jueves, 23 de noviembre de 2017

HISTORIA EN PRIMERA PERSONA ▼ LA IMPUNIDAD COMO GARANTÍA DE ESTADO (AUSENTE) ▼ “No haberles aceptado un trago fue mi condena de muerte” | Colombia | EL PAÍS

“No haberles aceptado un trago fue mi condena de muerte” | Colombia | EL PAÍS

“No haberles aceptado un trago fue mi condena de muerte”

A Sandra González la violaron tres paramilitares. Durante años estuvo en silencio. Hoy lidera procesos con mujeres que, como ella, fueron abusadas por hombres que tenían el poder en las armas





Sandra González, víctima de violación en el conflicto armado de Colombia.

Sandra González, víctima de violación en el conflicto armado de Colombia. 





Tuvo que tragarse el dolor, disimular el sufrimiento, obligarse a estar viva así se sintiera muerta por dentro. A Sandra González la violaron tres hombres cuando tenía 22 años, pero solo 12 años después fue capaz de contar su historia. Por mucho tiempo creyó que lo que le había pasado se lo merecía. Sandra era trabajadora sexual cuando fue abusada. Madre cabeza de familia, sin estudios, en una Colombia en guerra eran pocas opciones, aparte de esa, las que tenía para conseguir dinero y enviarle a su familia. “Creía que me iban a juzgar y no quería que mis hijos supieran a lo que se dedicaba su mamá”.
Su caso es uno de los documentados en La guerra inscrita en el cuerpo, el primer informe sobre violencia sexual en el conflicto, publicado por el Centro Nacional de Memoria Histórica. Sandra fue víctima de Los Macetos, un grupo armado que, desde los años ochenta hasta la desmovilización de los paramilitares a finales de los 2000, ejerció control sobre tierras, negocios y la voluntad de las mujeres. “Las trabajadoras sexuales son generalmente los primeros cuerpos regulados y apropiados por los actores armados cuando establecen dominio en los territorios”, dice la investigación.
Sandra, sentada en un café del centro de Bogotá, lo trata de explicar con sus propias palabras. “Todas les tenían miedo. Me habían hablado de ellos, siempre llegaban armados y había que hacer lo que dijeran. Si descubrían que alguna era viciosa (fumaba marihuana) la amenazaban con matarla, a las que eran lesbianas las torturaban”. Lo que no le habían dicho era que negarse a beber licor con ellos también tenía castigo, según sus macabras reglas. “Una mañana llegaron en un grupo como de 23 hombres, yo me asusté, tenía la menstruación y les dije que no podía trabajar ese día, pero me obligaron a salir del cuarto, afuera las sillas estaban acomodadas en fila alrededor de una mesa rodeada de armas largas. Uno de los hombres me ofreció beber con ellos y yo me negué, haberles rechazado un trago fue mi condena de muerte”.
Sandra regresó a su habitación y uno de los hombres fue detrás de ella, después llegaron otros dos. Estaban enfurecidos. “Usted es una perra, ¿qué se cree?”, le dijeron, “tiene que obedecer o es que no sabe quiénes somos nosotros”,mientras la desvestían a la fuerza, la insultaban, la golpeaban. “La rabia se les veía en la cara. Me acuerdo mucho del que dio la orden de violarme, tenía los ojos azules y muy irritados, casi rojos”. Esa mirada la persiguió durante años, se apareció en pesadillas, en caminos solitarios, al despertar. Las palabras también martillaron su alma, la hicieron sentir culpable y la obligaron a quedarse callada. Después de la agresión dejó Paz de Ariporo, el pueblo del llano al que había llegado dos meses atrás.
“La violencia sexual es quizás la más olvidada y silenciada entre los repertorios de violencia empleados por los actores armados. Ninguno admite con franqueza haber violado, acosado o prostituido forzadamente a una víctima. Es mucho más fácil confesar el despojo, el desplazamiento forzado e incluso el asesinato, pero sobre la violencia sexual impera un profundo sentido moral que la convierte en un crimen horrendo”, dice el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica. Según el registro único de víctimas hasta septiembre de 2017 se habían reportado 23.998 casos de abusos sexuales en el marco del conflicto. A los paramilitares se les señala como los principales responsables, después están los guerrilleros y agentes del Estado.
El poco valor que los paramilitares otorgaron a la vida de las prostitutas, sin que nadie hiciera algo para frenarlos, propició que no solo ejercieran violencia física y sexual sobre ellas, sino que también las asesinaran. “Yo escuché una vez que se llevaron a una y se la comieron (la violaron) como 20 manes (hombres), después de habérsela comido, la mataron y la desaparecieron”, atestiguó un desmovilizado de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), el temible grupo armado de extrema derecha que desplazó y masacró a campesinos y asesinó y mató en vida a tantas de mujeres.
“Yo quería que me mataran, que usaran esas armas que tenían y acabaran con todo. Me dejaron tirada en el piso, sangrando, con un dolor infinito. Sentía culpa, miedo, vergüenza, no quería que en mi casa supieran que yo era una puta. Sentía que esos hombres me habían matado en vida, una violación es eso”, dice Sandra, es la tercera vez que llora desde que se sentó a contar su historia. En su mano derecha una cicatriz le sigue recordando lo que vivió esa mañana. “Me querían cortar la cara, pero puse el brazo y ahí quedó una marca para siempre”. La agresión la dejó sin la huella del índice derecho y con una vida destruida que apenas recuperó en el año 2006 cuando llegó a Bogotá como desplazada del Huila, en donde se refugió después de la agresión sexual.
“Acá empecé a saber de derechos, me reunía con otras mujeres y las escuchaba contar sus historias, tan parecidas a las mías. Yo también había sido una víctima”. Sandra recuerda a Francisca Mosquera, una mujer del Chocó que también fue violentada en el marco del conflicto. “La única diferencia era que yo había sido una trabajadora sexual y ella no, pero éramos mujeres, vulneradas, abusadas”. La Corporación Sisma Mujer la escuchó por primera vez, incluso antes que su familia, y tomó su caso para llevarlo a la justicia. “Me costó mucho contarlo, pero cuando lo hice empecé a sanarme. Después lo supieron mis hijos, mi compañero”. Denunció ante las autoridades, pero como suele pasar en Colombia la revictimizaron. “¿Cómo la pudieron violar tres hombres? No entiendo”, le dijo una de las fiscales que escuchó su testimonio. “Si los quiere denunciar nos tienen que decir cómo se llamaban”, le exigía otro funcionario. Ella solo se acordaba de sus caras y con eso logró que las autoridades hicieran un retrato hablado, pero hasta ahora no ha habido avances. Sigue esperando justicia. 
“La violencia sexual contra de las trabajadoras sexuales en el conflicto se sustentó en imaginarios religiosos y discursos morales de desprecio y estigmatización colectiva, las convirtió en objeto de violencia de los actores armados”, señala la investigación La guerra inscrita en el cuerpo. Sandra cuenta su historia para animar a otras a que no se queden calladas. Su relato se entrecorta con el llanto, pero también con una que otra sonrisa. Ha podido dejar de sentirse culpable y víctima para ser una sobreviviente que se niega a excluir de su testimonio su pasado como prostituta. “Nada justifica una violación, ningún tipo de trabajo, ninguna condición social. Las mujeres no somos culpables de las agresiones sexuales. Eso hay que decirlo y repetirlo”. Y ella lo hace con la cara en alto.

CIFRAS NEGRAS

Según Medicina Legal, de enero a septiembre de este año 660 mujeres fueron víctimas de homicidios en Colombia y 14.943 denunciaron agresiones sexuales. Los principales victimarios, según la misma institución, son parte de su círculo familiar, seguidos por amigos y conocidos. Además, 31.971 mujeres fueron atendidas por la misma entidad tras ser agredidas por su pareja y 26.465 por daños físicos tras algún episodio de violencia interpersonal.




Colombia pone nombre a la violencia contra sus mujeres

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