Volver al colegio como terapia
El terremoto de México dejó a cuatro millones de menores sin escuela. Un programa de carpas móviles ayuda a que puedan volver a la rutina escolar, imprescindible para su recuperación psicológica
Izúcar de Matamoros
El Espacio Temporal de Aprendizaje de la Telesecundaria Manuel José Othon apoyado por UNICEF México, acoge a 80 alumnos de entre 12 y 15 años en San Pedro Atlixco, Puebla. SUSANA GONZÁLEZ
El paraíso de Dana Paola Cervantes es un campo alejado de la ciudad. Sin árboles ni casas ni pequeños montículos de tierra. Con un terreno lo más llano posible. No quiere que haya absolutamente nada que se le pueda caer encima. Tiene 13 años, estudia en el Centro Escolar Presidente Lázaro Cárdenas en Izúcar de Matamoros, en el estado de Puebla, a unos 130 kilómetros al este de la capital mexicana, y recuerda aún con terror lo que ocurrió el pasado 19 de septiembre, a las 13.14 horas, cuando se disponía a entrar en clase. “Estaba con mi amiga Ariadna enfrente de la escuela, al lado de una tienda en obras, y cuando empezó el temblor pensamos que el origen del movimiento y del ruido era la taladradora. Luego notamos cómo empezó a moverse todo, cómo las paredes de la escuela se separaban. Salimos corriendo muy asustadas a por el hermano chiquito de mi amiga, que estaba dentro de la escuela, y luego corrimos al punto de encuentro. Pasamos mucho miedo”. El terremoto, de 7,1 grados, con epicentro en los estados de Puebla y Morelos, tuvo consecuencias devastadoras: 369 muertos, más de 700 heridos y 155.675 hogares dañados. Doce días antes, otro sismo se había cobrado 100 vidas.
Los niños que los sufrieron de cerca, como Dana Paola, aún se están recuperando. “La mayoría experimentan consecuencias emocionales de algún tipo”, explica Mariana Games, psicóloga y encargada de protección de UNICEF en México. “Tienen problemas de comportamiento, de sueño, tienen miedo a todo, temen separarse de sus padres o sufren cambios en los hábitos alimenticios”. Muchos niños dejan de hablar o no pueden moverse. A los que presentan ese tipo de síntomas se les detecta con más facilidad el bloqueo psicoemocional. Pero no todos lo expresan de una manera tan clara. Otros esconden sus emociones y actúan como si nada les hubiera pasado.
“En realidad todas estas reacciones son normales”, añade Games. El 80% de los menores afectados acaban recuperándose del trauma poco a poco, pero es necesario que se sigan unos pasos determinados, según explica la psicóloga: “Al principio deben hablar del tema y compartir experiencias y sentimientos. Hay niños que se niegan a estar siempre hablando de lo mismo y otros que lo necesitan más. En todo caso, esta fase debe durar solo el tiempo necesario. Luego hay que empezar a avanzar”. Para ello, hay un factor clave: volver a rutina cuanto antes, una rutina que en los chavales se centra en la escuela.
El colegio de Dana Paola Cervantes, un inmenso edificio que acogía a 2.700 alumnos cada día en horario matutino y vespertino, acabó reducido a escombros y cenizas, como tantos otros. Los terremotos del 7 y 19 de septiembre dejaron 14.908 escuelas afectadas y cuatro millones de niños sin poder incorporarse al curso escolar. El Gobierno ordenó que se diagnosticara el estado de todos los edificios afectados, incluidos los centros educativos, y ordenó la reconstrucción. Primero, los que se habían derrumbado completamente y, después, los que habían sufrido algunos desperfectos.
UNICEF, con experiencia en implementar aulas móviles en zonas afectadas por una catástrofe, ofreció su ayuda, en colaboración con Obra Social La Caixa, para que los niños “no estuvieran un año sin acudir a la escuela, con todo lo que eso conlleva”, explica Daniel González, responsable de la organización en México. A las pocas semanas, 500 carpas de plástico repartidas por las zonas afectadas del país recibieron a los alumnos y sus profesores, que se reincorporaron al curso escolar. Ambas organizaciones han invitado a EL PAÍS a conocer el programa.
UNA LENTA RECONSTRUCCIÓN
PABLO FERRI
Los terremotos de septiembre, además de al Estado de Puebla y Morelos, afectaron a los de Oaxaca, Chiapas y la capital, Ciudad de México. El presidente Enrique Peña Nieto dijo en octubre que el Gobierno destinaría 2.500 millones de dólares a la reconstrucción. Poco a poco, el dinero empieza a llegar a los damnificados, no sin polémica por las acusaciones de corrupción contra los organismos gestores.
Esta misma semana, un informe de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores desvelaba el desvío de casi cuatro millones de dólares de los fondos para la reconstrucción de casas. Antes, en octubre, decenas de afectados ya habían denunciado la sustracción de su dinero. El Gobierno ideó un sistema de tarjetas bancarias para mandar fondos a los ciudadanos. Poco después de empezar a repartirlas, vecinos de Oaxaca y Chiapas se quejaron de que el dinero no les llegaba. Pero no era eso, el dinero llegaba, el problema es que las tarjetas estaban clonadas y alguien sacaba el dinero de cajeros a cientos de kilómetros de la zona cero.
En todo caso, la reconstrucción es lenta. En buena parte de las zonas golpeadas por los temblores, muchos vecinos siguen durmiendo en la calle, caso, por ejemplo, de los municipios de Juchitán e Ixtaltepec, en Oaxaca. También en Ciudad de México, donde vecinos de edificios colapsados unen fuerzas para exigir al Gobierno acuerdos justos para volver a levantar sus casas.
Todo ello a meses de las elecciones presidenciales, que empujan al país a una suerte de parálisis administrativa o, al menos, a un embudo mediático que resta visibilidad a temas ajenos a la contienda electoral.
Dana sale esta mañana de una carpa de plástico y metal alineada junto a otras 11. Su profesor ha conseguido aprovechar al máximo el espacio para escribir en una pequeña pizarra la materia del día. Los pupitres individuales no pueden estar más juntos: es la manera de aprovechar bien cada centímetro de la clase para que los 40 alumnos quepan perfectamente. Dentro hace calor. Fuera de la carpa la temperatura es suave, pero el efecto invernadero producido por el sol en el plástico es lo que peor se lleva. Aun así, tanto alumnos como profesores están más que contentos. “Cada día les digo a los chicos: somos algo más que supervivientes; somos guerreros”, explica Amalia María del Carmen Campis, la directora del centro, que lleva cuatro años al mando de la escuela. Ella misma insiste en que la posibilidad de estar meses sin poder dar clases hubiera significado tirar un año a la basura y eso, tanto académicamente como psicológicamente, hubiera sido nefasto.
En San Pedro Atlixco (Puebla), a unos 50 kilómetros de Izúcar de Matamoros, la escuela de Valeria Morales, de ocho años, también se vino abajo tras el sismo. Ella y los 174 alumnos del colegio Aquiles Serdán estudian ahora en las mismas carpas de plástico y metal, instaladas en un campo de fútbol de arena con el imponente volcán Popocatepetl (que significa montaña humeante) de fondo. Las aulas móviles están apostadas debajo de los árboles que hay alrededor de la cancha, refugiándose bajo las sombras para sobrellevar mejor el calor.
Valeria es una niña alegre, habladora y muy estudiosa. A su edad ya sabe que cuando sea mayor quiere ser doctora e insiste, muy orgullosa y para que quede bien claro, en que su nota media es un 9,9. Por eso mismo, a ella lo que más le preocupó fue enterarse de que su escuela se había convertido en escombros. “Para superar los miedos es necesario que los niños vuelvan a la normalidad cuanto antes”, explica Laura Valbuena, de la asociación Tech Palewi, compuesta por psicólogos expertos en apoyar a personas que han sufrido las consecuencias de una catástrofe. “Es importante que se sigan sintiendo niños”.
Claudia Gisele Baena tiene de 11 años y estudia en el colegio Emiliano Zapata en Cuernavaca, en el estado de Morelos, afectado parcialmente por el terremoto. Ella ha conseguido dejar atrás las pesadillas. Estuvo un tiempo sin querer dormir en su casa, por si el suelo se le movía por las noches. “Aquel día estaba jugando al fútbol y de repente la techumbre empezó a hacer mucho ruido, como si cayeran piedras encima. Y el suelo se empezó a romper. Nos pusimos a correr, llorando, aunque enseguida nos acordamos de que teníamos que andar”. Claudia y sus compañeros sabían perfectamente cómo se tenían que comportar y a dónde se tenían que dirigir porque justo unos minutos antes de empezar a jugar el partido participaron en un simulacro. Era el 32 aniversario del devastador sismo de 1985, en el que murieron 10.000 personas.
Hoy, varios meses después del sismo, en las carpas de plástico instaladas en soleado campo de fútbol de césped desgastado se muestra sonriente. A ella le da igual pasar calor. Lleva unos pantalones de chándal azul y una camiseta blanca, uno de los uniformes del colegio, y no puede estar más feliz. “Quiero ser futbolista. Se me da mejor que a los chicos. De delantera o de defensa, de lo que sea”, desafía. Ya es hora de ponerse a jugar sin pesadillas. De volver a sentirse niña.
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