REFUGIADOS
“¿Pueden al menos enseñarme a conducir?”
La prostitución y el trabajo desde niños en minas de oro se cuentan entre las pocas salidas que encuentran los olvidados refugiados centroafricanos que pasaron a Camerún
Sylvin Boda señala con el dedo junto a varios de sus vecinos y algunos de sus hijos, en Betare-Oya (Camerún). EVA GARRIDO (EACNUR)
Betare-Oya (Camerún)
Stéphane Bendot (13 años, un padre asesinado y una huida desesperada) es el primero de su clase desde que llegó a Camerún. Sin embargo, no podrá seguir estudiando. Bastante tiene con salir (más bien seguir) adelante él y ayudar a que lo haga su familia. No hay becas ni apoyos a su alcance, porque Stéphane es refugiado. Tras abandonar su país, República Centroafricana, con lo puesto, acumula tres años de estrecheces al otro lado de la frontera. Sus notas no bastan para sostener siquiera el sueño de un futuro mejor. En Betare-Oya, en el vasto y disperso Este camerunés, el grito de los centroafricanos es unánime: suplican por un mañana en el que la situación no les empuje a la prostitución, al trabajo infantil en las minas de oro o a una miseria sin remedio.
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En el subsuelo hay oro. En la superficie, pobreza. La gran mayoría de los habitantes del Este, la región olvidada de Camerún, son agricultores de subsistencia. Es decir, que viven —o sobreviven— de lo que producen, sea yuca, maíz o carne de cabra. Salta a la vista —las casas de ladrillo o de leño, los caminos sin asfaltar...— que la presencia del valioso mineral o el comercio de madera con la vecina República Centroafricana no han enriquecido a la población local. Y menos aún a las riadas de refugiados que han llegado desde el país vecino en los últimos cuatro años. Si las perspectivas son pobres para los cameruneses —seguir cuidando ganado o trabajando la tierra será el porvenir de casi todos—, para los centroafricanos son paupérrimas.
"La mayoría de las mujeres aquí son viudas con niños pequeños", explica Stella Gonissere, elegida vicepresidenta por la comunidad de 13.000 refugiados que hay en Betare-Oya, donde la tierra es menos rojiza y la vegetación menos densa que en otras zonas del país. "Y muchas, sobre todo las chicas jóvenes, se ven obligadas a ejercer la prostitución", cuenta con la cabeza alta y la voz serena. Los centroafricanos que han llegado a parar en esta localidad (como el 63% de los 152.000 que están en el Este camerunés) no viven en campos, sino que se han instalado junto a las comunidades locales, con las que en la mayoría de los casos comparten lengua y etnia.
Algunos pocos afortunados han conseguido levantar pequeñas edificaciones parecidas a las de sus anfitriones, pero muchos aún viven en chozas de cañas protegiéndose con los toldos impermeables proporcionados por Acnur, la rama de Naciones Unidas de apoyo a los refugiados. Y tratan de subsistir. Pero la mayoría eran pastores (o agricultores) y no pudieron traerse útiles o animales. Además, dedicarse al campo no es fácil: supone competir por el terreno —y por la producción y las ventas— con la población que les acoge.
SIN OPCIONES DE VOLVER A RCA
En 2013 se produjo en República Centroafricana un golpe de Estado por parte de los rebeldes Seleka (principalmente musulmanes) que dio paso a un guerra civil de tintes religiosos. El conflicto, eco de otro anterior, degeneró en matanzas de civiles por parte de Seleka y la milicia cristiana de los antibalaka y provocó la huida de miles de familias, sobre todo al vecino Camerún.
Cuatro años después, el conflicto sigue vivo (a mediados de año se registraron decenas de muertos y miles de nuevos desplazados internos) y con peligro de que cualquier chispa genere una nueva escalada de violencia.
Por eso, porque culturalmente no están preparados para dedicarse a trabajar la tierra o por una infructuosa y desesperada fiebre del oro, muchos campesinos como Sylvin Boda (dos mujeres, 12 hijos, su casa y rebaño quemados y otra huida desesperada) se ven arrastrados a trabajar de manera informal en las minas. A cambio recibe algo de dinero y algunas piedras de las que luego espera rascar mineral suficiente para aumentar la ganancia. Boda está instalado junto a decenas de familias en un cerro. En contraste con el verde que lo inunda todo, allí no queda un solo árbol y, en cambio, las cabañas se amontonan junto a un yacimiento aurífero. Solo por vivir allí, cerca del oro —y no en los terrenos cedidos por las comunidades o el Gobierno camerunés— debe pagar 500 francos (unos 0,75 euros) a la semana. Eso, aquí, puede ser una fortuna.
Fortuna a la que hay que sumar la comida para todos, las tasas de la educación secundaria, los gastos médicos... En muchos casos, estas necesidades están cubiertas por la aportación de Acnur y otros socios. Pero en muchos otros, los refugiados dicen que no llegan a recibir esos servicios, o se quejan de que son insuficientes. Lo cierto es que la agencia apenas ha obtenido 3,2 millones de los 45,7 que considera necesarios para asistir a los refugiados centroafricanos. Un 7% de lo que hace falta. "Tras tres años de llegadas, los donantes están cansados y el dinero va a otros lugares", lamenta Gert Casteele, asistente del representante de Acnur en Camerún. El presupuesto del Programa Mundial de Alimentos, encargado del apoyo alimentario, está en situación parecida. Por ejemplo, el aceite, los cereales y las legumbres que le dan a Boda como apoyo nutricional no le sirve "para casi nada".
"Pero es que no queremos que nos den pescado, sino que nos enseñen a pescar", clama tajante Levis Mbe, presidente de los refugiados de Betare-Oya. Ante la dificultad de seguir pastoreando y la ausencia de verdadero comercio (por no hablar de industria), los centroafricanos encuentran pocas alternativas. En otras comunidades la situación no es tan desesperada, y en los campos gestionados por Acnur la situación escolar y laboral mejora aún más, pero la mayoría de los refugiados (seis de cada 10) no vive en estos recintos. Porque no hay espacio para todos, y porque vivir fuera, en comunidad, otorga una mayor sensación de independencia. En el sitio de Mbile, por ejemplo, tres años después se han conseguido poner en marcha talleres de costura, elaboración de jabones o mecánica, y se apoyan actividades como la agricultura y la ganadería. Pero estas iniciativas solo llegan a unos pocos cientos de beneficiarios. De nuevo, la falta de dinero.
Y Mbe recuerda a las chicas que tienen que prostituirse. También teme que los más jóvenes acaben atrapados por la delincuencia o las drogas. Por eso, insiste, sus prioridades son dos: la primera, dejar de depender de la "insuficiente" ayuda. La segunda, que los niños y niñas puedan estudiar. Porque muchos acaban haciendo el trabajo sucio de los buscadores de oro en vez de yendo al colegio. O ayudando con cultivos y animales. O recogiendo leña. O cosas peores. Aquí hacen falta muchas manos para llegar a fin de día.
EN CIFRAS
"Hemos encontrado a menores trabajando en las minas", confirma Alexandre Chouri, de la ONG cristiana Christian Relief Service, que trabaja en esta comunidad. "Y el acceso a la educación es un problema gordo", agrega Chouri. Las organizaciones humanitarias colaboran con el pago de tasas, la contratación de profesores o la compra de material escolar, pero las estrecheces presupuestarias no dan para todo, ni para todos.
El problema se agudiza en los niveles superiores de la educación. Stéphane Bendot no podrá seguir estudiando pese a obtener 18 puntos de 20 en sus exámenes. Y Gondamovo Saint-Gyz, de 24 años, solo ha encontrado una salida lavando coches, pese a que en su país completó un máster en logística y transportes. "No hay ningún apoyo para los que podemos estudiar. Ni formación profesional para los que necesitan encontrar un oficio", se queja con la mirada seria y el verbo decidido. Aquí, con decenas de miles de habitantes extra, hay demanda de trabajo de sobra. Así que sin alguna habilidad especial, los (y las) jóvenes son carne de explotación. Por eso al lado de Sant-Gyz otro chico con camiseta blanca se resiste a irse sin hablar antes con el periodista. "Por favor, por favor. Necesito encontrar una forma de salir adelante. ¿Pueden al menos enseñarme a conducir?".
DECENAS DE MILES EN BUSCA DE ALGO QUE HACER
Al final de una hilera de refugios en el campo de Mbile (12.518 habitantes) hay un tejado de cañas bajo el que zumban cuatro viejas máquinas de coser. Alidu Abubakar, refugiado centroafricano de 23 años, sigue las instrucciones de su maestro, también refugiado. "No tenía otra cosa que hacer aquí, así que ahora me siento bien. Esto me ayudará a sobrevivir", dice el joven.
Abubakar es uno de la treintena de beneficiarios de estos talleres de costura, que forman parte de la incipiente actividad económica del campo que Acnur, responsable del recinto, está impulsando con sus socios pese a la estrechez de presupuesto. En este caso, la ropa que elaboran los aprendices se vende pero el formador, que se queda con lo obtenido, se encarga de la manutención de los primeros.
Talleres aparte, los refugiados del campo que se dedicaban a la agricultura o la ganadería (la inmensa mayoría) empiezan a recibir también apoyo para retomar esos oficios. Apirua Patuma, una entrañable abuela que llegó con sus cinco nietos, ya cultivaba algunas cosas de forma informal en los alrededores del campo.
Pero ahora ha recibido oficialmente del jefe local (según la tradición camerunesa) un pedazo de terreno en el que ha plantado semillas de yuca, judías, tomates y mandiocas que le han proporcionado los gestores del campo. Nada que ver con el gran campo cerca del agua que tenía en República Centroafricana, suspira Patuma, pero sí una importantísima fuente extraordinaria de ingresos para comprar cosas como combustible para cocinar, jabón y otros productos a los que antes no llegaba. Hay unas 200 personas recibiendo formación agrícola y 20 que ya han obtenido tierras.
Yusufa, de 57 años, era pastor. Y aquí ha recibido una pareja de oveja y carnero y otra de cabra y cabrito, además de un gallo y varias gallinas. "Si consigo que el rebaño crezca, será un seguro para mis ocho hijos y mi mujer", aventura. Su reto, y el de la cincuentena de refugiados que también se han beneficiado de este proyecto, es encontrar forraje para los animales y controlar que estos no molesten a otros ni estropeen los cultivos que rodean el recinto.
Pero todas estas actividades, que también benefician a la población local (en una proporción de 70% de refugiados y 30% de autóctonos), apenas llegan a unos pocos cientos de personas, se quedan muy cortas para los más de 12.000 refugiados que hay en Mbile. En el caso de los que viven fuera de los campos, la cobertura es aún más baja.
Este reportaje ha sido posible gracias a la colaboración de la Comité Español de Acnur. Conoce el trabajo de Acnur con los refugiados de la República Centroafricana en Camerún aquí.
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