OPINIÓN
El juego de las apariencias
El modelo de cooperación para el desarrollo al que se quiere encaminar España no es claro, una carencia grave dado el momento de profundo cambio que está viviendo el sistema internacional en este ámbito
LUSMORE DAUDA
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Los expertos suelen situar a la política de desarrollo entre aquellas cuyo horizonte se proyecta en el medio y largo plazo, porque sus acciones requieren de tiempo para surtir efecto. Consciente de ello, la ley de cooperación internacional para el desarrollo, de 1978, obligó a la cooperación a someterse a unos ejercicios de programación de cuatro años, los llamados planes directores, para fijar sus prioridades y objetivos. Con esta iniciativa se pretendía además dotar de coherencia a una política que, hasta entonces, se había caracterizado por su dispersión y carácter más bien reactivo.
Ejecutados ya cuatro planes directores, cabe concluir que aquel propósito originario se consiguió de manera muy limitada. No hay duda de que estas estrategias ayudaron a trazar un panorama más ordenado del sistema de cooperación y a ofrecer una síntesis de la doctrina internacional del momento, pero es muy poco, sin embargo, lo que aportaron como guías efectivas para la gestión pública. Con demasiada frecuencia se cayó en el juego de las simulaciones, travistiendo nuestra ayuda con ropajes que claramente no le pertenecían. Se sustituyó la búsqueda de una senda propia, adaptada a las circunstancias, por el trasplante mecánico de propuestas ajenas; y se compensó la falta de compromisos precisos y exigibles por vagas, y a veces fantasiosas, aspiraciones. Como consecuencia, el interés inicial que solía despertar cada Plan Director se transformó pronto en olvido tras su aprobación. A fuerza de decepciones, no son pocos los que esperan con una mezcla de escepticismo y hastío el actual anuncio del V Plan Director.
Situados en este punto, no está de más señalar qué elementos cabe exigir a un plan director que se proponga ser operativo. El primero debe ser, sin duda, un diagnóstico honesto de las capacidades y de la trayectoria previa, para identificar las deficiencias que se arrastran y justificar los cambios necesarios. En segundo lugar, tiene que definirse el escenario al que se pretende acceder al cabo de los cuatro años de vigencia del plan: es decir, cuál es el modelo de cooperación al que se aspira. En tercer lugar, debe trazar el sendero para alcanzar ese escenario futuro, lo que exige un ejercicio de identificación de medios y de selección de prioridades. Y, por último, deben establecerse los mecanismos de seguimiento, para tomar el pulso al proceso y corregir el rumbo si fuese necesario. Pues bien, el borrador del documento, aunque correcto en su planteamiento de partida, presenta carencias en los cuatro aspectos señalados.
El antiguo modelo de ayuda, basado en una estructura jerárquica de relaciones entre donante y receptor, está definitivamente acabado
El plan parte, conviene decirlo, de una opción estratégica genérica que no cabe sino apoyar: se toman como propios los objetivos de la Agenda 2030 de Desarrollo Sostenible, aprobada por Naciones Unidas; se identifican los derechos humanos como referente central de los esfuerzos de desarrollo; y se asume que los objetivos propuestos deben ser el resultado de la acción conjunta de actores diversos, tanto públicos como privados. Existen algunas incoherencias ocasionales, como la ficticia definición de criterios para la selección de los países prioritarios (cuando esa selección responde básicamente a pautas de política exterior) o la limitada aplicación del principio de resiliencia, pese a que se declara como clave en el enfoque del plan. Pero, más allá de estos aspectos, la opción estratégica de base es acertada, el problema es la inconcreción de los planteamientos posteriores.
Para empezar, así como el documento se detiene a describir los cambios y desafíos del entorno internacional, apenas dedica esfuerzo alguno a señalar las deficiencias de las que parte el sistema español de cooperación al desarrollo. No es una carencia menor, ya que para muchos analistas las principales limitaciones de nuestra ayuda internacional derivan de un sistema mal diseñado, escasamente dotado de personal y medios técnicos y con un marco regulatorio que le impide hacer debidamente aquello que otros países de nuestro entorno realizan.
En segundo lugar, no es claro cuál es el modelo de cooperación para el desarrollo al que se quiere encaminar España. De nuevo, la carencia es importante dado el momento de profundo cambio que está viviendo el sistema internacional de cooperación. El antiguo modelo de ayuda, basado en una estructura jerárquica de relaciones entre donante y receptor, está definitivamente acabado; y se abre paso un sistema más complejo y abierto de relaciones entre actores y países, al servicio de propósitos relativamente compartidos. Sería el momento de anticipar cómo España pretende afrontar ese cambio. Por no precisar, ni siquiera se señala en qué marco presupuestario se moverá la cooperación española en los próximos años, tras los mayúsculos recortes de este último período. Es dudosa la credibilidad de unos objetivos que se formulan sin conocer los recursos de que se dispone; y es difícil que esos objetivos tengan entidad si la ayuda se mantiene en los niveles presupuestarios hoy vigentes.
Hace ya tiempo que las empresas llegaron a la convicción de que los afanes de planificación debían flexibilizarse. Es hora de que la cooperación haga similar tránsito
En tercer lugar, son muchos los interrogantes acerca del camino a seguir durante los próximos cuatro años. Despejarlos exigiría una formulación precisa de propósitos y métodos de trabajo, adaptados en su dimensión y alcance a las capacidades de la cooperación española. Uno de los grandes defectos de los Planes Directores anteriores fue su incapacidad para seleccionar propósitos y definir cómo abordarlos. No se mejora demasiado en esta ocasión: se proponen hasta 49 líneas de acción, recorriendo los objetivos de la Agenda 2030, algo que parece desproporcionado. Hay que recordar que nuestra ayuda bilateral, una vez despojada de los gastos realizados en el propio país, apenas alcanza los 600 millones de dólares: es decir, habría para cada una de las líneas mencionadas una media de 12 millones. Una cuantía escasa, especialmente si se tiene en cuenta que se pretende operar en, al menos, 21 países declarados como prioritarios.
Por último, el plan carece de indicadores para el seguimiento o la medición de resultados de desarrollo. Al igual que en documentos anteriores, pareceríamos abocados a concluir dentro de cuatro años que no se ha podido evaluar simplemente porque era inevaluable desde su origen.
¿Se puede mejorar este borrador? Quiero pensar que sí. Pero para ello es necesario interpretar el mandato legal no como la tediosa tarea de redactar un documento que quede aparente, oculte nuestras vergüenzas y, una vez aprobado, se olvide, sino como la oportunidad para activar una dinámica de cambio, que ponga en tensión las capacidades propias y guíe al conjunto de los actores sociales en una política en la que caben amplios consensos. Al igual que en el teatro, el texto del Plan Director alcanza su pleno sentido si guía a los actores y se convierte en acción.
Hace ya tiempo que las empresas llegaron a la convicción de que, en un mundo tan cambiante como el presente, los afanes de planificación estratégica debían flexibilizarse. Las viejas matrices de planificación debían dejar paso a una inteligencia estratégica capaz de fijarse objetivos firmes y creíbles y movilizar de manera relativamente flexible y oportunista las capacidades competitivas adaptadas al entorno. Es hora de que la cooperación para el desarrollo haga similar tránsito y dedique menos tiempo a construir apariencias y más a aprender de su experiencia; menos a acumular propósitos incumplibles y más a definir, con realismo, cómo trabajamos juntos para mejorar el impacto de lo que hacemos.
José Antonio Alonso es catedrático de Economía Aplicada de la UCM.
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