Cuando se acaban los ahorros, se termina la pensión
Las lagunas del sistema de asignaciones chileno dejan a muchos ancianos dependientes de su familia y de la caridad. Así viven algunos de ellos en Valparaíso
Santiago de Chile
Sofía Zárate posa en el balcón de su casa después de pasar siete horas recorriendo los cerros para visitar a los ancianos que viven solos. FELIPE BORDALÍ
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Carlitos vive en un altillo que huele a pis y a gotera: una habitación con las paredes de cartón y el techo de contrachapado en un edificio semiderruido en los cerros de Valparaíso. Tiene una foto del Che, una copia de La última cena de Da Vinci y la portada de un disco de Led Zeppelin; una sola bombilla, tres cepillos de dientes, un hornillo de gas sin gas y un diploma de un cursillo municipal de emprendimiento. Argentino de nacimiento, ha vivido toda la vida en Chile, y no tiene una pensión que le permita alquilar nada más que esa habitación en una casa en ruinas donde viven otras personas en circunstancias parecidas. Se dedica a la artesanía de la madera para ganarse unos pesos y salir adelante, a pesar de que ya pasó hace tiempo su edad de jubilación. No es un caso aislado. Con el sistema de pensiones chileno, muchos ancianos viven por debajo del umbral de pobreza.
Valparaíso es una urbe de colores. Las fachadas verdes, azules, rosas y amarillas se aúpan unas encima de otras sobre los faldones de los 42 cerros que abrigan el puerto. Es una de las ciudades más turísticas de Chile, y vive de su imagen: una melancólica, como de promesa que no llegó a cumplirse del todo. Es, además, la zona más envejecida del país: casi un 18% de los habitantes de la región tiene más de 60 años, según el último estudio de la Asociación de Municipalidades de Chile (Amuch). El sistema de pensiones chileno es uno de los más neoliberales del mundo, completamente privado, y algunos lo presentan como una solución al problema demográfico español. En el sistema de Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), cada trabajador se afilia a una AFP y le paga mensualmente al menos un 10% de su sueldo para que lo invierta ofreciendo rentabilidades distintas según el riesgo que el trabajador esté dispuesto a asumir. Cada cotizante puede guardar más dinero en su fondo cada mes para asegurarse una jubilación mejor. Cuando se terminan sus ahorros, se termina su paga.
El sistema, muy criticado, lo inventó en los ochenta José Piñera, ministro del presidente Pinochet. Así se asegura que quien haya trabajado tendrá pensión, pero presenta lagunas importantes, como la gente que trabaja sin cotizar. Salen muy perjudicadas, por ejemplo, las mujeres que han dedicado años de su vida al trabajo en el hogar. En Chile, dos de cada 10 ancianos nunca han cotizado, y de los que lo hicieron, casi una cuarta parte no recibe ya ninguna asignación monetaria.
En Chile, dos de cada 10 ancianos nunca han cotizado y, de los que cotizaron, casi una cuarta parte no recibe ya ninguna paga
También se ha vuelto un problema para la sostenibilidad del sistema el aumento de la esperanza de vida, que ha llevado a que se discuta la posibilidad de aumentar la edad de jubilación a los 70 años. A fin de cuentas, las pensiones de buena parte de los ancianos chilenos resultan desmesuradamente estrechas. El 24% de los pensionistas asegura que lo que recibe es insuficiente para vivir, según el último estudio Chile y sus mayores de Caja Los Andes y la Universidad Católica. En un contexto así, sobrevivir sin ayuda de la familia es improbable. Sofía Zárate se dedica a ayudar a este tipo de gente.
La señora Sofía
Sofía Zárate Vergara, la señora Sofía, como la conocen en Valparaíso, tiene 72 años y se dedica desde 1990 a cuidar a los que viven en los márgenes de la sociedad: a los ancianos y a los postrados. No llama al timbre de las casas que visita, porque la mayoría de ellas no tiene. En un bolsillo interior de su chaqueta rosa lleva un manojo de decenas de llaves para poder entrar en las casas de todos los ancianos a los que atiende. La señora Sofía es pequeñita y ahora, morena, aunque, como fue peluquera, se cambia el color del pelo con cierta frecuencia. Si se expone mucho al sol, la nariz se le pone roja por la psoriasis; por eso lleva un abanico para tapársela si hace mucho sol. Visita con regularidad a unos 40 ancianos. Cada día, Lucho, su marido, —Lushito lo llama ella, con la pronunciación propia de las clases bajas chilenas— le sirve el desayuno en la cama, y luego ella se ducha y sale a recorrer los cerros. Con pasito corto pero intenso y la mirada fija a través de sus gafas bifocales, exprime las horas visitando a los ancianos que viven solos, sin casi pensión ni una familia que les apoye. “Cuando tú vei a un pobrecito por la calle le dai una moneda”, explica, “pero hay muchos que no pueden salir de sus casas, los adultos mayores. Esos son los que más me preocupan”.
Ese es el caso de Fernando, un hombre que ya hace tiempo que cumplió los 70. Tuvo nueve hijos con su esposa, aunque hubieran sido 10 si una de ellas no hubiera muerto a los pocos días de nacer. Ese día empezó a beber, y no se detuvo hasta hace cinco meses. Su mujer y sus hijos le abandonaron y se fueron a vivir a Australia. Él volvió a casarse y tuvo tres vástagos con su segunda mujer. Ellos también le abandonaron. Una noche —otra noche— de borrachera acabó en un hospital psiquiátrico. Al salir no tuvo otro sitio donde ir más que el Ejército de Salvación, un albergue para mendigos de una Iglesia evangélica. Allí mata las horas arreglando radios viejas y otros aparatos eléctricos antiguos. “Lo hago para que no me entre de nuevo Satanás”, dice con la mirada un poco ida y gesticulando nervioso con las manos.
En el cerro de Santo Domingo se escucha música electrónica a todo volumen. Unos chicos arreglan un coche en mitad de la calle y varios perros callejeros vagabundean por el vecindario. Marianela vende huevos y cigarros por la ventana de su habitación para poder sobrevivir. Es bajita y regordeta, y tiene una deficiencia intelectual. “¿Qué hací, por qué abrí, quién es?”, grita una mujer que mide un metro cincuenta y no pesará más de 35 kilos. “¡Cállate, Alicia!”, le espeta una voz varonil. “Deja que los hombres hablen con los hombres”. Carlos, el esposo de Alicia, fue pescador hasta hace más de 15 años, cuando cumplió los 65 y se jubiló. Ninguno de los tres habitantes de la casa consigue hilvanar más de cinco o seis palabras seguidas. La locura, la vejez y la pobreza van muchas veces de la mano.
A causa de los continuos temblores, una de las habitaciones no tiene pared: se abre directamente a la casa vecina, que también está en ruinas. La cocina no tiene ninguna ventilación y está ennegrecida por el humo. El baño no tiene otro techo más que una placa de metal mal puesta. Carlos le grita constantemente a su mujer y escenifica a la perfección el machismo clásico. Alicia anda de un lado para otro mascullando entre dientes y escapando de los gritos de su marido, que se disculpa cada vez que ella abre la boca. “Ya ve usté, las mujeres”, dice. Por alquilar ese cuchitril le cobran 60.000 pesos al matrimonio, y otros 50.000 mensuales a Marianela. En total, 110.000 pesos, que al cambio son unos 150 euros al mes.
Una cuarta parte de los pensionistas chilenos asegura que no tiene suficiente para vivir
Un cartel en la puerta del taller de Ernesto dice que se venden catres clínicos. Es una nave industrial de dos pisos en la que se amontonan camas, neveras, estanterías, botes de pintura, sillas, mesas, armarios, ruedas y pedazos de máquinas difíciles de identificar. Una vez la señora Sofía le pidió ayuda para atender a un anciano sin familia ni pensión. “Ese hombrecito no se levantaba de la cama desde hacía por lo menos tres años”, cuenta Ernesto, todavía con asombro en los ojos. “Nunca había visto algo tan nauseabundo. ‘Ya, po’, me dije”. Y levantó al viejo postrado, lo duchó, lo lavó, le sacó las sábanas y le cambió la cama por el catre clínico que había construido por petición de la señora Sofía. Desde ese momento, no ha dejado de colaborar con ella siempre que puede. Le irritan los ladrones, los espabilados, los mentirosos y “esos que van a misa y se dan golpes en el pesho y después desprecian al curaíto [alcohólico] de la puerta”. “Este es un país de pillos donde las pensiones las cobran los que engañan a la Administración”, asegura. En ese momento, un chico con deficiencia mental asoma la cabeza por la puerta del taller y saluda con la mano y con la sonrisa. “¿Vei? Ese pobre desgraciado nunca va a cobrar una jubilación. ¡A esta gente es a quien hay que ayudar!”, comenta irritado.
Reformas del sistema AFP
La actual presidenta de Chile, Michelle Bachelet, ha implementado una reforma del sistema de pensiones que trata de solventar los problemas de las rentas más bajas. Es el Pilar Solidario, un fondo público que complementa pensiones ínfimas —hablamos de, por ejemplo, 50 euros al mes— para aumentarlas hasta al menos 200 euros. También propuso una segunda reforma del sistema para que la cotización obligatoria aumente a un 15%. Así, con el 5% adicional se crearía un sistema de reparto para aumentar las pensiones más bajas. Sin embargo, la proximidad de las elecciones —que se celebraron el pasado mes de noviembre— y la victoria de Sebastián Piñera vuelven poco probable que se apruebe finalmente esta reforma. Mientras tanto, la señora Sofía sigue intentando alcanzar los márgenes del sistema.
Desde su balcón se divisa toda la bahía de Valparaíso, y al atardecer las casas de colores se asoman al Pacífico más brillantes si cabe. En 2014 la nombraron hija ilustre de la ciudad, y en 2012, fue destacada en el Día de la Mujer. Ha recibido decenas de reconocimientos de todo tipo. “Podría empapelar la casa con diplomas”, dice con alegría. “No me sirven para nada. Lo que yo quiero es que manden gente a ayudarme”. No hace mucho consiguió llevar al senador Francisco Chahuán a recorrer los cerros con ella “pa que viera la realidad, po.Ayudó un poco a una niña con cáncer. Luego se hizo la foto y nunca volvió”. Saca del bolso un álbum gastado y azul con fotos antiguas de la gente que ha cuidado en los últimos 26 años y las acaricia, las mira con cariño, y comenta: “Muchos de ellos murieron ya, pero al menos murieron dignificados, y ese es el sentido de lo que hago”.
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