OPINIÓN
Inesperadas carambolas
El difícil parto de la nueva cúpula de la UE debería servir para no incidir en los mismos errores
Ursula von der Leyen y Jean-Claude Juncker, el jueves en Bruselas. THIERRY MONASSE GETTY IMAGES
La realidad no es color de rosa. Por más que los realistas benévolos se esfuercen en suavizar las aristas del cartapacio para la UE propuesto en la última cumbre, sus asperezas no desaparecen como por ensalmo. Sobre todo tres. Una, el descarado golpe de timón de los Gobiernos frente al Parlamento Europeo, que ha reducido el empaque y alcance del sistema de los spitzenkandidaten: los cabezas de lista que debían ser candidatos naturales a los cargos, y que lo han sido solo formalmente, descabalgados a la primera dificultad.
Dos: la inescrupulosa exhibición de poder desnudo de los ancianos líderes del club, Francia y Alemania, al cosechar los principales puestos para sus nacionales.
Y tres: la incapacidad de esos líderes para desafiar y minorizar —incluso apelando al voto en el Consejo Europeo, que ya va siendo hora— a la repugnante coalición de gobernadores populistas iliberales del Este, altos funcionarios de la derecha convencional deseosos de desquite contra Angela Merkel y el nuevo despotismo italiano. Tres sectores que se conjuraron para impedir el acceso a la Comisión del holandés (aunque socialdemócrata) Frans Timmermans, martillo de herejes / fachas polacos y húngaros, a la Comisión.
No dejar caer en el olvido estos reveses del difícil parto servirá para no reincidir en ellos; para que las dificultades del trámite (los duros exámenes del Parlamento Europeo a quienes aún son solo candidatos) no cojan a nadie desprevenido; y para que el europeísmo militante no se troque en exagerado buenismo, vulnerable precisamente por su insensibilidad a los errores más evidentes de la construcción comunitaria.
Ahora bien, ni el leal espíritu crítico implica intención demoledora (sino todo lo contrario), ni los defectos de fábrica permiten desdeñar las benéficas carambolas probables del reciente proceso decisorio, imprevistas por sus protagonistas. Por lo que trata de sacar partido de las mismas.
La principal es que ha quedado claro cuáles son las instituciones más decisivas, en tanto que más codiciadas sus presidencias. La Comisión, en primer término (seguida del BCE), pese a que irrite a todos los populistas, ebrios del estúpido soberanismo nacional. O enfade a todos los incumplidores. Y, sobre todo, incomode a quienes, como París y Berlín, optan de vez en cuando por tironear las normas comunes cuando estas les son desfavorables. Como hicieron cuando incumplían en 2003 los criterios de Maastricht y sabotearon el Pacto de Estabilidad bajo el lema de que la austeridad bien entendida empieza por el vecino. Y como pretendieron recientemente en el intento de fusión monopolista de las compañías de material ferroviario Alstom y Siemens, que violaba flagrantemente las reglas de la competencia.
Así que la Comisión, el monstruo comunitario de Margaret Thatcher, es el emporio de las ambiciones, por encima del Consejo Europeo, contra toda la ingente propaganda intergubernamentalista y el decadente parloteo sobre la prevalencia de los Estados. La obscena inelegancia con que las dos capitales hegemónicas colocan en su cabecera a una ministra alemana todo lo estupenda que se quiera, pero que no ha pasado el examen de las urnas, provocará varios rebotes del máximo interés. Contra lo que pueda temerse, puede degradar la creciente (aunque desapercibida) germanización del Ejecutivo de Bruselas.
Berlín ya no logrará cobijarse tras el biombo de un presidente del Benelux, con lo que verá dificultadas las tentaciones de abuso de poder (inherentes a todo poder) para alcanzar sus intereses más particularistas y cortoplacistas. La propia Ursula von der Leyen hablará más francés, perseguirá agónicamente consensos y ya se ha aprestado a resucitar el espíritu malherido (que no fallecido) del sistema de los spitzenkandidaten, al acoger a Timmermans y a Margrethe Vestager como vicepresidentes. Embestido, pero no noqueado, resucitará y con más fuerza, la que le den las listas electorales parcialmente transnacionales. Porque es signo de los tiempos democráticos el creciente control de los parlamentarios sobre ministros y comisarios.
Y en cuanto a las asechanzas populistas de los iliberales, conviene subrayar que si son capaces de coartar, condicionar y entorpecer la labor de la mayoría liberaldemócrata (saboteo a Timermans) no lo son para construir nada. La discreta rebeldía del Parlamento ante el diktat del Consejo de imponerle un presidente oriental, búlgaro (aunque socialdemócrata) terminó favoreciendo a un candidato (de igual ideología) italiano, David Sassoli. Con lo que se arruinó, quizá para bien, el equilibrio geográfico Oeste-Este, inmerecido por esta última subregión.
Mientras, se busca recuperar el equilibrio ideológico, recuperando oportunista y tardíamente a los Verdes. La gran partida de la Europa cuatripartita no se ha cerrado con este torpe (veremos, por sus hechos, si prometedor) esbozo de cartapacio, no ha hecho más que comenzar. Será vertiginosa.
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