marcha atrás. Nunca más podrán visitar el país en el que crecieron. “Claro que sí, regresaría de inmediato si pudiera. No mañana, hoy”, exclamó Chhean, en broma.
Pero su amigo Jock piensa distinto: “Una vez que tienes antecedentes en Estados Unidos, nunca te dejarán en paz. No quiero regresar. Punto”, aseguró.
*Se omitió el apellido para proteger la identidad de los entrevistados.
Traducido por Verónica Firme

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