viernes, 2 de enero de 2015

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IRONÍA ELUSIVA

Sócrates orate

Carlos Rehermann

Muestras de cariño



De la palabra “morta” se sabe poco.No se sabe, por empezar, en qué consiste exactamente. Las acepciones varían de acuerdo a las experiencias de cada uno; uno hizo mortas dentro de determinado grupo social, que consistían en aferrar por brazos y piernas a la víctima, hacerle cosquillas y manosearle la entrepierna; otro sufrió el procedimiento consistente en ser inmovilizado a través de la vuelta del revés de la campera, convertida súbitamente en capucha patibularia mientras un animado grupo de amigos le propinaba puñetazos y patadas un poco por todas partes.
Una morta es parecida a un rito de iniciación, pero no hay iniciación. Es decir, de lo que se trata es de confirmar el cariño del grupo. La función de unión entre los victimarios y la víctima es el principal objetivo.
Cervantes registra concisamente y con claridad el sentido de la morta, que en otras tierras se llama manteada (porque solía usarse una manta para lanzar al elegido hacia arriba una y otra vez, hasta el vómito), cuando describe la que recibió Sancho:
Quiso la mala suerte del desdichado Sancho que, entre la gente que estaba en la venta, se hallasen cuatro perailes de Segovia, tres agujeros del Potro de Córdoba y dos vecinos de la Heria de Sevilla, gente alegre, bien intencionada, maleante y juguetona, los cuales, casi como instigados y movidos de un mesmo espíritu, se llegaron a Sancho, y, apeándole del asno, uno dellos entró por la manta de la cama del huésped, y, echándole en ella….
Los tipos eran nueve, y si abrigaban por Sancho algún sentimiento, era de simpatía. Era “gente alegre, bien intencionada, maleante y juguetona”. No se piense que “maleante” aquí significa “fuera de la ley”; más bien la acepción se parece a la de nuestro “pelotudo” o “barrabrava”.
Otra vez, la clave de la manteada, esa morta extranjera, es que la víctima es un amigo. No se le hace una morta (o una manteada) a un enemigo. Al enemigo simplemente se le hace daño.
Rituales parecidos a la morta ocurren en los centros de estudios superiores de nuestro país cuando un estudiante termina su carrera. De hecho, si uno camina por 18 de Julio, se da cuenta de que ha llegado a la altura de la Universidad por el olor a podrido que emana de la pasta de albúmina enharinada que embadurna las baldosas de la augusta acera. En la facultad de arquitectura el ritual es un estricto bautismo, puesto que se lanza al estanque de la casa de estudios al afortunado egresado, que, ágil, sabe esquivar los caños afilados que apuntan al cielo emergiendo de la superficie de las aguas, usados antaño para dar movimiento a la fuente.
Otra vez, semejante bestialidad no se le hace a un enemigo, sino a alguien que uno quiere bien. Lo raro de todo esto es que si uno quiere festejar a un amigo le hace un regalo, lo invita a brindar o se lo lleva a un hotel por horas; en cualquier caso, procura organizar algo placentero y bueno: ¿cómo es posible que se le pueda ocurrir romperle una docena de huevos en la crisma, tirarlo a un charco mugroso o darle una paliza? No es fácil entender por qué un acto agresivo, que hace sufrir física y espiritualmente, puede ser interpretado como lo contrario, es decir un acto de cariño, amistad y aceptación. Quizá haya que buscar la razón última en la entrega completa de la víctima al designio del grupo. El morteado otorga su confianza absoluta al grupo, al punto que, incluso si ve acercarse a la muerte, permanece impasible, porque su suerte está en manos del grupo. Confianza ciega, una variante de la obediencia debida. De hecho, la morta termina en cuanto la víctima deja de resistirse, por lo cual, sabido el código, el morteado suele permanecer lo más pasivo que puede, lo cual, naturalmente, estimula la energía del grupo, respuesta que invariablemente produce alguna reacción que realimenta la escena para solaz de todos.
Ironías
La morta es una buena imagen de la ironía, al menos en la acepción de “figura del lenguaje por la que se da a entender lo contrario de lo que se dice”, tal como dice el diccionario común.
Pero hay otras acepciones para “ironía”: según elDiccionario de términos filológicos de Fernando Lázaro Carreter, se trata de una figura que consiste en “expresar, dentro de un enunciado formal serio, un contenido burlesco”. Originalmente el término se refería al disimulo, y se usaba frecuentemente para explicar el método socrático, que consiste en que el que sabe finge no saber para estimular, a través de preguntas, el cacumen del aprendiz. Son ironías tanto la expresión del uruguayo que saluda a su amigo de juventud, otrora proletario, al verlo bajar ahora de un RollsRoyce bañado en oro:
¡Andan mal tus cositas, eh!
como la frase final del primer párrafo de El hombre que ríe, de Victor Hugo:
Ver animales domesticados es una cosa que agrada: nuestro supremo contento es ver desfilar todas las variedades de la domesticación. Por eso acude tanta gente al paso de las comitivas reales.
La ironía en su sentido original, es decir, el disimulo, instala desde el inicio un reparto de roles en el que el hablante ocupa un lugar superior, porque sabe, y su interlocutor no sabe con un grado doble de ignorancia: por un lado no sabe acerca de la materia que están tratando, y por otro no sabe que el otro sabe. El sentido de esta clase de ironía establece un teatro, es decir, una situación en la que hay muchos que presencian el diálogo. Esta ironía socrática puede existir en privado, sin público; es la que muchos padres la usan como estrategia educativa, pero en general rinde sus mejores frutos como espectáculo. Se trata de una situación connatural con el hecho de que la ironía se compone de dos planos de significado: el que surge de la comprensión superficial del enunciado y el que surge de una interpretación que atraviesa el contexto. En el campo del arte es posible que un solo destinatario disfrute de dos significados simultáneos de un mismo enunciado, pero en otros ámbitos las personas prefieren no sumar posibilidades de interpretación al contacto que están manteniendo (comida, sexo, libros: nadie quiere romperse el alma tratando de interpretar el grado de ironía de una respuesta a “¿Te gustó”?). Por eso, la ironía completa su desarrollo cuando unos captan uno de los significados y otros su contrario.
Cualquier clase de ironía supone que quien es capaz de detectarla conoce con bastante profundidad el contexto en el que se pronuncia. Cuando el ministro de Defensa Nacional, Eleuterio Fernández Huidobro pronunció la siguiente frase:
"Si Serpaj me autoriza a torturar, yo capaz que le consigo información"


y uno desconoce el contexto, puede pensar que el tal Serpaj es el jefe de una organización delictiva de la India, y que la frase es pronunciada por uno de sus esbirros. Si en cambio sabe que Serpaj es una organización dedicada a la denuncia de violaciones a los derechos humanos y a la búsqueda de información para contribuir con la justicia, y que quien pronunció la frase es el ministro de defensa de un país, uno intuye —es a lo máximo que se atreve— que se trata de una ironía. Cuando se entera de que además el tal ministro estuvo preso más de una década y fue intensa y largamente torturado, uno confirma que sí, efectivamente se trata de una ironía en el grado de sarcasmo.
  

Claramente el ministro da a entender lo contrario a lo que dice. Muchos políticos y activistas sociales rechazaron esa frase, y algunos trataron de explicar que se trata de un problema de forma. Pero la forma (o la expresión) no se opone al contenido, sino que constituye un todo con él, asunto que Hjelmslev sacó de la discusión hace 60 años.


En el libro “La fuga de Punta Carretas”, del propio Fernández Huidobro, se ve con claridad que la forma y el contenido son inseparables. El libro es entretenido, aunque no esté atiborrado de verdades, y su comienzo basta para colocarlo como un texto atendible: empieza con una frase que ningún escritor uruguayo se hubiera atrevido jamás a dejar por escrito como primera línea.

—¡Quiero pija!
¿Qué se puede hacer con la forma en este caso? La frase es pronunciada, dentro de una cárcel, por un preso común, es decir, un delincuente. En tiempos previos a la dictadura, los condenados por delitos comunes compartían la cárcel con los Tupamaros, que por entonces eran apenas delincuentes comunes, de acuerdo a las leyes nacionales vigentes. La línea es notablemente eficiente para instalar al lector en el ambiente de la cárcel: personajes extremos, ruido ensordecedor, gritería, tráfico de sexo. Si uno fuera a buscar una forma decorosa, ¿habría que hacer una larga descripción de ese contexto? ¿Habría que escribir: “Quiero p…”? o: ¿“Sería de mi agrado un pene”? o quizá: ¿“Con todo respeto, y si se me preguntara, yo le aceptaría un miembro viril, a cambio de un par de cigarros, claro está.”? La forma es toda ella contenido, y la verdad es que casi siempre que se critican las formas lo que se critica es un contenido.
Pero lo más interesante de la ironía es que se autolimita. Cuando se osa ironizar tal como lo hizo el ministro, cunde la sospecha de que hay algo de verdad en eso que dice. Ese mismo germen está en la ironía socrática, cuando Sócrates dice algo parecido a “Sé que no sé nada”, está desarticulando su propio método. Quiere decir que la pregunta irónica en realidad no oculta un saber sino una mucho más esencial ignorancia. En el fondo, la ironía socrática no es tal. Es decir, la ironía no resiste que la soben demasiado en busca de interpretación. Más se adentra uno en el desentrañe del significado, más se desironiza la ironía y se convierte en un seco sentido estricto.

Si el ministro dice que si lo autorizan a torturar podría obtener información, evidentemente no está pidiendo permiso para torturar (allí y solo allí radica la ironía) sino que está diciendo que de acuerdo al orden social imperante él no puede obtener más información, que solo se podría obtener mediante tortura. Su intento de ironía es una especie de lamento o de añoranza de épocas en las que la información se podía obtener de manera más expedita. Y ese sentido estricto está presente incluso antes del análisis que tan mal soporta la ironía.
Martillo
El problema es que la tortura no tiene como finalidad la obtención de información. Esto lo sabe perfectamente el ministro, víctima de la tortura sistemática, y eso es lo peor de lo que ha hecho: mentir.
Ya el primer manual de tortura publicado en Europa, “El martillo de las brujas” (1486), explica que lo que se busca, cuando se interroga a una bruja, no es obtener información, sino una confesión. No se pone en duda su culpabilidad; es una bruja desde el inicio, y no hay la menor posibilidad de terminar el juicio con una sentencia absolutoria. El juez sabe de antemano que los interrogados son culpables, pero lo que quiere un buen cristiano es la salvación de la pobre víctima de los manejos del demonio. Para poder condenar a muerte, es decir, purificar, al interrogado, éste debe confesar. La tortura es un proceso por el cual se convence al torturado que el torturador ya sabe lo que necesita saber.
En el vínculo que establece la tortura efectivamente hay alguien que sabe y alguien que no sabe. Pero el que sabe no es la víctima, y el que no sabe no es el victimario. La situación es perfectamente irónica: la tortura sería el medio para que la víctima diera información, pero en realidad es un medio para que la víctima reciba la información de que el torturador ya lo sabe todo. No hay la menor relación entre el acto de torturar y el de obtener información de guerra. Cuando algún torturador naïf así lo creyó, su víctima tuvo que morir. Elena Quinteros, que sí sabía cuál era el sentido de la tortura, manipuló a sus torturadores y llegó casi hasta el final, literalmente al umbral de su liberación, en la puerta de la embajada de Venezuela. Tuvo mala suerte, pero lo que hizo fue prueba, especialmente para el torturador engañado, de que la información obtenida bajo tortura no tiene tanto valor como la adhesión que se obtiene a través de la tortura. Por supuesto, el castigo para alguien que desarticula a tal punto la tortura y todo el teatro represivo no puede ser otro que la muerte. Un caso similar se narra en la película argentina “Garage Olimpo”, del chileno Marco Bechis, que muestra, de manera cercana a lo insoportable, el vínculo que se establece entre torturador y torturado, más parecido al que describe Sacher–Masoch en sus novelas que el que surge de los textos del marqués de Sade. Bechis estuvo preso y fue torturado durante la dictadura argentina.
La ironía del ministro acerca de la tortura es, entonces, mentirosa, dada la irrelevancia de la tortura para obtener información. Lo penoso de este asunto es que parece que presenciáramos las morisquetas de un grupo unido por mortas del pasado, el torturado de antaño y sus torturadores; aquel dice que sin torturas no puede haber información; al mismo tiempo sabemos que la información y la tortura van por caminos diferentes. ¿Tendremos que ponernos psicoanalíticos y pensar que lo que quiere decir el ministro es que él sí intercambió información?
Es todo este contexto el que impide que la ironía se cumpla. Lo que dice es tan extraordinario que nos ponemos a analizar la frase, la ironía se evapora y nos queda un liso y llano torturador. No le creemos la ironía al ministro porque vemos cómo ha sido la política del gobierno con respecto a los culpables del terrorismo de Estado. ¿Cuántos hicieron mortas en ese grupo, a quiénes, quiénes son parte de la alegre comunidad de maleantes? Sabemos que hay algo que se nos esconde. Lo sabemos con certeza desde 1984. Sabemos, como espectadores del teatro de la ironía ministerial, que él sabe algo que nosotros no sabemos, y por lo tanto, si bien percibimos que en algún lugar está escondida la ironía, no logramos darnos cuenta dónde, ni quiénes son los que miran este escenario del que somos actores obligados por un Sócrates orate.

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