De dominio público
Hace falta vigilancia democrática pero la transparencia total paralizaría la política
El actual proyecto de ley en torno a la transparencia es uno de los instrumentos del combate por mejorar la calidad de nuestras democracias. Tiene su origen en aquel principio ilustrado según el cual la vida democrática debería desarrollarse, en expresión de Rousseau, “bajo los ojos del público”. Desde entonces las sociedades han evolucionado mucho, y aunque se han vuelto más complejos los problemas a los que se enfrentan y los sistemas de gobierno, las exigencias de publicidad no han disminuido, sino todo lo contrario. Vivimos en una “sociedad de la observación” que consiste en la imparable irrupción de las sociedades en la escena política. Los sistemas políticos son crecientemente, desde el ámbito doméstico hasta el espacio global, lugares públicamente vigilados.
Como en otras esferas de la vida, también en la política el hecho de saberse controlados mejora nuestro comportamiento o, al menos, disuade de cometer los errores que tienen su origen en el secreto y la opacidad. Nuestros espacios públicos conocen muchas expresiones de eso que se ha dado en llamar naming and shaming: el poder disuasor de la condena, la exposición pública, la denuncia y la vergüenza, que no es un poder omnímodo pero en muchas ocasiones disciplina los comportamientos.
Los sistemas políticos han institucionalizado diversas formas de control para permitir la vigilancia democrática. Los Parlamentos son una de dichas instituciones en la medida en que tiene entre sus tareas la de controlar la acción del Gobierno, pero quisiera subrayar la importancia de otros organismos controladores cuya funcionalidad no depende de una legitimación democrática directa, más aún, que se anquilosan precisamente cuando son manejados como si fueran una mera correa de transmisión de los partidos. Me refiero a los organismos reguladores o encargados del control jurisdiccional (especialmente el Tribunal Constitucional) o a las televisiones públicas, que han sido colonizados por los partidos políticos y así no pueden ejercer bien su función independiente. El bipartidismo expansivo genera muchas contradicciones, que no se corrigen por cierto con el multipartidismo, aunque este sea más respetuoso con la pluralidad real de la sociedad. Hace falta una cierta exterioridad con respecto al sistema político para que las funciones de control puedan ejercerse con verdadera imparcialidad e independencia.
Si acabo de subrayar la importancia de ser controlados, ahora desearía hacerlo sobre la necesidad de no ser controlados, es decir, sobre el empobrecimiento de la vida política cuando el principio de transparencia se absolutiza y convertimos la democracia en una “política en directo”, que se agota en una vigilancia constante e inmediata. Uno de los efectos derivados de la vigilancia extrema sobre los actores políticos es que les lleva a sobreproteger sus acciones y sus discursos.
Un ejemplo de ello es el hecho de que muchos políticos, sabiendo que sus menores actos y declaraciones son examinados y difundidos, tienden a encorsetar su comunicación. La democracia está hoy más empobrecida por los discursos que no dicen nada que por el ocultamiento expreso de información. Los políticos deben responder a la exigencia de veracidad, por supuesto, pero también a la de inteligibilidad. Y buena parte del desafecto ciudadano hacia la política se debe no a que los políticos falten a la verdad sino a que no dicen nada y sean tan previsibles.
El principio de transparencia no debe absolutizarse porque la vida política, aunque sea en una pequeña parte, requiere espacios de discreción, como ocurre por cierto con muchas profesiones, como los periodistas, a los que reconocemos el derecho de no revelar sus fuentes, sin lo que no podrían hacer bien su trabajo. No lo defiendo como un privilegio (generalmente las ausencias, los silencios o las ruedas de prensa sin preguntas son injustificables), sino como un espacio de reflexividad para hacer mejor el trabajo que la ciudadanía tiene el derecho de esperar de sus representantes.
Todos sabemos que determinados acuerdos serían imposibles sin ese espacio de deliberación, si hubieran sido retransmitidas en directo. Existe algo que podríamos denominar los beneficios diplomáticos de la intransparencia. Por supuesto que en este aspecto muchos procedimientos tradicionales están llamados a desaparecer, y quien a partir de ahora participe en un proceso diplomático ha de ser conscientes de que casi todo terminará por saberse. Pero también es cierto que la exigencia de una transparencia total podría paralizar la acción pública en no pocas ocasiones. Hay compromisos que no pueden alcanzarse con luz y taquígrafos, lo que suele provocar que los actores radicalicen sus posiciones. Un ejemplo reciente de ello es la exigencia planteada por el movimiento italiano Cinco Estrellas de que sus negociaciones con el Partido Democrático fueran retransmitidas por streaming. Todos entendimos en aquel momento que dicha exigencia significaba que no iba a haber acuerdo.
El principio de transparencia tiene tal estatuto indiscutible que se puede permitir el lujo de ser borroso e inconcreto. Por esta razón prefiero hablar de publicidad y justificación, que son principios más exigentes que el de transparencia. Mientras que la transparencia pretende una visibilidad continua, la publicidad es por definición limitada y delimitada. Si asistimos hoy perplejos o asustados a esa performance de rodear el Congreso o al acoso (escraches) que llevan la protesta legítima hasta los espacios privados tal vez sea porque reina una gran confusión a propósito de la distinción entre lo público y lo privado; hemos sembrado una idea de transparencia que da a entender una visibilidad continua sobre las personas en lugar de un principio de publicidad que es esencialmente limitado a los actos que tienen sentido político y en los espacios de dominio público, permitiendo así ámbitos de intimidad y vida privada, de secreto incluso.
Por otro lado, mientras que la transparencia suele contentarse con la puesta a disposición de los datos, la publicidad exige que esos datos sean configurados como información inteligible por la ciudadanía. La transparencia no presupone un acceso real a la información. Pero es una ilusión pensar que basta con que los datos sean públicos para que reine la verdad en política, los poderes se desnuden y la ciudadanía comprenda lo que realmente pasa. La transparencia es condición necesaria de la publicidad, pero no la garantiza.
Además de límites, la transparencia puede tener efectos perversos. No son pocos los que han advertido que Internet se puede convertir en un instrumento de opacidad: el aumento de los datos suministrados a los ciudadanos complica su trabajo de vigilancia. ¿Cómo puede la ciudadanía realizar bien esa tarea de control sobre el poder?
Es una ilusión pensar que podemos controlar el espacio público sin instituciones que medien, canalicen y representen la opinión pública y el interés general. Lo que ocurre hoy en día es que el descrédito de alguna de esas mediaciones nos ha seducido con la idea de que democratizar es desintermedializar; algunos se empeñan en criticar nuestras democracias imperfectas a partir del modelo de una democracia directa, articulada por los movimientos sociales espontáneos, desde el libre juego de la comunidad online y más allá de las limitaciones de la democracia representativa.
Las sociedades avanzadas reclaman con toda razón un mayor y más fácil acceso a la información. Pero la abundancia de datos no garantiza vigilancia democrática; para ello hace falta, además, movilizar comunidades de intérpretes capaces de darles un contexto, un sentido y una valoración crítica. Los partidos políticos (otra de nuestras instituciones que necesitan una renovación) son un instrumento imprescindible para reducir esa complejidad. En este trabajo de interpretación de la realidad también son inevitables los periodistas, cuyo trabajo no va a ser superfluo en la era de Internet sino todo lo contrario. Los periodistas están llamados a jugar un papel importante en esta mediación cognitiva para interesar a la gente, animar el debate público y descifrar la complejidad del mundo. Pero estoy defendiendo la necesidad cognitiva del sistema político y de los medios de comunicación y no a sus representantes, que, como todos, también son manifiestamente mejorables.
Como en otras esferas de la vida, también en la política el hecho de saberse controlados mejora nuestro comportamiento o, al menos, disuade de cometer los errores que tienen su origen en el secreto y la opacidad. Nuestros espacios públicos conocen muchas expresiones de eso que se ha dado en llamar naming and shaming: el poder disuasor de la condena, la exposición pública, la denuncia y la vergüenza, que no es un poder omnímodo pero en muchas ocasiones disciplina los comportamientos.
Los sistemas políticos han institucionalizado diversas formas de control para permitir la vigilancia democrática. Los Parlamentos son una de dichas instituciones en la medida en que tiene entre sus tareas la de controlar la acción del Gobierno, pero quisiera subrayar la importancia de otros organismos controladores cuya funcionalidad no depende de una legitimación democrática directa, más aún, que se anquilosan precisamente cuando son manejados como si fueran una mera correa de transmisión de los partidos. Me refiero a los organismos reguladores o encargados del control jurisdiccional (especialmente el Tribunal Constitucional) o a las televisiones públicas, que han sido colonizados por los partidos políticos y así no pueden ejercer bien su función independiente. El bipartidismo expansivo genera muchas contradicciones, que no se corrigen por cierto con el multipartidismo, aunque este sea más respetuoso con la pluralidad real de la sociedad. Hace falta una cierta exterioridad con respecto al sistema político para que las funciones de control puedan ejercerse con verdadera imparcialidad e independencia.
Si acabo de subrayar la importancia de ser controlados, ahora desearía hacerlo sobre la necesidad de no ser controlados, es decir, sobre el empobrecimiento de la vida política cuando el principio de transparencia se absolutiza y convertimos la democracia en una “política en directo”, que se agota en una vigilancia constante e inmediata. Uno de los efectos derivados de la vigilancia extrema sobre los actores políticos es que les lleva a sobreproteger sus acciones y sus discursos.
Un ejemplo de ello es el hecho de que muchos políticos, sabiendo que sus menores actos y declaraciones son examinados y difundidos, tienden a encorsetar su comunicación. La democracia está hoy más empobrecida por los discursos que no dicen nada que por el ocultamiento expreso de información. Los políticos deben responder a la exigencia de veracidad, por supuesto, pero también a la de inteligibilidad. Y buena parte del desafecto ciudadano hacia la política se debe no a que los políticos falten a la verdad sino a que no dicen nada y sean tan previsibles.
El principio de transparencia no debe absolutizarse porque la vida política, aunque sea en una pequeña parte, requiere espacios de discreción, como ocurre por cierto con muchas profesiones, como los periodistas, a los que reconocemos el derecho de no revelar sus fuentes, sin lo que no podrían hacer bien su trabajo. No lo defiendo como un privilegio (generalmente las ausencias, los silencios o las ruedas de prensa sin preguntas son injustificables), sino como un espacio de reflexividad para hacer mejor el trabajo que la ciudadanía tiene el derecho de esperar de sus representantes.
Todos sabemos que determinados acuerdos serían imposibles sin ese espacio de deliberación, si hubieran sido retransmitidas en directo. Existe algo que podríamos denominar los beneficios diplomáticos de la intransparencia. Por supuesto que en este aspecto muchos procedimientos tradicionales están llamados a desaparecer, y quien a partir de ahora participe en un proceso diplomático ha de ser conscientes de que casi todo terminará por saberse. Pero también es cierto que la exigencia de una transparencia total podría paralizar la acción pública en no pocas ocasiones. Hay compromisos que no pueden alcanzarse con luz y taquígrafos, lo que suele provocar que los actores radicalicen sus posiciones. Un ejemplo reciente de ello es la exigencia planteada por el movimiento italiano Cinco Estrellas de que sus negociaciones con el Partido Democrático fueran retransmitidas por streaming. Todos entendimos en aquel momento que dicha exigencia significaba que no iba a haber acuerdo.
El principio de transparencia tiene tal estatuto indiscutible que se puede permitir el lujo de ser borroso e inconcreto. Por esta razón prefiero hablar de publicidad y justificación, que son principios más exigentes que el de transparencia. Mientras que la transparencia pretende una visibilidad continua, la publicidad es por definición limitada y delimitada. Si asistimos hoy perplejos o asustados a esa performance de rodear el Congreso o al acoso (escraches) que llevan la protesta legítima hasta los espacios privados tal vez sea porque reina una gran confusión a propósito de la distinción entre lo público y lo privado; hemos sembrado una idea de transparencia que da a entender una visibilidad continua sobre las personas en lugar de un principio de publicidad que es esencialmente limitado a los actos que tienen sentido político y en los espacios de dominio público, permitiendo así ámbitos de intimidad y vida privada, de secreto incluso.
Por otro lado, mientras que la transparencia suele contentarse con la puesta a disposición de los datos, la publicidad exige que esos datos sean configurados como información inteligible por la ciudadanía. La transparencia no presupone un acceso real a la información. Pero es una ilusión pensar que basta con que los datos sean públicos para que reine la verdad en política, los poderes se desnuden y la ciudadanía comprenda lo que realmente pasa. La transparencia es condición necesaria de la publicidad, pero no la garantiza.
Además de límites, la transparencia puede tener efectos perversos. No son pocos los que han advertido que Internet se puede convertir en un instrumento de opacidad: el aumento de los datos suministrados a los ciudadanos complica su trabajo de vigilancia. ¿Cómo puede la ciudadanía realizar bien esa tarea de control sobre el poder?
Es una ilusión pensar que podemos controlar el espacio público sin instituciones que medien, canalicen y representen la opinión pública y el interés general. Lo que ocurre hoy en día es que el descrédito de alguna de esas mediaciones nos ha seducido con la idea de que democratizar es desintermedializar; algunos se empeñan en criticar nuestras democracias imperfectas a partir del modelo de una democracia directa, articulada por los movimientos sociales espontáneos, desde el libre juego de la comunidad online y más allá de las limitaciones de la democracia representativa.
Las sociedades avanzadas reclaman con toda razón un mayor y más fácil acceso a la información. Pero la abundancia de datos no garantiza vigilancia democrática; para ello hace falta, además, movilizar comunidades de intérpretes capaces de darles un contexto, un sentido y una valoración crítica. Los partidos políticos (otra de nuestras instituciones que necesitan una renovación) son un instrumento imprescindible para reducir esa complejidad. En este trabajo de interpretación de la realidad también son inevitables los periodistas, cuyo trabajo no va a ser superfluo en la era de Internet sino todo lo contrario. Los periodistas están llamados a jugar un papel importante en esta mediación cognitiva para interesar a la gente, animar el debate público y descifrar la complejidad del mundo. Pero estoy defendiendo la necesidad cognitiva del sistema político y de los medios de comunicación y no a sus representantes, que, como todos, también son manifiestamente mejorables.
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y director del Instituto de Gobernanza Democrática. Acaba de publicar Un mundo de todos y de nadie. Piratas, riesgos y redes en el nuevo desorden global (Paidós).
el dispreciau dice: por estas horas, en ARGENTINA, el mediatismo ha ganado horas y horas de pantallas televisivas juzgando a personas, poniéndolas en tela de juicio público, opinando cómo viven, con quién/es se acuestan, qué hacen o dejan de hacer, proponiendo una tilinguería social que espanta y produce vergüenza ajena... en nuestro país impera la aseveración que indica que "todos somos culpables hasta que nadie demuestre lo contrario", una frase que define la eterna operación de la máquina de impedir enquistada en la sociedad argentina y sus tristes experiencias socio-políticas... dicho criterio fue el que gobernó cada vez que alguien pretendió doblar la historia, y así les fue a Frondizi, a Illia, y a toda la basura que vino después, hasta la década infame donde se robaron el destino de millones de argentinos, sin que nadie atinara a nada... en especial la llamada oposición, un conjunto de personas siempre dispuestas a señalar con el dedo a los otros, nunca a los propios. Por estas horas, el periodismo facilista, bien financiado y mejor usado, expone a la sociedad a algunas personas y sus destinos, sus responsabilidades, sus compromisos, sus trabajos, omitiendo que, cuando nada se resuelva, estas personas serán víctimas eternas de intencionalidades raras... de descubrir cosas que son habituales en todo el mundo, incluyendo en dicho mundo, al imperio de las democracias como lo es Estados Unidos de Norteamérica, o el imperio de las corrupciones representado en la Europa Medieval que pocos quieren ver y hasta aceptar, a pesar de las evidencias de reyes y reinados, de partidos políticos y poderes negados. Lamentable... pero que expone la mediocridad social al abordar los temas... ¿cuántas empresas líderes operan en Panamá?... ¿cuántos lavadores de dineros hay diseminados por el mundo humano de estos días?... ¿cuántas corporaciones de cualquier índole y factor están involucradas en esta hoguera social que devora a la Tierra?... ¿cuántos bancos y paraísos fiscales juegan este juego?... o más allá... ¿por qué somos tan miopes y facilistas?... ¿a quién le sirve la denuncia fácil que destruye personas para distraer el foco de las atenciones sociales?... a decir verdad, el mundo humano da asco... da asco cuando las corporaciones de medios te venden a China como una panacea de libertades, cuando en verdad es exactamente lo opuesto... da asco cuando las corporaciones de medios se enfocan en arrasar cualquier cosa que se haga a favor de las gentes, pero enaltecen aspectos y negocios que favorecen sólo a sus intereses. ARGENTINA ha estado atrapada por años en dicotomías insoportables... derechas, izquierdas, que le costaron al país una generación entera de pensadores y hacedores... azules y colorados, que hicieron de las fuerzas armadas un ridículo constante... una iglesia católica partida entre inquisidores y libertarios... y todo lo demás que es bien conocido. Parece que cierto periodismo no se asoma jamás a la ventana, y vive gracias a la caza de brujas... a las hogueras... a descubrir culpables que apenas si viven como saben o pueden. Esta estrategia de medios no favorece la transparencia, apenas si esmerila los vidrios impidiendo ver con claridad qué sucede del otro lado de la ventana. ARGENTINA ha penado demasiado... y no se merece persistir en este modelo de zozobra impuesta por conveniencia de partes. Mientras el rating sube... las opiniones se deforman... pero más allá, nada queda y el mundo sigue girando. Las gestiones, cada una de ellas, guardan estilo propio bajo motivos propios, con los que se puede coincidir o no, pero no es prudente descalificarlas mientras suceden... porque la historia se mide por resultados sociales... sólo por ellos, aquí y también allá, o mejor dicho, allá... y también aquí. A esta gestión política se la puede criticar por muchas cosas, nada distinto a cualquiera otras... dejar hacer es de sabios... avergonzar es de soberbios. ABRIL 23, 2013.-
el dispreciau dice: por estas horas, en ARGENTINA, el mediatismo ha ganado horas y horas de pantallas televisivas juzgando a personas, poniéndolas en tela de juicio público, opinando cómo viven, con quién/es se acuestan, qué hacen o dejan de hacer, proponiendo una tilinguería social que espanta y produce vergüenza ajena... en nuestro país impera la aseveración que indica que "todos somos culpables hasta que nadie demuestre lo contrario", una frase que define la eterna operación de la máquina de impedir enquistada en la sociedad argentina y sus tristes experiencias socio-políticas... dicho criterio fue el que gobernó cada vez que alguien pretendió doblar la historia, y así les fue a Frondizi, a Illia, y a toda la basura que vino después, hasta la década infame donde se robaron el destino de millones de argentinos, sin que nadie atinara a nada... en especial la llamada oposición, un conjunto de personas siempre dispuestas a señalar con el dedo a los otros, nunca a los propios. Por estas horas, el periodismo facilista, bien financiado y mejor usado, expone a la sociedad a algunas personas y sus destinos, sus responsabilidades, sus compromisos, sus trabajos, omitiendo que, cuando nada se resuelva, estas personas serán víctimas eternas de intencionalidades raras... de descubrir cosas que son habituales en todo el mundo, incluyendo en dicho mundo, al imperio de las democracias como lo es Estados Unidos de Norteamérica, o el imperio de las corrupciones representado en la Europa Medieval que pocos quieren ver y hasta aceptar, a pesar de las evidencias de reyes y reinados, de partidos políticos y poderes negados. Lamentable... pero que expone la mediocridad social al abordar los temas... ¿cuántas empresas líderes operan en Panamá?... ¿cuántos lavadores de dineros hay diseminados por el mundo humano de estos días?... ¿cuántas corporaciones de cualquier índole y factor están involucradas en esta hoguera social que devora a la Tierra?... ¿cuántos bancos y paraísos fiscales juegan este juego?... o más allá... ¿por qué somos tan miopes y facilistas?... ¿a quién le sirve la denuncia fácil que destruye personas para distraer el foco de las atenciones sociales?... a decir verdad, el mundo humano da asco... da asco cuando las corporaciones de medios te venden a China como una panacea de libertades, cuando en verdad es exactamente lo opuesto... da asco cuando las corporaciones de medios se enfocan en arrasar cualquier cosa que se haga a favor de las gentes, pero enaltecen aspectos y negocios que favorecen sólo a sus intereses. ARGENTINA ha estado atrapada por años en dicotomías insoportables... derechas, izquierdas, que le costaron al país una generación entera de pensadores y hacedores... azules y colorados, que hicieron de las fuerzas armadas un ridículo constante... una iglesia católica partida entre inquisidores y libertarios... y todo lo demás que es bien conocido. Parece que cierto periodismo no se asoma jamás a la ventana, y vive gracias a la caza de brujas... a las hogueras... a descubrir culpables que apenas si viven como saben o pueden. Esta estrategia de medios no favorece la transparencia, apenas si esmerila los vidrios impidiendo ver con claridad qué sucede del otro lado de la ventana. ARGENTINA ha penado demasiado... y no se merece persistir en este modelo de zozobra impuesta por conveniencia de partes. Mientras el rating sube... las opiniones se deforman... pero más allá, nada queda y el mundo sigue girando. Las gestiones, cada una de ellas, guardan estilo propio bajo motivos propios, con los que se puede coincidir o no, pero no es prudente descalificarlas mientras suceden... porque la historia se mide por resultados sociales... sólo por ellos, aquí y también allá, o mejor dicho, allá... y también aquí. A esta gestión política se la puede criticar por muchas cosas, nada distinto a cualquiera otras... dejar hacer es de sabios... avergonzar es de soberbios. ABRIL 23, 2013.-
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