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La controversia empapa el uso de los agroquímicos en Argentina
- En Rosario, la ciudad en cuyos alrededores se concentra la mayoría de las plantas procesadoras de soja de Argentina, una norma local prohibió el uso de glifosato, el herbicida rey de la agricultura en el país. Pero la presión de los productores consiguió dos semanas después el compromiso de que se dará marcha atrás.
El episodio ocurrido en noviembre resume la controversia que existe y los fuertes intereses económicos que están en juego en un debate que se extiende en Argentina: el del uso de agroquímicos en la agricultura y su impacto en la salud de las personas y el ambiente.
“La agricultura argentina sufrió grandes transformaciones en las últimas décadas y consolidó su modelo industrial, con un fuerte dominio de la soja, que desplazó al trigo y al maíz”, explicó Emilio Satorre, profesor e investigador en la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires (UBA).
“La próxima generación de la Argentina debe poner sobre la mesa la ecuación de costo y beneficio del actual modelo productivo. Hoy no está medido cuál es el impacto sobre la salud y el ambiente”: Lilian Correa.
“La superficie sembrada pasó de 15 a 36 millones de hectáreas, un 60 o 65 por ciento de las cuales están cubiertas con soja transgénica, y el uso de fitosanitarios se triplicó. Este sistema generó grandes riquezas para el país, pero por supuesto que produce mayores riesgos”, agregó a IPS.
Para Satorre, “la sociedad es cada vez más exigente y eso es legítimo porque el ambiente y la salud están en el centro de la escena”.
El glifosato concentra más de la mitad del mercado de los agroquímicos, desde que en 1996 el gobierno autorizó la comercialización de soja transgénica resistente a ese herbicida, entonces producida exclusivamente por Monsanto, la corporación transnacional estadounidense de biotecnología con una gran filial en este país sudamericano.
Junto a la siembra directa, sistema que evita el labrado de la tierra y mitiga su erosión, el glifosato y la soja transgénica forman el trípode en el que se ha apoyado la fenomenal expansión agrícola en este país de 44 millones de personas, donde el sector agropecuario aporta alrededor de 13 por ciento del producto interno bruto (PIB).
Ese crecimiento fue hecho a costa de la pérdida de millones de hectáreas de pastos naturales en La Pampa, una de las regiones más fértiles del mundo y en el centro del país, y de bosques nativos en el Chaco, la llanura subtropical del norte, compartida con Bolivia y Paraguay.
Además, alcanzó tal dimensión que llegó hasta el borde de muchas áreas urbanas.
Una de ellas es Córdoba, la segunda ciudad más poblada del país, en la región central. Allí un grupo de mujeres colocó desde 2002 en el mapa nacional a Ituzaingó, un barrio de clase trabajadora.
Fue cuando ellas se movilizaron para denunciar una gran cantidad de casos de cáncer y malformaciones, que relacionaron con las fumigaciones sobre los cultivos de soja, que llegaban hasta a unos pocos metros de distancia de sus casas.
La lucha de las Madres de Ituzaingó consiguió un fallo judicial que prohibió las fumigaciones a menos de 500 metros de sus viviendas, logró que fueran condenados penalmente un productor agropecuario y un aplicador, y representó un faro para muchos movimientos sociales del país.
“Yo empecé cuando a mi hija, que tenía tres años, le diagnosticaron leucemia. Hoy gracias a Dios está viva y aquí ya no fumigan más desde 2008, pero nos han envenenado durante años y todavía hoy la gente se sigue enfermando”, explicó Norma Herrera, una mujer dedicada a su hogar que tiene cinco hijos y dos nietos.
“Fu una lucha muy dura al principio. Con los años los hechos nos dieron la razón, pero nunca pudimos conseguir profesionales que establezcan científicamente la relación entre las fumigaciones y las enfermedades”, dijo Herrera a IPS.
Al movimiento social nacional, que de alguna manera empezó con las Madres de Ituzaingó, se debe la decisión de prohibir el glifosato en Rosario el 16 de noviembre, por unanimidad en el Concejo Deliberante, como se define en Argentina al órgano legislativo municipal.
La norma hizo hincapié en un estudio del Centro Internacional para la Investigación sobre el Cáncer, un órgano de la Organización Mundial de la Salud que hace dos años declaró “probablemente cancerígeno” al herbicida.
La decisión tomó desprevenidos a los productores agropecuarios, que aquellos días parecían más preocupados por la incertidumbre que reinaba acerca de si la Unión Europea (UE) renovaría o no la licencia para el uso del glifosato, que vencía el 15 de diciembre.
Una decisión negativa provocaría un durísimo impacto económico para Argentina, alertaban las cámaras empresarias del sector, antes de que finalmente, el 27 de noviembre la UE acordó en Bruselas renovar la licencia del herbicida por cinco años, por los votos de 18 países contra nueve y una abstención.
En 2016, las exportaciones argentinas de productos agrarios sumaron 24.000 millones de dólares, equivalentes a 46 por ciento del total, mientras los rubros de harina de soja, maíz y aceite de soja representaron las principales ventas al exterior.
Tres días más tarde de la decisión del bloque europeo, directivos de entidades rurales fueron al Concejo Deliberante de Rosario y convencieron a los mismos concejales que habían prohibido el glifosato de que no existen “evidencias científicas” para tomar una decisión así.
Horas más tarde, varios concejales reconocieron que no habían debatido el tema con la profundidad necesaria.
Como resultado, aunque la norma no está todavía en vigencia porque no fue promulgada, se redactó un nuevo proyecto, que autoriza la aplicación del herbicida con ciertos recaudos y que será tratado este mismo mes.
“Consideramos lamentable que los concejales hayan dado marcha atrás a la loable decisión de proteger la salud y el ambiente de la población rosarina, cediendo a las presiones del lobby sojero y demostrando para quienes gobiernan verdaderamente”, afirmó un grupo de más de 10 organizaciones ambientales y sociales de la región en un comunicado.
Para Lilian Correa, quien dirige la especialización en Salud y Ambiente en la Facultad de Medicina de la UBA, “la próxima generación de la Argentina debe poner sobre la mesa la ecuación de costo y beneficio del actual modelo productivo. Hoy no está medido cuál es el impacto sobre la salud y el ambiente”.
Correa alertó sobre la desidia que impera en la Argentina en cuanto a la regulación y al manejo de agroquímicos que son tóxicos y da en ese sentido el ejemplo del endosulfán, un insecticida agrícola cuyo uso fue prohibido en 2011 por la Conferencia de las Partes del Convenio de Estocolmo sobre Contaminantes Orgánicos Persistentes.
“Cuando eso sucedió, Argentina dispensó un plazo de dos años para agotar los stocks de ensosulfán. Lo hizo para beneficiar a una empresa, de manera antiética e ilegal”, dijo Correa en una jornada académica desarrollada el martes 5 en la Facultad de Agronomía de la UBA.
Justamente en 2011, un niño de cuatro años murió en Corrientes, en el noreste del país, intoxicado con endosulfán que se había aplicado en una plantación de tomates, a menos de 50 metros de su casa.
En diciembre de 2016, el dueño de esa plantación se convirtió en la primera persona juzgada en Argentina por homicidio mediante el uso de agroquímicos en la agricultura.
El tribunal, sin embargo, consideró que no pudo probarse ninguna imprudencia en el uso de la sustancia, que en aquel momento estaba permitida, y lo absolvió.
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