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El Salvador, las crudas razones del exilio
- El Salvador es uno de los países más violentos del mundo, donde las reglas cambian de una calle a otra y donde la vida puede perderse en cualquier momento, sobre todo si se es joven.
Esta bitácora de un viaje al país de donde miles de personas han huido en los últimos meses comienza por el Aeropuerto Internacional de San Salvador. En la sala que ocupa la Dirección General de Migración y Extranjería permanecen cuatro adolescentes, tres hombres y una mujer.
Visten de forma sencilla, pantalón y camiseta de colores gastados. Están impacientes. Se nota en el rostro de fastidio y cansancio.
Quien parece el mayor del grupo ocupa con su equipaje y otros objetos todo un sofá de la estancia. El resto de los chicos se acomoda como puede en un estrecho sillón.
A unos metros una mujer de pantalón oscuro y blusa blanca los mira con atención, sin perder detalle de sus movimientos.
Los chicos son deportados. Ese día llegaron desde México en un vuelo de más de tres horas, donde solo recibieron un vaso de agua y un sándwich.
Es una de las etapas de un largo viaje que en distintos momentos emprendieron desde este país centroamericano hacia el norte, con la esperanza de llegar a Estados Unidos.
Un proceso que en los últimos meses se repite con mayor frecuencia. De los países del llamado Triángulo Norte –Honduras, Guatemala y El Salvador- partió la mayoría de los 500 000 migrantes que cruzaron la frontera de Estados Unidos solo en este año.
Al menos una tercera parte son menores de edad. Muchos viajaron solos. Otros, a pesar de moverse con parte de su familia, fueron detenidos en México y enfrentan la realidad de la deportación.
Estos adolescentes son un ejemplo. Ahora permanecen en la misma sala a donde, por un inesperado contratiempo, también espero.
El cansancio del retorno, más la frustración de quedarse a medio camino, les hace reaccionar a la defensiva. Lo supe cuando pedí permiso para sentarme en el sofá ocupado por el equipaje del mayor.
“Está ocupado”, responde con fastidio, y luego se incorpora y camina al sillón con sus compañeros. En voz baja conversan unos minutos.
De pronto la chica, a quien para resguardar su identidad la llamaremos Elizabeth se sienta a mi lado. Se ve ansiosa. La delata el continuo movimiento de sus piernas que abre y cierra sin parar.
– ¿Llevas mucho tiempo esperando? pregunto.
– Sí, responde con la mirada en otro lado. Permanece en silencio unos minutos. En la sala solo se escucha el rumor de las personas que forman filas para cubrir los requisitos migratorios.
“¿Y tú qué esperas?” pregunta la chica y empieza entonces una breve charla en voz baja.
Tiene 15 años. Viajó por tierra a México con la idea de viajar a Estados Unidos. Durante varios días con su familia cruzaron el territorio mexicano hasta Ciudad Juárez, Chihuahua.
“Ahí nos detuvieron. Estuvimos un mes encerrados, nos fue muy mal”, dice mientras mueve la cabeza con la mirada al piso. “No nos daban ni de comer”.
El grupo de adolescentes espera turno para ser entrevistados por oficiales de migración. Es más bien un interrogatorio de dos horas, donde con frecuencia existen frases discriminatorias para la comunidad lésbico-gay.
Elizabeth y su familia se arriesgaron al peligroso viaje al norte para escapar “de las condiciones que hay aquí en El Salvador, mucha inseguridad, las pandillas nos amenazan para entrar con ellos”.
- ¿Volverán a intentar el viaje, o qué piensan hacer?
- No. Por ahora voy a estudiar- responde con fastidio y tristeza.
Es una respuesta más por inercia que real. En El Salvador, uno de los países más violentos del mundo, las oportunidades para adolescentes como ella y los que esperan en el aeropuerto son prácticamente nulas.
“Nada es seguro”
La migración desde el Triángulo Norte hacia Estados Unidos no es nueva, pues empezó desde los años 80 cuando en los países de la región vivieron procesos de guerra civil.
Pero en los últimos meses el fenómeno se profundizó. Miles de personas en algunas caravanas abandonaron sus países.
El gobierno estadounidense dice que entre octubre y mayo más de 600 mil migrantes llegaron a su frontera sur. Un éxodo motivado sobre todo por una mezcla de violencia creciente, pobreza y en el caso de Honduras, también por represión del gobierno.
En el caso de El Salvador la razón principal se llama pandillas, que controlan extensas regiones en las ciudades y comunidades rurales.
Los grupos nacieron en los años 80 en la ciudad estadounidense de Los Angeles, en el estado de California, entre los jóvenes salvadoreños desplazados por la guerra civil en su país.
Tras los acuerdos de paz firmados en 1992 muchos pandilleros fueron enviados a El Salvador, desde donde se extendieron a Centroamérica y el sur de México.
En los últimos años se han encontrado clicas, como se conoce a esas pandillas, en ciudades de Estados Unidos y Europa.
La huella del fenómeno se nota en El Salvador, un país especialmente violento para jóvenes y adolescentes, quienes por además del riesgo por las maras se convirtieron en blanco de las autoridades.
“Los jóvenes se van porque observan que en su entorno no tiene seguridad jurídica, porque aquí si te robas una gallina o tienes una deuda con el banco se te persigue como si fueras narco pero si matas no pasa nada” asegura César Ríos, director ejecutivo del Instituto Salvadoreño de Migrantes (Insami).
“No hay seguridad laboral, los puestos de trabajo ofrecen salarios muy poco dignos y jornadas larguísimas; ni seguridad en salud, no hay posibilidad de estudio. No hay respeto para ningún derecho”.
Para muchos la única salida es migrar. Y cuando abandonan el país empujados por el “modelo fallido de gobierno que no garantiza una vida digna”, sólo encuentran más problemas.
“Por un lado Estados Unidos pretende parar la migración con un muro y México con la militarización” dice el activista.
“A estos países les han enseñado a expulsar y no a insertar a las personas en la sociedad y por eso cometen errores. Los abandonan en la calle a la voluntad de Dios, los detienen y deportan sin revisar y entender las características de cada grupo, sin respetarles derechos”.
La pesadilla continúa en la deportación. Al llegar a El Salvador enfrentan constantes violaciones a sus derechos dice el activista.
“Son personas que estuvieron en centros de retención, con problemas de salud y una necesidad enorme de libertad. Pero son sometidos un protocolo que incluye una entrevista que lleva dos horas y a una enorme falta de compresión”.
La Dirección de Migración aplica el mismo protocolo a todos los deportados, sin tomar en cuenta las características e historia de cada uno.
No importa si se trata de personas que apenas cruzaron la frontera mexicana, los que llegaron a Estados Unidos pero fueron repatriados o quienes vivieron años, a veces más de dos décadas, en ese país.
Todos enfrentan un largo y tortuoso proceso migratorio como una entrevista donde deben informar detalles de sus relaciones personales, números telefónicos, las razones de su salida y regreso a El Salvador.
Luego se revisan los antecedentes penales del deportado a quien también se le toman huellas dactilares y son sometidos a una ligera revisión médica.
Este proceso se aplica para todos, sin excepción, incluso para quienes vuelven enfermos a su país.
Vivir con miedo
Un ejemplo es Ernesto –se cambió el nombre por seguridad- un joven de 20 años de edad, quien tres veces ha intentado llegar a Los Angeles, California, para reunirse con su medio hermano.
La última vez Ernesto regresó con el brazo izquierdo fracturado y algunas lesiones que recibió en una estancia migratoria de México.
Como otros miles, el joven quería escapar de la violencia. “Las maras quieren que uno entre (a la pandilla) y si te niegas te matan”, cuenta. “También me fui por la pobreza. Aquí no hay oportunidad de nada”.
El joven pidió ayuda a su medio hermano quien en poco tiempo le envió 8 000 dólares para el viaje. Sin embargo, apenas al cruzar la frontera mexicana fue detenido en Tapachula, en el estado de Chiapas.
El acuerdo con el pollero (traficante de personas) incluía dos oportunidades más para viajar, así que el joven emprendió el camino de regreso y logro llegar hasta Houston, Texas.
No pudo quedarse. “Los coyotes nos abandonaron y la migración nos agarró” dice. El joven fue enviado a territorio mexicano desde donde quiso utilizar la tercera oportunidad de viaje.
Pero fue detenido con otros migrantes. “En México pasé de todo, desde abusos policiacos hasta retenciones por parte de la delincuencia organizada”, confiesa Ernesto en voz baja, sentado en una esquina de su casa, como si quisiera esconder lo vivido.
En cada detención sufrió maltratos, e incluso cayó en manos de un grupo vinculado al cartel de Los Zetas que le exigieron mil dólares para respetar su vida.
Aun así dice que en la última vez que lo detuvo la policía “me fue muy mal”. Durante cuatro días permaneció encerrado en una celda donde “los policías -tres hombres y una mujer- me pidieron mis papeles y me pegaban de la nada, creo que les caía mal, me azotaban en el suelo”.
Lo peor es que en la misma prisión había integrantes de la Mara Salvatrucha 13 (MS13), la facción más violenta de las pandillas de mareros.
De inmediato interrogaron a Ernesto. “Me preguntan cosas como de dónde venía, por dónde salí a donde iba y porque me fui”, recuerda.
En ese y otros centros de detención de migrantes es frecuente la presencia de maras, quienes tienen la complicidad de los guardias para agredir y extorsionar a los migrantes.
Ernesto ya no pudo más. La violencia, dolor, cansancio y el hambre que padecía lo empujaron a aceptar su repatriación. Tras un viaje de once horas en autobús llegó a su país. Lo único que deseaba era ver a su familia, cuenta.
Después del prolongado trámite migratorio le ofrecieron un poco de dinero para instalar un negocio, pero lo rechazó. “Aquí es impensable poder mantenerlo, uno tarda más en montarlo que ellos (las maras) en quitarlo, cobrarte uso de piso o matarte”, lamenta.
Ya pasó un año de la traumática experiencia pero el joven todavía camina con miedo, pues sabe que en cualquier momento las pandillas buscarán reclutarlo.
Constantemente piensa en intentar de nuevo el viaje a Los Angeles. Los 30 dólares a la semana que obtiene en una empresa de transporte no son un buen incentivo para quedarse.
El infierno
La vida en El Salvador es como un permanente toque de queda, donde las reglas cambian en cada Departamento (estado), pueblo y a veces de una calle a otra.
Esto lo sabe bien José, un hombre de 35 años de edad que diariamente trabaja como chofer de 6 de la mañana a tres de la mañana para ganar apenas diez dólares diarios.
En este país la gente no es libre de caminar por las calles o trasladarse sin riesgo de un Departamento a otro, dice.
“Aquí todos andamos con miedo porque si uno llega a un lugar donde hay pandillas rivales, solo porque uno vive en donde hay un bando diferente lo quieren matar”.
En todo el territorio salvadoreño hay zonas controladas por la MS13 y otras por la Mara 18 (M18). Nadie es libre ni de visitar otros lugares ni de recibir vistas.
“Tiene uno que avisarle a las cabecillas y seguir los protocolos” cuenta el conductor. “Por ejemplo hay sitios donde si llegas con las luces encendidas se toma como una ofensa y te matan”.
Las únicas zonas libres de pandillas son las zonas residenciales porque pagan su propia seguridad y siempre, noche y día, están completamente vigiladas.
Con José recorremos en auto algunas calles del Departamento Libertad. La mayoría de las personas caminan calladas y mirando de un lado a otro, como si alguien los vigilara o temieran ser atacados en cualquier momento. En realidad hay poca gente en espacios públicos.
Al pasar por el cantón Cangrejera veo a un hombre vestido de civil, en el filo de la carretera, sosteniendo en sus manos un arma larga con postura totalmente imponente y a sus espaldas, solo unos metros atrás, una tienda.
La escena es común en El Salvador explica José. Aquí ser propietario de cualquier tipo de negocio “es un gran riesgo porque todos los días te a las extorsiones o algún tipo de ataque” cuenta.
Una de las maneras de sobrevivir es contratar “guardia civil”, un servicio que brindan las pandillas, “Ellos no tiene permiso para portar armas pero se creen dueños de todo”.
Pero quienes optan por esa opción “terminan cerrando o siendo asesinados porque trabajas sólo para ellos, o llegado el momento simplemente no pueden pagar”.
Las opciones de vida son pocas. “Aquí todos los días el temor es morir por falta de oportunidad o que te quieran obligar a entrar a las pandillas pero es lo mismo, que te maten ya sea por negarte o por estar”.
Así, para miles de salvadoreños la única alternativa es migrar a Estados Unidos dice Beatriz (el nombre se cambió por seguridad), una joven camarera de un hotel que a pesar de su avanzado embarazo trabaja más de ocho horas al día para ganar 300 dólares al mes.
“La única opción es salir del país”, dice, a pesar del riesgo de morir como sucedió con Oscar Martínez y su pequeña hija Valeria, quienes murieron ahogados al intentar cruzar el Río Bravo a finales de junio pasado.
“Cuando lo vi en las noticias fue terrible para mí y para todos, yo miraba como a la gente le impactó por tratarse de hermanos salvadoreños, de un hombre muy joven y de una pequeña que apenas empezaba a vivir” dice Beatriz.
Los más lastimados
Como en el resto del Triángulo Norte las autoridades de El Salvador no tienen idea de cuántas personas emigran, pues solo cuentan a los que retornan.
Según datos oficiales en 2016 regresaron 52 980 personas; el año siguiente fueron 42 200 personas y en 2018 las cifras alcanzaron 32 500.
Pero los datos no reflejan la cruda realidad del regreso. “Migrar es dejar y arriesgar todo, tu familia, tus bienes y la vida por eso el retorno es muy duro. Regresa uno a lo peor porque llegas sin nada a la nada”, dice Juan Ramón Toledo, presidente de la Alianza De Salvadoreños Retornados (Alsare).
De acuerdo con la organización “salvadoreño que regresa al país automáticamente es estigmatizado por las autoridades y por la sociedad”. A esa condición se le agregan características específicas de acuerdo a la categoría de retornado.
Por ejemplo quienes son deportados en México o los que lograron llegar a EU pero estuvieron apenas unos días o meses, “son vistos como perdedores porque se quedaron sin nada”.
Mientras que los que estuvieron algunos o varios años viviendo fuera del país y dependiendo la edad, simplemente no tienen oportunidad alguna de trabajo en su país, a donde regresan a una vida que no es la suya.
“Eso provoca un fuerte daño psicológico y éste empieza desde la entrevista migratoria donde aplican el mismo formulario a todos, sin considerar el estado en el que viene cada retornado” dice Toledo.
Pero hay quienes enfrentan una realidad todavía más cruel, como las mujeres transgénero y los miembros de la comunidad LGBT, quienes muchas veces son obligados a escapar de su país por la violencia extrema contra ellos,.
Sin embargo, escapar no les salva del peligro pues al llegar a otros países se topan con incomprensión, más violencia y un profundo rechazo social que virtualmente les obliga a regresar.
Ambar Alfaro, coordinadora en El Salvador para la Red Latinoamericana y del Caribe para personas trans comenta que han enfrentado varios casos, principalmente entre quienes ejercen el sexo servicio.
“Son extorsionadas, amenazadas, las abusan sexualmente y con el paso del tiempo eso lleva, obviamente, al desplazamiento forzado porque los grupos criminales las expulsan”.
La mayoría de las víctimas buscan refugio en Costa Rica pero “algunas se desesperan” y emigran a Estados Unidos y México.
En lo que va del año en cada caravana de migrantes que partió de Centroamérica han viajado en promedio 10 personas salvadoreñas de la comunidad LGTB según documentó la Red.
Y entonces comienzan un nuevo peregrinar, ahora para solicitar visas humanitarias o asilo político. “Casi en todos los casos son rechazadas y al retornar, en algunos casos, sabes que estás firmando tu sentencia de muerte”.
Fue el caso de Camila Díaz Córdoba, una mujer tránsgenero que fue asesinada cinco meses después de retornar al El Salvador. En 2017 solicitó a asilo en Estados Unidos debido a las constantes amenazas de muerte y extorsiones de la M18 pero fue rechazada.
Al regresar no tuvo más alternativa que volver a dedicarse al sexoservicio, pero fue brutalmente asesinada por tres agentes de la Policía Nacional Civil.
“El de Camila es un caso emblemático porque el gobierno de Estados Unidos no le creyó y la deportó”, insiste Ambar Alfaro.
En el mejor de los casos, “las compañeras regresan a vivir la situación que las pone en riesgo, porque el Estado no tiene mecanismos adecuados para reinsertar a nadie, menos a las personas de la comunidad LGTB. Es más fácil para un delincuente o un pandillero conseguir un empleo que un transexual”.
Otro ejemplo es Amalia Leyva, una mujer trans de 23 años quien se refugió en Costa Rica el 24 de julio del 2018 pero regresó por voluntad propia un año después.
“Me tuve que ir porque líderes de la pandilla Barrio 18 querían usar mi cuerpo para llevar droga a uno de los penales, y al negarme me pedían una mensualidad”, cuenta.
“Decidí denunciar ante la policía y la fiscalía pero supe que podrían delatarme. Salí de emergencia del país”.
- ¿Porque regresaste?
- Por la alta discriminación a los migrantes. Además porque concluyó el tiempo de apoyo y a pesar de que tenía permiso para trabajar nadie me lo brindó por ser migrante y trans.
Amalia apoya a una organización que defiende los derechos de la comunidad LGTB. Eso la salvó de volver al sexoservicio, una escasa oportunidad para muchas personas en su condición.
Miles de salvadoreños, empero, ni tienen esa suerte
Este artículo fue publicado originalmente por En el Camino, una publicación de la red de Periodistas de A Pie.
RV: EG
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